sábado, 11 de octubre de 2025

Una esquina del estadio.

El pavimento esta fracturado, el cemento adquirió esa tonalidad anaranjada de las arcillas más recónditas del pleistoceno. Aún así, a pesar de las condiciones de estructura abandonada, de unos muros desgastados, precipitando a pedazos, de la desidia y la indolencia de manchas de orina sublimada por el sol criogénico desde rincones oscuros, de montones de escombros y basura atrincherados, puedes divisar las tardes de otra época, cuando recalabas ahí con tus compañeros de pre adolescencia, por aquellos días había una mata de ponsigué en el ángulo con la avenida Gran Mariscal, el cemento era completamente gris, nada de cortes o fracturas, la superficie era lisa. Ahí sobre ese reverbero de cuarenta grados Celsius armaban su diamante con restos de hojalata, cartones de leche, o periódicos viejos. Había cierto temor de batear, la pelota podía ir a tener al medio de la avenida y adiós beisbol. Igual el pitcher escarbaba sobre el pavimento ardiente y lanzaba la pelota a un costado del portón de acceso al estadio por primera base. Ahora no sabes si esas visiones forman parte de tus fantasías, cuentos de hadas o simples encandilamientos de alguien que aprieta el paso con cuatro bolsas de basura rumbo al contenedor de mitad de la calle transversal, a lo largo de los muros erosionados del estadio. No sabes si discurres en medio de un museo arqueológico al aire libre, un cementerio de infraestructura deportiva, o un monstruo invadido por bienhechuría de vendedores circunstanciales que se aprovecharon de la desidia o la complicidad de las autoridades municipales para construir quioscos en las aceras y estacionamientos de la zona frontal del estadio. Mientras avanzas con las bolsas de basura te obligas a rememorar los tumultos para comprar las entradas de juegos de campeonatos nacionales de beisbol aficionado, o profesional. Escuchas la voz del locutor interno anunciar al primer bateador del juego y apuras los pasos para llegar pronto al contenedor de basura, para luego correr a casa a escarbar periódicos viejos.
Casi siempre llegaban a esa esquina cuando había sido infructuosa la búsqueda de rivales para jugar la caimanera en Cochabamba, el callejón La Paz, o los alrededores del sanatorio detrás del polideportivo. Aún a las cinco de la tarde el sol sacaba chispazos del pavimento, el reflejo de los restos de perolas de leche aplastados encandilaba la mirada del primera base y obligaba al tercera base a bajarse la visera de la gorra mientras se acercaba al home sospechando un toque de pelota. Siempre había discusiones, nadie quería jugar de jardinero en plena avenida Gran Mariscal, los carros pasaban a velocidad respetable. Volteas desde la acera ahora invadida de grietas, asediada de bolsas de basura, mientras saltas sobre ese campo minado volteas y tratas de encontrar los silbidos de Copete desde las cercanías de los tubos de la taquilla donde jugaba segunda base, o las carreras del Chino esquivando un Volkswagen escarabajo mas gris por los manchones de masilla que el anaranjado de fondo, a veces teníamos que ir a respaldar al Chino o a Pedro Jalea cuando el chofer del carro se bajaba en actitud beligerante. Los puñetazos resbalaban en antebrazos y espaldas. Ahora en el ángulo de la esquina está un arbolito a todas luces ornamental, nada que ver con el ponsigué donde nos agachábamos a buscar alguna pelota bateada en esa dirección. Debes forzar la memoria para rediseñar la geografía, remendar la atmósfera de emociones y complicidades para desarrollar tres y hasta siete juegos entre las cuatro y las siete de la noche. Moncho siempre recordaba esa esquina del estadio cuando casi nos resignábamos a no jugar pelota cuando llegaban las cuatro de la tarde. Lo mirábamos profundo, las miradas aprobatorias se viralizaban y de inmediato cada cual tomaba su guante y las zancadas ya eran galope cuando cruzábamos desde el callejón La Paz hacia la izquierda en la esquina de la bomba de gasolina de Chiclana. En la redoma de la escuela República Argentina corríamos el remate más rabioso de ochocientos metros planos. Aterrizábamos por la mata de ponsigué y en dos minutos ya teníamos diamante y el pitcher lanzaba la pelota a un bateador tres metros delante del muro. Luis Alfredo gritaba “time out” desde su posición el el jardín central a mitad de la avenida Gran Mariscal.
Sigues tratando de detallar la multitud de aquella noche de mediados de enero de 1982, ahora en 2025 aquel territorio pareciera completamente ajeno al estadio de inicios de los 1980s cuando los Navegantes del Magallanes jugaron ante Leones del Caracas. Tropiezas tres veces con fragmentos de escombros de bloques de concreto, con residuos de basura orgánica, te cuesta conectar este desastre con aquella noche de expectativa y nervios. Pasaste varios minutos intercalándote entre la muchedumbre, estirando el cuello hacia la taquilla, como acordaste con tus amigos y compañeros estudiantes del IUT, Rosa y Luis, habías llegado a esa esquina desde las cuatro de la tarde y luego de varios tumultos, discusiones y hasta empujones, conseguiste llegar frente a la ventana de la taquilla y compraste tres boleto, los apretaste hasta hundirlos en el fondo del bolsillo izquierdo del pantalón de aquel pantalón azul de mezclilla (algodón crudo-polyester) que empezaba a desgastarse en la pretina. Ahora intentabas buscar la coordenadas donde te paraste, donde te moviste en zigzag aquella noche en medio de la penumbra de las seis y media de la tarde y la agitación de la muchedumbre. El cemento anaranjado, agrietado, apenas da señales casi desconocidas del lugar, esa esquina es apenas un ramal del resto arqueológico en que se ha convertido toda la estructura del estadio. Olores nauseabundos, muros desgarrados, aceras forradas de restos de bolsas plásticas, pertenencias de vagabundos que la han convertido en pasadizos descompuestos. Estiras el cuello y allá está, esa de la blusa aguamarina y el cabello oscuro peinado en trenzas hasta la altura de los hombros, así dijo Rosa que iba a ir vestida. Luego de dos pasos en el apretujamiento escuchaste una voz ronca y dos palmadas en medio de la espalda, cuando casi respondes con recto de derecha al plexo ahí estaba el rostro barbado y los ojos hundidos, Luis sonreía mientras señalabas el lugar cercano a la taquilla.
Seguías con la mirada fija sobre el arbolito del ángulo de esa esquina, allí Chucho Casabe más de una vez fue a meter el guante y sacaba la pelota de entre las ramas del ponsigué con la mano limpia y los brazos raguñados para meter tremendo tiro hacia el muro del fondo y hacer un out espeluznante en el home. Ahora solo puros vapores nauseabundos, intentos intermitentes de hacer ver que se recupera la estructura, con reparaciones superficiales de encalado y pintura, pero ¿y el terreno de juego?, ¿como están los jardines? ¿hay grama? ¿qué hay del cuadro interior? ¿hay montículo de pitchear? ¿al menos queda el fantasma que recuerde que allí subieron a lanzar Bob Gibson y Ramón Monzant? Caminas por la calle lateral, la que avanza paralela a la raya de cal del jardín derecho. Esa entrada de, esa esquina da acceso al jardín derecho del estadio. Avanzas rápido con las bolsa de basura en la mano, quieres llegar al contenedor y dejar allí tu desperdicio y regresar raudo, no sea que los guardianes del lugar se antojen de ti y pidan peaje, como uno de ellos te reclamó hace unos días, que siempre te ayudaba tomando tus bolsas a escasos metros del contenedor y nunca te había pedido nada a cambio. Tus compañeros del IUT te saludan eufóricos en medio de la multitud y tiene que tomarse fuerte de las manos para evitar que el tumulto del acceso los separe con embates de la más furiosa y violenta fuerza centrífuga. Los vapores sulfúricos de aquel tumulto son suave brisa marina frente a los vahos fluorhídricos de cada mañana incandescente con punzadas nostálgicas que complican tus zancadas sobre el pavimento fracturado y erosionado de aquella entrada del estadio. De pronto escuchas un frenazo y la esencia más escandalosa de la goma vulcanizada tiempla tus pupilas y de pronto, con total claridad ves a Luis Alfredo en el más clásico estilo libre de natación sobre el capó de un Cadillac verde oliva 1959. El chofer se baja con las manos empuñadas y todos corren hacia la avenida. El tipo hace ademán de sacar algo del carro, pero tú y tus compañeros se le enciman y termina levantando las manos. Cuando arranca el vehículo grita: “La calle no es lugar de jugar pelota”.
Quieres acercarte a las rejas, al portón de acceso por donde entraste aquella noche de enero de 1982 con Rosa y Luis para ver aquel vibrante juego entre Caracas y Magallanes, aunque este último ya estaba eliminado de la carrera por la clasificación. Aún así fue un juego intenso, disputado, muy competitivo. Tropiezas con las piedras del pavimento desgastado y puedes sentir por fragmentos, por pedazos, el agite del tumulto, las manos fuertemente apretadas en las manos de mis compañeros, la expresión de sus rostros, “no te sueltes…queremos ver el juego juntos…queremos contar las anécdotas completas el lunes antes del examen de serie…decía Rosa”. Varias veces estuvieron a punto de soltarse, solo al terminar de subir las escaleras, en medio de los empujones inmisericordes lograste apretar la muñeca de Rosa con tal seguridad y el antebrazo de Luis con una fuerza de mil toros en estampida. Cuando llegaron al nivel de la tribuna gritaste, que nadie los iba a separar hasta subir las gradas de tercera base. Sigues fijando la mirada sobre el muro del fondo, te acercas hasta casi topar la frente contra la superficie rugosa, erosionada por el salitre y los vahos de inmundicia, tratas de quitar el polvo, de encontrar las manchas de piedra caliza. Allí marcaban los recuadros de los episodios, los innings de sus juegos. A veces discutían la veracidad de las carreras y en medio de la oscuridad muchos de esos juegos terminaban con una discusión que seguía mientras recogían los guantes y empezaban a emprender el camino de regreso a casa. Prefieres quedarte ahí sumergido en ese muro, inmerso en cien mil escafandras de aquellas pelotas rebotando sobre el cemento incandescente. El olor del cuero de los guantes viejos, de las costuras rojas de las pelotas con orificios en el cuero que mostraba las primeras capas de hilo, por momentos es más intenso, más punzante que los vahos dulzones y cargados de azufre de los desperdicios regados en la calle transversal del estadio con la escuela República Argentina. Estás casi seguro que por más que hagan el aspaviento de refaccionar los exteriores de la estructura del estadio, la grama de los jardines sigue siendo un fantasma rebelde al fondo del campo, la arcilla del cuadro interior sigue invadida de hierbajos, verdolagas y cardos. Nada que ver con el esmeralda del engramado y el anaranjado del cuadro interior de aquel juego de enero de 1982 cuando Ernesto Gómez decidió el juego con cuadrangular sobre la cerca del jardín izquierdo para darle la ventaja que Manuel Sarmiento necesitaba para ganar el juego. Mientras las personas bajaban de las gradas Rosa permanecía en silencio, con una mirada más de agradecimiento que la circunstancia de la derrota del Caracas. Luis quería bajar al dugout para felicitar a Ernesto Gómez y preguntarle a Sarmiento como hizo para dominar al propio Antonio Armas.
Alfonso L. Tusa C. 30 marzo 2025. ©

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