Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
miércoles, 3 de septiembre de 2025
Team work.
Autoestima es un término complicado, a veces se confunde con egoísmo, a veces se entiende como hacer el tonto.
En los momentos más individualistas de un juego de beisbol, el jonronero puede bajar la mirada y en vez de mantener la celebración con sus compañeros por dos o tres minutos en el dugout, puede volver la mirada hacia el pitcher, ese solitario de la montaña, mediante señas le dice, “es mi deber, pero entiendo como te sientes”.
Hermes siempre recuerda y se pregunta como un tipo tan volátil y resentido como él, tuvo el arrojo y la determinación para dejar a un lado aquellos noventa y cinco puntos en Química Orgánica que ni soñó lograr ante aquel profesor de barba rebelde y mirada ligeramente irónica que siempre se burlaba de sus errores más sofisticados en simples operaciones aritméticas cuando había descifrado el alma de la reacción de radicales libres. Quería que el profesor tuviese un momento de reflexión sincera, que fuese capaz de sentarse ahí en la misma acera del dolor de fallar y explicara con empatía donde pensaba él que se estaban equivocando cuando desviaban el enfoque, el razonamiento aplicado para resolver la pregunta. El tipo lo miraba entre sorprendido y molesto, “¿Cómo te atreves a pedir que ajuste mi técnica de explicar Química Orgánica, si me ha ido muy bien con ella por muchos años en la universidad?” Hermes estuvo tentado a decir que no todas las personas son iguales, pero no le salieron las palabras.
A partir de allí el profesor arremetió en la manera como evaluaba sus intervenciones orales, en la consideración que hacía cuando revisaba sus pruebas escritas. Hermes llegò a lamentar haber hecho aquella observación. Sin embargo en el transcurso de los días empezó a ver como otros de sus compañeros empezaron a hacerle preguntas y observaciones al profesor barbudo, hasta que la clase se convirtió en una especie de cadalso, parecía que todos iban a una ejecución apenas empezaba la próxima hora de Química Orgánica. Al principio algunos de sus compañeros le reclamaron a Hermes que por ese atrevimiento suyo ahora el profesor estaba intratable. Luego uno o dos se le acercaron y agradecieron que hubiese tenido las agallas de enfrentarte al profesor, que él tenía que saber que no iba a hacer todo de manera inconsulta, se trataba de un proceso pedagógico y él debía consideración y tenía que encontrar la manera de hacerse entender de la mejor manera. Poco a poco se forjó la unanimidad.
Sin saber como Hermes empezó a notar símbolos de una empatía que jamás había percibido en el grupo. Los miércoles era la única tarde cuando había descanso de la rutina de clases en el Instituto Universitario Tecnológico de Cumaná. Aún así había que investigar reacciones químicas, hurgar puntos de ebullición, desentrañar secretos técnicos que solo aparecían en páginas estrujadas de libros cargados de polvo cósmico. Las jornadas de biblioteca o forcejeo con cuadernos en el anfiteatro o alguna aula vacía, no permitían que aquella tardes pudiesen llamarse de tomar aliento, de recargar algo de oxigeno, de respirar en paz. Apenas si en los torneos deportivos, en el campeonato interno de softbol se hallaba algo de solaz, trazas de tranquilidad, partículas de relajamiento. El equipo de Quimica era muy irregular, Hermes era primera base suplente y cuando faltaba el titular, sus compañeros le miraban recelosos, muchas señales manuales de que no fuera a botar el juego con alguno de sus errores clásicos.
Reconocía que tenías muchas deficiencias para atrapar las pelotas, se le dificultaba ubicarse debajo de los elevados y sufría mil dolores en los dientes cuando el tercera base le lanzaba uno de aquellos piconazos enterrados en la arcilla azoica resguardada por arbustos xerófitos. Cuando Hermes iba a batear se ubicabas como a tres metros del home, de pequeño había recibido varios pelotazos en la cara y no quería que se le volviera a inflamar el ojo izquierdo. Desde el dugout llegaban comentarios de voz en cuello: “Métete más. ¿Cuál es el miedo? El beisbol no es para miedosos”. Seguía petrificado, sentía una mezcla de bicarbonato y aceite quemado de motor de camión en la garganta. Entonces la amargura de los epítetos incrementa. “Por eso es que no me gusta que ese tipo juegue, desarma el equipo, hace que demos mucha ventaja, casi siempre terminamos por perder el juego”. Apenas si podía respirar. Cuando avanzaba medio paso, el pitcher lanzaba pegado y casi salía corriendo.
Siempre que regresaban al dugout luego de esos innings donde Hermes había conseguido hacer la jugada más por ganas que por técnica, los compañeros aún mantenían el sarcasmo, “tremendo lechazo, esa pelota se te metió en el guante…” Llegó un momento cuando los errores escalaron tanto que los compañeros decidieron buscar a otro jugador. Eso dolió, pero reconoció que era por el bien del equipo. Dejó de ir a ver los juegos, prefería encerrarse en la biblioteca con el handbook de physics and chemistry, a buscar datos rebuscados de los que el auxiliar de laboratorio solía preguntar como requisito para acceder a la práctica del día. Si acaso se asomaba al pedazo de patio entre las oficinas del departamento de química y la planta piloto de procesamiento de alimentos. Escuchaba los gritos del árbitro, los reclamos de sus compañeros y regresaba a pasos casi devenidos en zancadas. Una de esas tardes Pedro y Ramón, grandes amigos y también sus críticos más irónicos en el softbol, lo visitaron en la biblioteca.
Entre sonrisas forzadas y ruidos de patas metálicas traseras de las sillas plásticas, Hermes suspiró a punto de decirles que el juego estaba por comenzar. ¿Qué hacían en la biblioteca? Estaban arriesgando perder por forfeit. La voz de Pedro sonó más a bisagras herrumbrosas de edificio abandonado. El silenció de Hermes se mantuvo impenetrable durante la propuesta de Ramón, hasta las observaciones constructivas de Pedro le parecían una de sus tantas bromas respecto a su discapacidad ejecutoria en los deportes. Un postrero intento, una brazada de nadador extenuado le hizo percibir la autenticidad, el desespero de ellos, habían tocado todas las puertas y enfrentaban la posibilidad de perder el juego sin escuchar siquiera la voz de “play ball”. Hermes dijo que iba a tratar lo mejor posible. En el cierre del inning final, con la carrera del empate en tercera y dos outs batearon un flaicito justo sobre las ramas del yaque tras primera base, Hermes persiguió la pelota. Cuando intentó meter el guante se quedó atascado entre las espinas. Sacó la mano del guante y aún con varios raspones colorados en los antebrazos estiró la mano y conseguió atrapar la pelota. Los compañeros se acercaron y cuando Hermes esperaba nuevas bromas del azar jugando a su favor Pedro le dio un apretón de manos y Ramón solo sonreía.
Alfonso L. Tusa C. Mayo 27, 2025 ©
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