Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
sábado, 5 de julio de 2025
Queback. (Otra remembranza de Santiago).
Así era como más o menos sonaba aquel término que inventamos con Santiago aquella mañana en la trilla de secado de café y maíz en la hacienda de caña de azúcar donde vivía Leo, otro de los amigos que frecuentábamos aquella penúltima aula de la primera ala de la Escuela José Luis Ramos, para las clases de quinto grado, con la maestra Hildegar, y además también nos reuníamos los sábados, después de hacer la tarea para el hogar, en el solar de asfalto frente al Centro de Salud, o nos íbamos con Santiago tomando el atajo de la acequia hasta La Represa y desde ahí llegábamos hasta la comandancia de policía donde cruzábamos a la izquierda y empezaba uno de tantos recorridos fantásticos que nos hacían enfrentarnos con los perros de la hacienda de las Mora, pero cuando estos amenazaban con atravesar la alambrada de púas y mostraban vestigios de espuma babosa en los colmillos, emprendíamos la carrera más desesperada hasta cruzar la curva del portón con una velocidad propia de Jesse Owens.
Aquella mañana Leo nos mostró su nuevo hallazgo, había encontrado unas raquetas de tenis, con todas las características del implemento profesional, ajustadas en su estructura de protección y conservación, apretada con tornillos y tuercas mariposa. La había tropezado mientras buscaba unas piezas de repuesto de las vías férreas de su tren de juguete. Mientras intentas descifrar los códigos de atajos y corazonadas para llegar hasta aquella hacienda, también te acercas a la clínica de la avenida Santa Rosa de Cumaná donde trabaja uno de los hermanos de Santiago, reconoces sus facciones y tratas de conocer más detalles del deceso de tu amigo. Mientras explica los detalles regresas a la hacienda, a la casa, a la habitación donde Leo nos llevó para ayudarle a sacar las raquetas del compartimento superior de un escaparate de roble que parecía al monstruo Milton, algunos dos metros y medio metros de altura por otros cuatro de largo y más de tres cuartos de metro de ancho.
Así era como más o menos sonaba aquel término que inventamos con Santiago aquella mañana en la trilla de secado de café y maíz en la hacienda de caña de azúcar donde vivía Leo, otro de los amigos que frecuentábamos aquella penúltima aula de la primera ala de la Escuela José Luis Ramos, para las clases de quinto grado, con la maestra Hildegar, y además también nos reuníamos los sábados, después de hacer la tarea para el hogar, en el solar de asfalto frente al Centro de Salud, o nos íbamos con Santiago tomando el atajo de la acequia hasta La Represa y desde ahí llegábamos hasta la comandancia de policía donde cruzábamos a la izquierda y empezaba uno de tantos recorridos fantásticos que nos hacían enfrentarnos con los perros de la hacienda de las Mora, pero cuando estos amenazaban con atravesar la alambrada de púas y mostraban vestigios de espuma babosa en los colmillos, emprendíamos la carrera más desesperada hasta cruzar la curva del portón con una velocidad propia de Jesse Owens.
Aquella mañana Leo nos mostró su nuevo hallazgo, había encontrado unas raquetas de tenis, con todas las características del implemento profesional, ajustadas en su estructura de protección y conservación, apretada con tornillos y tuercas mariposa. La había tropezado mientras buscaba unas piezas de repuesto de las vías férreas de su tren de juguete. Mientras intentas descifrar los códigos de atajos y corazonadas para llegar hasta aquella hacienda, también te acercas a la clínica de la avenida Santa Rosa de Cumaná donde trabaja uno de los hermanos de Santiago, reconoces sus facciones y tratas de conocer más detalles del deceso de tu amigo. Mientras explica los detalles regresas a la hacienda, a la casa, a la habitación donde Leo nos llevó para ayudarle a sacar las raquetas del compartimento superior de un escaparate de roble que parecía al monstruo Milton, algunos dos metros y medio metros de altura por otros cuatro de largo y más de tres cuartos de metro de ancho.
Esa mañana jugamos cinco, tal vez siete partidas de Queback, en cada cual agregábamos nuevas reglas y nos adaptábamos más a las raquetas. Llegó un momento cuando acordamos soltar la raqueta como cuando se termina de batear, pero este juego era mucho más dinámico que el beisbol o el propio básquet, luego de llegar a primera base había un receso para que el corredor recuperase la raqueta. Resultaba expectante regresar raudos a tomar. Quien primero hiciese rebotar la pelota de peluzas amarillentas hasta levantarla treinta centímetros del piso ganaba un punto y si además la conectaba fuera de la trilla se anotaba un jonrón. Muchas veces chocamos las raquetas hasta el punto de parecer un impacto de carritos chocones o la colisión entre dos gandolas. Así de violento era esa diversión, por eso tal vez solo nos percatábamos que eran las doce y media del mediodía pasadas cuando escuchábamos la voz de la mamá de Leo llamando a almorzar. Toda esa emoción duró unos días hasta que el papa de Leo nos sorprendió y recogió sus raquetas con cara de pocos amigos. Entre su monólogo entre dientes se podía escuchar algo así como: “Es el único contacto físico que me queda de los días de universidad”. Intentamos sustituir las raquetas con pedazos de cartón piedra o cartulina reforzada con madera contrachapada, nunca fue igual, no pudimos reproducir la flexibilidad y rapidez de las raquetas. Ese juego pasó muy pronto a engrosar nuestro archivo de fábulas desteñidas.
Alfonso L. Tusa C. Julio 05, 2025. ©
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