Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
martes, 28 de enero de 2025
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Los días previos a la Serie del Caribe de 1970, jugábamos todas las tardes al regresar de la escuela, varias partidas de pelotica de goma en el pedazo de la calle Las Flores de la esquina de Clemente y la casa contigua donde vivían unos cubanos exilados de apellido Balebona o Valebona. Mis hermanos me habían contado que era la primera vez que se iba a disputar la Serie del Caribe en casi diez años, luego de la revolución cubana, los equipos cubiches se retiraron del torneo y todo se paralizó. La expectativa por el torneo es efervescente, jugábamos con tanta intensidad que una pelota pasó sobre la baranda y se internó entre unas matas de uña de danta en el jardín de los Balebona. Aunque traté de escabullirme, todas las miradas confluyeron en mí, tuve que ir a tocar la puerta o de lo contrario no me darían oportunidad de jugar. Me sorprendió el ritmo melancólico de la melodía al otro lado de la puerta, hacía más de un mes que había pasado diciembre. “Tú que estás lejos hoy de tu familia, de tu casa y de tu hogar…”
La voz seca de una señora de mediana estatura estremeció el marco de la puerta desde sus ojos caoba y su cabellera azabache que colgaba hasta debajo de los hombros. “Señor Balebona, lo buscan aquí en la puerta, es un muchacho que se le cayó una pelota en el jardín”. Pensé que estaba frito, que me iban a enseñar el camino de cemento pulido hasta la baranda. El hombre de cabello entrecano tropezó sus pasos por una silla atravesada, cierta elocuencia cubana emergió en una voz juguetona: “Pero bueno Josefa yo solo soy bueno en caminata, no en carrera de obstáculos”. Me miró con facciones ceñudas, casi como un leopardo escruta a su presa. Casi giro y salgo corriendo. “Ya les he dicho que no jueguen frente a mi casa para evitar estos episodios, no me gusta estar buscando pelotas en mi jardín”. Bajé la mirada y enterré mis manos abiertas hasta el fondo de los bolsillos de mi pantalón de caqui. Avancé dos pasos hacia el portón de salida. El hombre abrió la mano derecha y me invitó a buscar la pelota.
Luego de registrar los lugares más escondidos bajo los rosales y los arbustos de hojas coloreadas, reconocí que la pelota se había perdido. Entonces remangándose su guayabera manga larga, el hombre avanzó hacia el centro del jardín y sacó la pelota debajo de unas hojas secas de la mata de mango. Tragué saliva varias veces, sin verlo a la cara intenté preguntar como lo había hecho y solo conseguí carraspear hasta que el señor largó la carcajada. Me explicó que el conocía muy bien su jardín, que había muchas piedras en la zona donde había caído la pelota y además su gato siamés de gradaciones grises y beige, es un insigne perseguidor de pelotas y siempre las escondía alrededor de la mata de mango. Cuando me entregó la pelota, sonrió y recordó sus días de jugador callejero en La Habana, sabía lo que era buscar una pelota en el jardín de una vieja severa, a veces no veía la pelota por el miedo que le inspiraba la señora.
Cuando abría el portón el señor Balebona me dijo que si quería regresara al atardecer para hablar de beisbol y comer un sándwich cubano. Asentí con la barbilla, tuve que correr porque mis compañeros me apremiaban para continuar el juego. Hasta que escuché a mis hermanos hablar de la última vez que la Serie del Caribe se había celebrado en Caracas, tenía mis reservas para acudir a la invitación del sr. Balebona. Ellos querían saber del jonrón de Willie Mays y de la victoria de Emilio Cueche ante el Almendares de Cuba. Me dije que tenía que ir a casa del sr. Balebona, él seguro sabía de esa Serie del Caribe. Casi a regañadientes y también con la desconfianza de que el sr. Balebona pudiera asociarme con los vagabundos que jugaban en la calle y gritaban frases despectivas con su apellido, abrí el portón del jardín y mientras me disponía a tocar la puerta escuché la letra de una rumba: “Cuando vuelva mi comparsa…por La Habana a resonar…”
Cada febrero, cuando la Serie del Caribe está por comenzar hay muchas conexiones, muchos empates de costuras, muchos remaches que superponen el olor de pólvora de un desgraciado cuarto día de ese segundo mes, con los estertores funestos de una revolución que arrastró a todo un conglomerado humano desde Guatemala a Guatepeor. En medio de los errores garrafales cometidos por una clase política que olvidó y traicionó la esencia democrática y estadista de sus predecesores, que desembocaron en la excarcelación del sedicioso de aquel funesto cuatro de febrero y su posterior lanzamiento a la presidencia de la república, se escuchaba el consejo atribulado y desesperado de muchos cubanos que habían hecho su vida en Venezuela luego de huir de la revolución. “No vayan a cometer el mismo error que nosotros. No se dejen deslumbrar por el cuento del hombre de mano dura que viene de abajo. Esos son solo encantadores de serpientes con la mano empuñada en la espalda”.
Desde esta esquina del tiempo puedo entender con nitidez la expresión desencajada y melancólica del sr. Balebona cuando abrió la puerta. Ahora comprendo porque el contraste de su tristeza con el ritmo alegre y contagioso de la rumba. “Es un ritmo tan sabroso...” El prefirió hablar de aquella Serie del Caribe, comentó que Ramón Monzant casi de seguro se confió en que Willie Mays había fallado en más de veinte turnos y le dejó una recta en medio del plato. “Con ese tipo de pelotero no te puedes confiar, están esperando el mínimo detalle para hacerte pagar…” Luego de 24 años es muy evidente el peligro que señalaban todos los cubanos que habían vivido en este país desde comienzo de los años 1960s. Ahora puedo sentir el mismo temblor en los antebrazos, la misma acidez en las escleróticas, ese silencio estridente atrapado entre los dientes rechinando en desgaste de bruxismo. El señor Balebona suspira y camina hacia el extremo del porche frente a la mata de mango.
Aquella pose de brazos en jarra y respiraciones profundas me hace retroceder, casi corro hacia el portón. El señor Balebona remanga más la guayabera hasta mitad de los antebrazos. “Recuerdo muy bien aquel juego de Emilio Cueche ante el Almendares, se fajó como los buenos, se trataba de un pitcher de muchos recursos, sabía como bordar la zona de strike y además bateaba como los buenos. Esa fue la primera vez que un pitcher venezolano le ganaba a un equipo cubano en la Serie del Caribe”. Casi corrió y me alcanzó a escasos metros del pasillo. Señaló la bandeja con los vasos envueltos en servilletas y un platón con cubierta de metal. Josefa le extendió un pan alargado con filetes de cerdo y rodajas de tomate y pepinillos. El señor Balebona sonrió y me invitó a dar el primer mordisco. Nunca había visto un sándwich de ese tamaño. “Desde esos tiempos he querido ir al estadio de La Habana para ver al Almendares, y a mi bodeguita preferida a comerme uno de estos sándwiches”.
Apenas si podía morder el pan, había algo como una barrera metálica entre el ritmo de la canción y el dolor apagado, desgastado, revestido de nostalgia. El señor Balebona quería desplegar uno de esos pasos de baile propios de la rumba, Josefa también parecía paralizada como si flotaran en el espacio sideral. Hablaban frases inconexas donde escuchaba palabras sin sentido para mí aquella tarde de febrero de 1970: Sierra Maestra, Che, Fidel, guerrillas, compañeros, asesinar, bloqueo, expropiación, misiles, crisis, Bahía de Cochinos. Ahora cobraban todo el sentido al mezclarse con la acuarela con tonos de carboncillo del experimento venezolano. Los términos equivalentes venezolanos hacen saborear la amargura con efectos triples. Ahora si comprendo porque nunca empezaron a bailar, ni cuando la rumba registraba las cotas más empinadas del sabor latino. “Que hasta yo, que no sé bailar, me pego en la rumba y me voy detrás….” Ya no quiso seguir hablando del Indio Cueche, ni de Willie Mays.
El día siguiente de la inauguración de la Serie del Caribe de 1970, el señor Balebona se asomó en el portón del jardín. Me asusté, estábamos hablando en voz muy alta comentando el jonrón de Armando Ortiz contra Miguel Cuellar en la victoria del Magallanes versus Ponce. Pensaba que me regañaría porque lo habíamos despertado. Me dijo que había escuchado el juego, cuando dijeron que Cuellar había ganado el premio Cy Young de la Liga Americana, el señor Balebona cerró los ojos y se vio corriendo un atardecer de septiembre junto al mar, templando un papagayo con la mano izquierda, quería disfrutar del juego de pelota pero los fantasmas de su familia sonaban muy fuerte en las papeletas del papagayo. Trataba de ocultar la irregularidad de su voz machucando la rumba: “¡Ay que ritmo…que tambó…pa’ gozá…pa’ arrollá!” A la distancia es inevitable enredarme con vocablos como intentona golpista, museo militar, soldados rasos, tanque de guerra…
Todo pasa como una película sobre otra, como un pedazo de historia que toma vida y quisiera intervenir, meterme en el celuloide para sacarle la gasolina a todos los vehículos de los sediciosos y aquella madrugada se convirtiera en un orfeón de gruñidos y bufidos. Dejar suspendida en las vías férreas de la vida la elucubraciones perversas, paralizar las intenciones abyectas que retrocedieron a Venezuela más de cien años hacia las ideas más retrógradas y mezquinas, propias de los tiranos más sanguinarios. La imagen del señor Balebona masculla voces con olor a azufre: Machurucuto, lucha armada de guerrillas, el tren de El Encanto, reina de carnaval. “No se dejen alcanzar por los violentos. No dejen que la dialéctica del comunismo los arrope. Manden al carajo a todos esos guerrilleros. Díganles que no es lo mismo socialismo que justicia social, ni comunismo que convivencia comunitaria”. Entonces sacó una pelota de Spalding firmada por los peloteros del Almendares que jugaron en la Serie del Caribe de 1955. Luego de apretarle la mano hasta casi desprendérsela de la muñeca y de morder el sándwich cubano, salí corriendo a la calle con la pelota levantada en mi mano derecha.
Alfonso L. Tusa C. 4 de enero de 2023. ©
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