Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
miércoles, 12 de marzo de 2025
Fogonazo en el plexo solar.
Allí estaban otra vez Josué y Jacinto, los obreros pasaban los haraganes inmensos de madera, esparciendo los granos entre verdosos y anaranjados sobre la superficie agrietada de cemento fermentado de tantas manchas, de tantos años de secado y descascaro de café. Siempre iban a aquella hacienda en las afueras de Cumanacoa a jugar pelota los sábados, se levantaban a las seis de la mañana y pasaban por las casas de sus amigos, donde los padres de estos les reclamaban si no tenían familia o deberes escolares o familiares que atender. Luego de esperar varios minutos, el desayuno galvanizaba en gritos de aprobación, en acuerdos destemplados de regresar antes de las dos de la tarde. Así iban armando los dos equipos. Esta vez el encargado del café tenía un semblante hosco, su voz reverberaba. Silvestre empezó a preguntar cuando desocuparían la trilla. El hombre lejos de contestar, parecía mudo, sus mejillas tornasoleaban de rosado, a carmesí y por último a púrpura permanganato.
Lucanor negociaba el café de su hacienda con Protágoras el padre de Silvestre, siempre llevaba unas tres toneladas de café natural, con muchos granos rojos y unos cuantos verdes en una camioneta que subía al centro de la trilla a través del portón del fondo, lo que Josué y Jacinto llamaban el jardín central. A veces debían esperar dos horas, a veces tres, pero este sábado ya tenían casi cinco horas apostados a la cerca de alambre metálico detrás de lo que para ello era el jardín izquierdo de su rombo de beisbol. Jacinto había excavado una hondonada desde la trilla hasta el inicio de cañaveral de tanto caminar de aquí para allá y Josué silbaba cada vez más agudo, tanto que hasta los gavilanes y pericos huían hacia azules más lejanos en el cielo. Silvestre llamó a sus amigos cuando notó que los obreros empezaron a recoger el café. Lucanor murmuraba entre dientes que todavía no podían empezar a jugar pelota. Antes de recoger el café debían cepillarlo varias veces para orearlo.
En cuanto se despejó la mitad de la trilla Josué se ubicó en el extremo donde ubicaban el home y se llevó el bate al hombro. Jacinto se acercó a unos cinco metros y sacó la pelota recubierta de cinta adhesiva azul eléctrico. En cuanto hizo el primer lanzamiento Lucanor carraspeó y le dio un puñetazo al saco de mecatillo. Silvestre apenas tuvo ocasión de avanzar con zancadas extendidas por la baranda derecha, la que daba hacia un montecillo de borra, de cáscaras de café que habían formado unos médanos cargados de verdolagas y arbustos urticantes. Quería evitar que Josué bateara la pelota a esos médanos que dificultaban la búsqueda porque engullían la esférica hasta desaparecerla. Esta vez el impacto fue seco, el sonido rebotó en las paredes de bahareque posteriores a la tercera base, donde estaba estacionada la camioneta en reversa. Lucanor doblaba el torso desnudo sobre el sacó que carga con paletadas de café a medio secar. Apenas tuvo ocasión de percibir el zumbido de un objeto próximo.
La pelota pasó a escasos dos centímetros del guante estirado de Jacinto, casi se va de bruces sobre el cemento agrietado. Silvestre quería volar desde la baranda pero la trayectoria de la pelota había tomado intensidad de avispón verde, potencia de cañón, los fragmentos emergentes de cinta adhesiva conferían un efecto de motor fórmula uno a la pelota. Josué amagó con lanzar el bate, su mirada desperdigada en un rostro cargado de puntos pálidos, parecía una inmensa red incapaz de alcanzar la pelota. Antes que Lucanor pudiese reaccionar el proyectil se incrustó casi en el centro del pecho, al costado izquierdo del esternón. Lejos de mostrar algún asomo de dolor, o de prestarle atención a la mancha colorada que se dibujó cual círculo ígneo bajo los vellos pectorales, Lucanor tomó la pelota y al más vivo estilo de Sandy Koufax envió una recta hirviente que se incrustó en la pared de bahareque, desprendiendo varios fragmentos de lodos, varios lamentos de los obreros, varias zancadas de Silvestre.
La voz del muchacho sonaba pastosa, atropellada en adjetivos, recargada de miedo. Quería disculparse y todo lo que salía eran justificativos vacíos. Lucanor amenazó con hablar de inmediato con Protágoras. Esa trilla era para secar café y maíz, cualquier otra actividad era secundaria. La voz sonaba filosa, capaz de cortar muchos cabellos a ras de piel. Silvestre no sabía como calmar el temblor en las manos, la metió hasta el fondo de los bolsillos traseros del pantalón. Igual seguía mirando fijo a los ojos de Lucanor, tardaba segundos en contestar, insistía que solo querían jugar, que apenas tenían los sábados para hacerlo. Lucanor llenaba los sacos con café semi seco y los lanzaba con tal furia a la camioneta que el metal sonaba como un chubasco rabioso a plenas tres de la tarde. Josué y Jacinto se cansaron de gesticular para que Silvestre dejara eso así, que no discutiera más. Querían seguir teniendo oportunidades de regresar a jugar pelota, a armar su diamante de pedazos de cartón sobre aquel cemento desgastado.
Alfonso L. Tusa C. 28 enero 2025. ©
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