Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
martes, 20 de mayo de 2025
Juan de Dios: El Saltamontes.
Los sábados de quinto grado eran de hacer temprano las tareas para el hogar, ordenar el cuarto y luego ir a tocarle la puerta a Alberi, después a Santiago, y después a Juan de Dios. Durante los días de clases siempre debíamos cumplir las normas de los maestros y quedarnos a jugar en la mitad del patio delantero. Nunca podíamos jugar en el espacio que queríamos. Por eso esperábamos los sábados, para después de mediodía encontrarnos en la esquina de Clemente y de ahí bajar hacia la escuela José Luis Ramos por la cuadra sin pavimentar y muchos montes de tabaquero y yaque, de la calle Bolívar. Saltábamos a través de un hueco en la alambrada, rodeábamos el ala de aulas y llegábamos al patio añorado que equivalía a las dos mitades del delantero. Entonces se escogían los equipos. El home estaba en el extremo cercano a la cantina, al lado de un tubo de agua. La primera y segunda base eran los tubos de la malla de voleibol, el resto del patio y la zona de granzón que lindaba con la alambrada conformaba la totalidad del cuadro interior y los jardines de nuestro anhelado campo de beisbol que soñábamos de lunes a viernes y solo podíamos disfrutarlo las tardes sabatinas.
Conocías o tenías referencias de Juan de Dios desde finales de los años 1960s cuando él iba con regularidad a tu casa a buscar dulcería tradicional que su maestra de segundo grado (tu mamá) le indicaba que fuese a retirar. En una ocasión lo acompañaste a llevar una bandeja de majarete y tanto insististe que terminaron comiéndose una esquina del majarete. Esa tarde Juan de Dios no salió al recreo y a ti no te dejaron ver tu serie favorita de tv (Zorro). Juan te estuvo recordando por mucho tiempo ese episodio y aunque mostraba cierta seriedad terminaba riendo a carcajadas. Antes habías escuchado a los hijos de Clemente decir que en Palotal había un muchachito que era el único seguidor que conocían de Cardenales de Lara. Cuando empezaste a ir a su casa, Juan de Dios tenía todas aquella barajitas de cartón, más que todo las de los pájaros rojos: Faustino Zabala, Neudo Morales, Iran Paz, Darío Chirinos, Jim Shellenback, Doug Rader, Claudio Urdaneta, Pablo Torrealba.
En la intensa lucha por la clasificación siempre le decías a Juan de Dios que se cambiara para el Magallanes y este respondía que su equipo eran los Cardenales, que había ido a verlos jugar en el estadio de Barquisimeto. Todo siguió así hasta que Cardenales y Magallanes clasificaron al playoff semifinal. Lara versus La Guaira, Magallanes versus Aragua. Los Tiburones barrieron a Lara en tres juegos y Magallanes hubo de fajarse en seis juegos para vencer a los Tigres. Entonces Juan de Dios se alineó con Magallanes más por el deseo de que los Navegantes vengaran la afrenta de La Guaira al pasarle por encima a su equipo. Te preguntaba incrédulo. “De verdad crees que Magallanes pueda ganarle a ese equipo que tiene a Mike Hedlund, Larry Jaster, Marcelino López y Aurelio Monteagudo”. Esos nombres asustaban por lo que habían hecho en la temporada regular. Igual respondiste con un nudo en la garganta. “Claro que lo creo. Ya vas a ver”. Luego de la victoria magallanera en tres juegos seguidos donde solo les permitieron una carrera a los temibles Tiburones, Juan de Dios fue el más ferviente seguidor de los Navegantes en la Serie del Caribe y cuando lograron el cetro campeonil dijo que desde ese momento su equipo era Magallanes.
Muchas veces fuiste a buscar a Juan de Dios para ir a jugar pelota en el solar de asfalto y más que todo en la trilla de café de la haciendo de Leo, otro compañero de clases en quinto grado. Cuando estaban a punto de cruzar la puerta, Berilio, el hermano menor de Juan de Dios empezaba a llorar de manera estridente hasta que la señora Rosa conminaba a Juan a que llevase a Berilio o si no, él no iba a ninguna parte. Juan de Dios bajaba la mirada y casi a regañadientes aceptaba el mandato. Lo primero que hacía Juan cuando iban a una cuadra de distancia de su casa era indicarle con voz muy intensa a Berilio que a la primera travesura se regresaban a casa. Desde que avanzábamos por La Represa empezaba a cambiar el estado de ánimo y empezaban a lanzarse la pelota rudimentaria elaborada con una bolondrona envuelta en pabilo y cinta adhesiva. Juan de Dios se acercaba varios pasos y se la lanzaba en globito a Berilio y este la agarraba casi contra el pecho. En el camino de ripio previo a la casa de la hacienda pasaban frente a los perros rabiosos de la hacienda de las Mora. Miraban las matas de coco laterales al cañaveral y se miraban con ganas de monearlas pero luego apretaban el paso hacia el fondo del camino donde en plena curva hacia la derecha, un portón de alambre permanecía abierto; un guásimo inmenso desplegaba sus ramas hacia el cañaveral y también cubría todo el camino de ripio. Los trabajadores de la hacienda hablaban de una leyenda que refería un saco de huesos humanos precipitando a primera hora de la noche desde las ramas del guásimo.
Revisábamos todo el patio buscando guijarros, lápices, papeles, bolsas que pudiesen complicar el desarrollo del juego. También íbamos al espacio de granzón con hierbajos intercalados para buscar y sacar cualquier objeto cortante. Poco a poco acondicionábamos nuestro campo de juego y cuando se aplicaba el primer puñetazo a la pelota, comenzaba el sueño esperado toda la semana cuando no podíamos jugar allí. Esos juegos por lo general se extendían a extrainning, no había ninguna precaución para lanzarse sobre el cemento rústico a tomar un roletazo invisible en extremo o para perseguir lineazos hasta la cerca de alambre y estirar la mano y tomar la pelota entre los alambres de púas. Un atardecer, cuando las sombras cada vez complicaban la visibilidad, conectaron un lineazo que amenazaba con ser decisivo, de la nada Juan de Dios apareció con tres zancadas inmensas sobre el granzón y atrapó la pelota, ni un saltamontes hubiese saltado tan largo. De regreso para batear al otro lado del patio, le comentaste a Juan que esas zancadas habían sido más largas que las que aplicó aquella noche cuando le dijeron que había caído el saco de huesos desde el guásimo. Él casi enmudece al decir que el miedo que sentía esa noche era tan inmenso que llegó hasta el final del camino, hasta la comandancia de policía en menos de tres segundos. “No mi hermano, esas zancadas no he podido igualarlas, eran como de diez metros”.
Alfonso L. Tusa C. Mayo 18, 2025. ©
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