Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
domingo, 15 de junio de 2025
¿Por qué has visto tantas veces El Campo de los Sueños?
Los domingos a eso de las siete de la mañana escuchabas el crujido de las cascaras de huevo y la esencia del aceite de oliva. Medio en sueños y con los ojos entreabiertos habías visto la sombra de tu papá enfundado en su bata de bacterias amarillas y anaranjadas en fondo añil, avanzó dos pasos hacia la puerta de tu habitación y luego enfilaba hacia la cocina. Esas imágenes siempre contrastaban tu campo visual desde la primera vez que escuchaste “Constrúyelo, hazlo que él vendrá”. Te parecía tener la misma mirada de asombro aquellas mañanas dominicales, que la del personaje de Kevin Costner en El Campo de los Sueños. Antes que pudieses incorporarte en tu cama de caoba, tu papá carraspeaba en el marco de la puerta, abría la primera gaveta de tu escaparate y sacaba todas las pelotas que armabas con pabilo y bolondronas, sin saber nada de beisbol desenvolvía todo el pabilo y luego lo ajustaba con precisión milimétrica hasta terminar la esfericidad más parecida a una pelota de spalding.
Él te decía que te apurases que el “perico” (huevos revueltos con cebolla y tomate) esperaba en el comedor. Un sonido de ruidos herrumbrosos propio de aquellos radios de bulbos descerrajaba aquel programa de Radio Sucre las mañanas dominicales: Recordar es Vivir resonaba con canciones de Leo Marini, Altemar Dutra o Toña La Negra desde aquel artefacto encajonado en madera y tela bordada de círculos de alabastro posicionado sobre una mesa de apamate al fondo del comedor. Apenas si respirabas, no querías romper el momento, el resto de la semana solo veías a tu papá en relumbrones más fugaces que un relámpago circunstancial en el más apacible atardecer. Jamás has vuelto a saborear un perico tan preciso en proporciones y texturas, tan espectral en esa temperatura intermedia entre el calor y el frío, tan incandescente en la cantidad de papilas impactadas con varios sabores delicados y punzantes a la vez. Era la única ocasión cuando probabas con autorización aquel pan campesino de costra pétrea por el cual tu padre te regañaba muchas veces cuando devorabas más de las tres cuartas partes y cuando él lo buscaba no alcanzaba para su cena.
Los domingos a eso de las siete de la mañana escuchabas el crujido de las cascaras de huevo y la esencia del aceite de oliva. Medio en sueños y con los ojos entreabiertos habías visto la sombra de tu papá enfundado en su bata de bacterias amarillas y anaranjadas en fondo añil, avanzó dos pasos hacia la puerta de tu habitación y luego enfilaba hacia la cocina. Esas imágenes siempre contrastaban tu campo visual desde la primera vez que escuchaste “Constrúyelo, hazlo que él vendrá”. Te parecía tener la misma mirada de asombro aquellas mañanas dominicales, que la del personaje de Kevin Costner en El Campo de los Sueños. Antes que pudieses incorporarte en tu cama de caoba, tu papá carraspeaba en el marco de la puerta, abría la primera gaveta de tu escaparate y sacaba todas las pelotas que armabas con pabilo y bolondronas, sin saber nada de beisbol desenvolvía todo el pabilo y luego lo ajustaba con precisión milimétrica hasta terminar la esfericidad más parecida a una pelota de spalding.
Él te decía que te apurases que el “perico” (huevos revueltos con cebolla y tomate) esperaba en el comedor. Un sonido de ruidos herrumbrosos propio de aquellos radios de bulbos descerrajaba aquel programa de Radio Sucre las mañanas dominicales: Recordar es Vivir resonaba con canciones de Leo Marini, Altemar Dutra o Toña La Negra desde aquel artefacto encajonado en madera y tela bordada de círculos de alabastro posicionado sobre una mesa de apamate al fondo del comedor. Apenas si respirabas, no querías romper el momento, el resto de la semana solo veías a tu papá en relumbrones más fugaces que un relámpago circunstancial en el más apacible atardecer. Jamás has vuelto a saborear un perico tan preciso en proporciones y texturas, tan espectral en esa temperatura intermedia entre el calor y el frío, tan incandescente en la cantidad de papilas impactadas con varios sabores delicados y punzantes a la vez. Era la única ocasión cuando probabas con autorización aquel pan campesino de costra pétrea por el cual tu padre te regañaba muchas veces cuando devorabas más de las tres cuartas partes y cuando él lo buscaba no alcanzaba para su cena.
Aunque ninguno de esos equipos era el de su predilección, siempre quería saber del artístico juego de Sandro Mazzola y de los goles increíbles de Gianni Rivera. Luego te pregunta, que es un extrainning y te sorprende, hasta ese momento pensabas que el beisbol no existía para él, le dices que el extrainning es como cuando en el futbol hay una prórroga. Ese intercambio, esas imágenes fragmentarias es lo que recuperas cada vez que al final de El Campo de los Sueños el personaje de Costner se encuentra con su padre y empiezan a lanzarse la pelota de beisbol.
Alfonso L. Tusa C. Junio 15, 2025. ©
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