Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
viernes, 28 de febrero de 2025
Visiones.
Justo antes de emprender camino hacia la escuela, por ese pedazo de calle Bolívar aún sin pavimentar, invadido de matorrales, guijarros y hasta lagartijas y algún esporádico ratón silvestre, tenías el impulso de acercarte al solar de asfalto, a un costado los arbustos de treinta centímetros del altura , detrás de primera base dos matojos de tabaquero, tres metros detrás de la perola aplastada de leche Nido que demarcaba la segunda base había una especie de nube de arenilla que se intercalaba con piedras jaspeadas. Visualizabas el espacio, escuchabas los gritos de otros padres llamando a sus hijos para llevarlos a la escuela, habías apurado tu empanada de cazón, casi te ahogas al intentar trasegar el jugo de naranja de un tirón, tenías que ver aquellos pedazos de cartón, restos de hojalata, mezclados con la escogencia de los equipos, las manos se sucedían presurosas a través del mango del bate, había casi una escaramuza, un conato de trifulca al determinarse quien había tocado el extremo del bate.
Llevarte aquel esbozo, aquel boceto, aquel ensayo de diamante rudimentario con lados asimétricos, con bases deformes, arbustos intercalados entre el montículo y el plato, te suministraba la música, la armonía de unos pasos redoblados. El sueño de regresar a jugar pelota allí, la carrera desde la escuela por vencer al atardecer y alcanzar a lanzar al menos diez pelotas. Todos los preparativos de cada noche, luego de compartir con los amigos de la cuadra algunos juegos de 40 matas y guataco, había que conseguir al menos tres pelotas, de goma o conseguir unas metras bolondronas y encontrar el escondite de los rollos de pabilo que mamá guardaba en algún gabinete de la cocina, cada quien aplicaba algunos dos o tres metros de pabilo sin gastarlo para que las madres no se dieran cuenta, y pasaba el proyecto de pelota al siguiente buscador de pabilo. Mirabas como un pájaro carpintero o un búho mientras ajustabas el pabilo. Luego escapabas con pasos sigilosos.
Justo el atardecer antes del sábado acordabas con tus amigos una ronda por los patios de sus casas, revisaban las matas de guayaba más altas, las más frondosas, y escogían los maderos más extensos, sonaba el impacto seco de la peinilla y cortaban unos tres o cuatro ejemplares, secos, duros, silbantes al hacer swing con ellos. Mirabas incrédulo la maestría y artesanía de cada corte sobre la madera blancuzca, de cada cincelazo con la punta de un cuchillo hiper afilado, hasta delinear y esculpir con precisión de máquina industrial el redondel del final del mango a estilo del mejo acabado de un bate Adirondack, o Louisville. Aquella noche de viernes casi no dormía, por una parte adelantando y terminando todas las tareas escolares de fin de semana, por otra, guardando en tu gaveta del escaparate los rollos de cinta plástica, la gorra desgastada de visera doblada, tu franela preferida para jugar pelota aunque tuviera un hueco en la parte inferior que siempre cubrías metiéndola en el pantalón.
Alfonso L. Tusa C. 28 febrero 2025. ©
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