miércoles, 22 de enero de 2025

Jonrón del ingenio.

Un niño, su padre y la pelota que cambió para siempre el beisbol amateur.
Stephen Madden. Selecciones. Reader’s Digest. Noviembre 2003.
Era el verano de 1952 y a David Mullany, niño de 12 años que vivía en Fairfield, Connecticut, solo le preocupaba una cosa en la vida: como jugar aún más al beisbol. “Jugábamos desde que amanecía hasta entrada la noche, toda la semana”, cuenta Mullany, hoy de 63 años. “Siempre había un partido, por lo general en el patio de mi casa. No éramos más que un montón de chicos, y nos divertíamos como enanos”. Parta Dave y sus amigos fanáticos del deporte __ John Belus, Bill Hackman, Dave Osbourne y demás __, el patio de los Mullany era el último recurso como campo de juego. Unos chicos mayores los habían echado del diamante del Parque Gould Manor, y la policía, de la escuela primaria de la ciudad por haber roto ventanas a pelotazos. La madre de Dave Osbourne los dejaba jugar en su patio, pero solo si en vez de pelota dura usaban una de tenis. “Si has visto lo que una pelota de tenis le hace a una puerta de cochera que es lo que usábamos de valla de contención, comprenderás que la señora era muy tolerante”, explica Mullany. La temporada de la pandilla en casa de los Osbourne terminó el día en que Mullany, que es zurdo, bateó una recta al tendedero mientras la señora ponía la ropa a secar. “Por un pelo no le di en la nariz”, recuerda, “pero la pelota hizo añicos la lámpara del porche”. Por eso acabaron en el patio de los Mullany, que era mucho más pequeño. Aún así, la pelota de tenis, a fuerza de golpear contra la casa, empezó a aflojar las tablas de la fachada a un ritmo alarmante. “Busqué en la cochera algo que hiciera menos daño”, cuenta Mullany, “y en la bolsa de golf de papá encontré unas pelotas perforadas. Nos pusimos a jugar con ellas y con un palo de escoba”. Llamaron al juego whiffball (“bola imbateable”), porque con un bate y una pelota tan pequeños, los bateadores no daban una. Inventaron reglas especiales que les permitían jugar con un mínimo de dos jugadores (lanzador y bateador) y un máximo de 18. En vez de correr a las bases, si un bateador lanzaba una pelota baja más allá del lanzador, le anotaban un sencillo y tenía por lo tanto un corredor imaginario en primera base. Si la bateaba alta más allá del lanzador, era doble y le concedían segunda base. “Si la pelota pasaba sobre la valla del patio era triple, y si saltaba la casa, se anotaba un jonrón”, explica Mullany.
Su padre David N. Mullany aguantaba el barullo todos los días, aunque desde hacía algún tiempo no le iba bien. Con el optimismo heredado de sus padres, inmigrantes irlandeses, había renunciado a un buen empleo de agente de compras en un pequeño laboratorio farmacéutico para iniciar un negocio de pulido de metales. Durante un tiempo el negocio prosperó, pero los problemas de liquidez y los impuestos terminaron por hacerlo quebrar. Ni su esposa, Ivy, ni Dave lo sabían. Todas las mañanas el señor se levantaba tan animado como siempre, se ponía un traje de vestir y se despedía diciendo que iba a la oficina, aunque en realidad salía a buscar empleo o a hacer trabajos eventuales. Todas las noches volvía con un periódico bajo el brazo y una sonrisa en el rostro. Los viernes le entregaba a Ivy un sobre lleno de dinero, producto de una póliza de seguro de vida que había cobrado. “Y todas las noches se encontraba con el patio lleno de niños”, recuerda Dave. El señor Mullany era un lanzador zurdo que habían jugado con el equipo de la Universidad de Connecticut. Si el laboratorio farmacéutico le dio empleo en plena Depresión, fue porque necesitaba un buen jugador para su equipo de beisbol. “Cuando papá me vio tratar de lanzar curvas con aquella pelotita, quizá pensó que me estaba lastimando el codo”, explica Dave. “Una noche me preguntó si poder lanzar curvas mejoraría el juego”. Dave, entusiasmado, le contestó que sí, y se propusieron diseñar una pelota con la que hasta el jugador más pequeño pudiera lanzar curvas. El señor Mullany acudió a algunos contactos de su época en el laboratorio, en busca de materiales para fabricar la pelota. Dio con un proveedor de envases al que le sobraban mitades de esfera hechas para la fábrica de cosméticos Coty.
Entonces, después de pasarse el día buscando empleo, se sentaba en la cocina con su hijo a perforar el plástico blanco con navajas de rasurar, para ver que clase de calado facilitaría más las curvas. Pegando arandelas en la superficie lograban que la pelota se bamboleara. Hacían perforaciones grandes y pequeñas. Al otro día, cuando el pegamento se había secado, Dave y sus amigos probaban los prototipos. Luego de tres noches y más de 20 diseños, un modelo se distinguió entre los demás: estaba formado por una mitad lisa y la otra con ocho agujeros alargados a modo de radios. “Funcionó a la perfección”, agrega Dave. “Podía lanzar bolas curvas, quebradas, rápidas y lentas”. El invento fue un éxito instantáneo entre los amigos de Dave, que no tardaron en acabarse los prototipos. El señor Mullany, aunque pensaba que habría podido idear un ardid aún más eficaz, le pidió al fabricante de las pelotas de golf perforadas que le hiciera un lote del prototipo con polietileno. En la primavera de 1953 los Mullany estaban casi listos para lanzar al mercado su invención. Lo único que les faltaba era el nombre. “Propuse que la llamáramos Whiff Ball como el juego al que jugábamos”, cuenta Dave. “Papá dijo que debía tener dos sílabas, como Whiffle. Estuve de acuerdo, pero le sugerí que le quitáramos la h porque, si alguna vez fundábamos una empresa, nos ahorraríamos una letra en el letrero”. Los Mullany vendieron la primera docena de Wiffles en consignación al dueño de una cafetería en la Autopista Merritt. “Las puso junto a la caja registradora y las vendía a 49 centavos de dólar cada una”, cuenta Dave. Dentro de la caja venían las instrucciones para lanzarlas. “El sábado siguiente nos pidió otra docena porque se le habían terminado. Mientras volvíamos al auto papá comentó: “__ A lo mejor hemos dado con un buen negocio”.
Después de hacer algunas indagaciones, el señor Mullany consultó a un emprendedor comerciante de juguetes neoyorquino, Saúl Mondschein, quien estuvo de acuerdo en que las Wiffles quizá resultaran un buen negocio. “Dijo que podía irnos bien durante un par de años, y que entonces probablemente pasaría la moda”, explica Dave. “También nos recomendó venderlas junto con un bate”. Los Mullany empezaron a fabricar un bate de fresno __ el trabajo de Dave consistía en envolver el mango con cinta de aislar __ y al poco tiempo las Wiffles se vendían en las tiendas Woolworth. Han pasado 50 años desde que los Mullany llevaron la curiosa pelotita a la cafetería. El bate de fresno dejó de fabricarse en 1972, pero aparte de eso las cosas no han cambiado mucho. La compañía Wiffles Ball Inc., sigue funcionando en el modesto edificio de ladrillos de Shelton, Connecticut, en el que se han producido millones de pelotas. El padre de Dave murió en 1990, mucho después de haberles pagado a los amigos que le prestaron dinero para emprender el negocio, y mucho después de haberle revelado a su mujer las estrecheces económicas de la familia antes de la invención de la Wiffle. Ahora, Dave y sus dos hijos administran la fábrica. ¿Y como se relajan los Mullany después de una semana de trabajo? Hace poco, después de una comida dominical con sus hijos y nietos, Dave estaba adolorido de tanto lanzar la pelota. “Es un gran juego”, comenta. “Siempre lo ha sido”.
Transcripción: Alfonso L. Tusa C. 31 de enero de 2022.

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