lunes, 19 de mayo de 2025

Una novela, una revista. Un hermano, un héroe.

Hace unas tardes me quedé estático, petrificado, congelado frente al televisor, entendí con lujo de detalles profusos porque me gusta ver tanto esa serie llamada Chicago Fire. Ahí estaba un tipo joven de algunos veintitantos años, paralizado frente a la vitrina histórica de la estación de bomberos, tenía allí como cinco minutos cuando lo abordó uno de los bomberos, el hombre respondió que allí en esa lista de bomberos icónicos que había dejado sus mejores oficios y hasta la vida por servir a la comunidad estaba el nombre de su hermano mayor y mostró la placa con el número de registro de su hermano. El tipo hablaba con voz firme, con vestigios de titubeos disimulados, bocetaba momentos con su hermano, juegos, lecturas de novelas. Fue inevitable para mí regresar al balcón de la casa que habito, el baúl de madera con polvo reseco y telarañas cristalizadas. Allí había una tripa de bicicleta con tres parches, una revista Sport Gráfico con Isaías Látigo Chávez en plena ejecución de su wind up de pie izquierdo estirado hacia el cielo, un ejemplar de comiquitas de Lorenzo y Pepita, un radio transistor con forro de cuero marrón de veinte centímetros de largo por diez de ancho y dos de grosor. Una pelota de spalding con las costuras medio sueltas y el cuero tieso y áspero de restos de clorofila fosilizada, una poesía que había garabateado para una compañera del liceo, un pedazo de ticket de galería del cine Royal y otro de balcón del teatro Gardel, un mazo de barajitas de beisbol de finales de los 1960s con peloteros de todos los equipos pero con marcada mayoría de los del Magallanes. Todos objetos de mi hermano Felipe que compartimos muchas veces. El tipo de la estación de bomberos pestañeaba y tragaba mucha saliva cuando explicaba que regresaba ahí cada quince días a leer una novela de las que le gustaban a su hermano. Pasaba ahí dos o tres horas leyendo y conversando o analizando junto a su hermano cada capítulo. No sé si regreso cada dos semanas o dos días. El olor a alcanfor me obliga a buscar una de esas mascarillas de tela que usaba en la pandemia, me parece que uso una escafandra propia de Julio Verne y sus 20.000 leguas de viaje submarino, camino en lechos de arenas movedizas. Escucho la voz pausada de Felipe pidiendo el rallo o la lija para acondicionar la goma de la tripa, el olor a trementina y solvente aromático me hace meter la mano hasta el fondo, hasta el rincón más cargado de polvo cósmico, de allí saco la tripa de bicicleta que se retuerce como una serpiente marina en mis manos. Cada vez que inflábamos la tripa y la metíamos en una ponchera con agua para probar si el parche había funcionado, celebrábamos, al reponer la llanta en la bicicleta.
Intento rearmar la tarde cuando llegué a la morada de sus últimos días y no sé si hay alguna conexión con la mirada extraviada y difuminada de una felicidad fugaz del tipo de la estación de bomberos. Veo el semblante resignado de mi hermano y se me quiebran todas las costillas hasta el esternón. Contrasto con la elocuencia y la efusividad de todas esas tardes de beisbol, todos esos sábados de cargalaburra, todos esos atardeceres de cine en el Royal y el Gardel. Recorro todo Maturín, otrora ciudad pujante agrícola y petrolera, ni una sola ambulancia operativa, el estacionamiento del hospital central exhuma esencias de cementerio de vehículos que alguna vez trasladaron enfermos, heridos, mutilados, hacia la sala de emergencias. En ese entonces la revolución socialista del siglo XXI tenía 19 años en el poder, solo desidia y desastre enhebrados con prepotencia, narcisismo, psicopatía y corrupción; el más embriagante cóctel ideológico que solo amargó y quemó mis esperanzas de llevar a mi hermano al hospital. La mirada del tipo de la estación se hunde en la vitrina histórica, la mía se retuerce en un genocidio subterráneo disfrazado con migajas y sadismo. El radio transistor resbala de mis manos, temo que el forro de cuero se quiebre al intentar girar el interruptor del volumen. Escuchó en la distancia, en la trayectoria espacial de atravesar más de cincuenta años, el chasquido de la estática chispeando en la oscuridad del pasillo posterior de la casa mientras Felipe moneaba el limonero y yo en paralelo escalaba los bloques de dibujo del paredón del fondo, me miraba asustado mientras saltaba desde las ramas a la platabanda, apenas si le daba tiempo de tenderme la mano para terminar de subir desde el techo de asbesto que coronaba el paredón. El sonido del radio, la voz de Delio Amado León intercalada en una avalancha de interferencias radioeléctricas, tronaba ahora hasta estremecer la mano con la que sostenía el radio que apenas tuve oportunidad de capturar a escasos centímetros del fondo del baúl. Regreso al tipo de la estación de bomberos, subo el volumen del televisor para escuchar su silencio, igual que mi hermano le daba más volumen al radio cuando la voz de Delio Amado apenas se escuchaba en el cierre del noveno inning la pelota se acercaba a la zona de seguridad y empezaba a articular “…se va…se va…”
El tipo saca un libraco de algunas cuatrocientas páginas y le comenta al bombero que lo atiende, que siempre lleva una novela para compartir ahí con su hermano, “…a él le gustaban mucho las novelas, sobre todo las de suspenso, esas que te agarran por el cuello de la camisa y no te sueltan hasta la última página. Aunque también le gustaban algunas románticas de esas con un lenguaje poético intratable…” Cuando regreso los jueves en la noche, o los sábados en la madrugada al baúl del balcón, siempre tengo que escarbar con mucho cuidado entre las barajitas y las pelotas de spalding para no despedazar las portadas de las revistas Sport Gráfico y aún así se me quedan fragmentos en los dedos. Cerca de las páginas centrales encuentro envoltorios de Cocosette, Aeromint, y todas las chucherías que comprábamos antes de llegar a la librería. Cada revista tenía una historia, como una que se me cayó en la acequia y cuando me preparara para encajar el regaño de mi hermano, Felipe solo sonrió y me dijo que le ayudara a despegar las páginas antes de poner la revista a coger sol sobre la rama de una mata de yaque. Cada visita el hombre se quedaba en la vitrina hasta leer toda la novela, el bombero lo miraba con curiosidad y admiración, sabía de las relaciones fraternales, pero este tipo de detalles tan particulares, tan escalofriantes le hacía reconocer que cada par de hermanos es un libro diferente de emociones impactantes. La historia que veía a diario con dos de sus hijos era bestial, discutían hasta despellejarse. Poco a poco, con muchísimo cuidado lograba levantar la revista y cada artículo revelaba otro ángulo de las vigilias en la plaza Montes en espera del carro de alquiler que traía el paquete de revistas. Las primeras veces le reclamaba mucho a Felipe porque teníamos que permanecer ahí en esa plaza sin hacer nada, a esperar un pedazo de revista que solo a él le importaba. Me miraba con ojos de perro bravo y aún así yo seguía con las impertinencias. El próximo jueves me hacia prometer que no me iba a poner a gruñir en la plaza si el carro se retrasaba, de a poco aprendía a valorar la espera, a apreciar Sport Gráfico.
Hacia el final del episodio de Chicago Fire el bombero lleva a sus dos hijos y se los presenta al tipo de la vitrina. Los hermanos miraban el libro y escuchaban las historias con miradas estoicas, con gestos sorpresivos, sin importarles sentarse uno junto al otro. Querían preguntar pero seguían escuchando. Cada jueves que me acerco al baúl abro la ventana del balcón y rememoro la brisa que soplaba desde el cañaveral cada atardecer cuando subíamos en la bicicleta para perseguir las luciérnagas en el solar de asfalto y hasta el fondo del empalme de la calle La Florida con Pichincha. O la urticaria en los ojos cuando saliendo de la librería un manganzón de algunos cuatro o cinco años mayor me arrebató las barajitas que acababa de sacar del sobre, cuando las daba por perdidas me pareció imaginar que escuchaba la voz de mi hermano, solo que su bicicleta precipitó de verdad a mi lado cuando Felipe se bajó y arrancó a correr tras el tipo hasta alcanzarlo. Los hermanos le preguntan al tipo de la vitrina si pueden reunirse allí cada quince días, el padre carraspea y endurece la mirada, pero el tipo sonríe y sin dejar de mirar la vitrina les dice que está bien, no hay problemas, él está seguro que su hermano estaría muy contento de ver como dos hermanos se llevan bien. De pronto paso dos, tres semanas sin regresar al balcón, hay mucha nostalgia acumulada, mucha aprensión de no saber que hacer con tantas reminiscencias revolcadas y arremolinadas al levantar la tapa, las telarañas de ese baúl. Me obligo casi a trompicones en medio del temor a escuchar el chirrido del radio transistor y cuando me tambaleo, hasta casi precipitar sobre el suelo, escucho la voz de mi hermano, casi imperceptible en aquella feria de comida cuando compartimos aquellas arepas de cazón con ensalada mixta, ni me imaginé por un segundo que esa sería la última vez que lo vería en esta vida. Entonces estiro la mano y empuño, registro el cuero de aquella pelota manchada de clorofila.
Alfonso L. Tusa C. 17 marzo 2025. ©

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