sábado, 19 de abril de 2025

Deambular entre tiempos

Disecar una ciudad, tener presente como eran sus calles y contrastar sobre la marcha en medio de un sol más candente que el de aquellos días de niñez o adolescencia, resulta una experiencia impactante, desafiante, sientes que el impulso, el carburador de la máquina del tiempo sopla intenso, muchos vapores de un monóxido que tiempla muchas imágenes, mucha naftalina sobre los restos casi fosilizados, casi arqueológicos de la calle Comercio, del callejón El Alacrán, de la calle Ayacucho. Forcejeas entre 1968 y 2024, entre los Milagrosos Mets de 1969 y la rivalidad Caracas-Magallanes, entre las aceras altas que te llegaban a la frente y los restos de cemento fracturado cargados de hojas secas y restos de agujas de madera desprendidas de las puertas. Te asomas en la esquina del cruce entre la calle Ayacucho y Boyacá y te ves corriendo luego de asestar un puñetazo a la pelota de goma para chocar de frente contra la señora de la casa, haber decidido que la primera base sería el escalón de entrada de aquella casa te costó permanecer en tu habitación confinado por tres días. El atardecer guardaba todas las tonalidades de azules y bermejas en el cielo de otros tiempos, pero la calle Comercio solo mostraba puertas cerradas y muchos arbustos agrestes emergiendo de lo que hace más de cuarenta años se conocía como el bar Madrid. A mitad de cuadra te cansaste de adivinar, elucubrar donde era que estaba el local de implementos musicales donde habías visto la guitarra Yamaha que admiraste a través de un vidrio inmenso que enmarcaba un aparador tan grande como un jardín; ahora solo había ventas de oro de paredes descascaradas y tipos ociosos sentados en la acera. Esa atmósfera reseca, calcinante, asfixiante de los mediodías cumaneses se extiende hasta incendiar las remembranzas más acentuadas, hasta abstraerlas sobre ese lienzo de de concreción, de conexión de los residuos remanentes de un pasado quebradizo y una actualidad cargada de barnices aferrados a una piel marcada de cicatrices más hondas que los remanentes de un gentilicio casi fantasma.
Avanzar hacia esa particular calle de una cuadra que siempre definió el espíritu elocuente de una Cumaná única en sus costumbres, profunda en sus humorismos, punzantes sus ideas sorprendentes de espontaneidad desprendida hasta multiplicar las sonrisas. Ahora tenías que forzar la memoria, hasta dudar si inventabas o rescatabas imágenes verídicas. El silencio soplaba espeso hacia el cruce con la calle Sucre, una penumbra de camposanto remarcaba los reflejos de los techos hacia el azul aún intacto, aún desafiante de la realidad, aún un túnel de conexión con aquellos años 1960s, aquellos ajetreados años 1970s, con muchos peatones, acelerados pero respetuosos, si alguno tropezaba con quien iba delante, se disculpaba cordial y hasta le ofrecía compartir un pan dulce en la panadería de la esquina que tu abuelo decía era de los Cordero, algo debía saber porque todas las tardes iba allá para comprar un torta borracha con un toque de licor que nunca más he probado. Tienes miedo de llegar al extremo que conecta con la calle Sucre, no quieres ver que ocurrió con tu heladería favorita Mipamel, donde conociste el helado de Florida, de un color rosado pantera rosa que muchos años después descubriste por experimentos propios en la cocina que era una mezcla de patilla o sandía con leche y una pizca de nuez moscada casi imperceptible. El silbido del viento se agudiza en la esquina de aquel relieve de cemento pintado de un amarillo tenue de con las carabelas de Cristóbal Colon, ahora el cemento está desgastado la pintura se fosilizó de tal manera que parece parte del cemento. Entonces los salientes del relieve parecían salir del paredón con la brisa de las seis de la tarde y de pronto se sentía el ruido de las velas con muchos olores a yodo y cobalto sobre el piélago de la calle Sucre cubierta de los ecos de una transmisión radial, las diez canciones favoritas del día que conferían a Radio Cumaná el título de “La Novia Azul del Caribe”.
Quieres regresar, devolverte, evitar caer en las redes del pasado, la cuadra de la calle Comercio flota como un fantasma herido, todos los locales son solo piezas arqueológicas que entierran la daga de aquel museo emocional de tantas caminatas aceleradas en busca del mandado de abuela, de muchos paseos de manos sostenidas con muchachas que sonreían ante tus ocurrencias, de muchas poesías fugaces que tragabas en cada uno de tus sueños despiertos. Aunque fuerzas la visión y pisas la acera de cemento pulido de otros tiempos, el silencio, la atmósfera de soledad atenaza el desierto de la actualidad. Intentas desviar el camino y tomas un desvío hacia el callejón El Alacrán, sientes una picada mil veces más tóxica que las del arácnido, te duele notar como montones de basura pululan sobre la senda de adoquines cada veinte treinta metros, hay puerta de casas oxidadas, soldadas por el fantasma del tiempo. Tienes que forcejear duro para escapar en una carrera rauda y acelerada. Casi te tuerces el tobillo al saltar desde la acera hasta el pavimento en la esquina del relieve de las carabelas, ese era un movimiento que ejecutabas sin mayores impedimentos cuando corrías desde la calle Ayacucho con tres lochas para comprar una barquilla de Florida. Cincuenta años atrás flotabas en ese cruce, tus zancadas cruzaban la puerta inmensa de cristal que daba acceso al espacio inmenso y sereno de aquella heladería Mipamel que te hacía sentir en un acuario como el pez más alegre del océano. Ahora solo pestañeabas, mirabas hacia atrás, te sobabas el cartílago del tobillo, te preguntabas que tipo de cataclismo había desaparecida la heladería. Te acercaste quizás en la acera quedaban los últimos vestigios, restos de chapas de kolita Sifón entremetidos en el concreto de lo que fue la entrada, aquella puerta inmensa con un felpudo de cerdas tan altas que parecían un safari en la selva antes de llegar al mostrador de sillas altas de madera, la brisa soplaba sobre la esquina, mientras estirabas el cuello.
Querías ver si dos o tres casas más allá todavía estaba Radio Cumaná, tus sospechas rodaron porque no escuchaste la programación que inundaba la calle desde cornetas adosadas a la pared. Ahora solo había silencio y paredes con manchones de arena mezclada con cemento y humedad. Mientras forcejeabas para abrir el portón y caminar en los pasillos donde había taquillas, ahora solo eran paredes oscuras donde se veías los espacios tapiados por donde iba a pedir que difundieran: “The Little Green Bag”, “I’ve been hurt” o la versión en castellano de Las Cuatro Monedas: “He Sido Herido”. Te esforzabas por recordar el ritmo de las canciones y también habías olvidado el estilo de silbar. En cuanto lograste enhebrar la posición de los labios y la lengua empezaste a silbar a todo volumen. Buscabas desplazar todo aquel polvo acumulado en capas. Hasta estornudar con las arenas de argamasa y bahareque mezcladas a los costados de la entrada de aquella emisora radiofónica. Siempre te llamó la atención que Radio Sucre tuviera sus oficinas en la calle Bolívar y Radio Cumaná en la calle Sucre. Ahora, al tratar de saltar la cerca, el paredón que separaba a la antigua “Novia Azul del Caribe” de tus ansias de volver a tocar aquellas paredes e imaginar la taquilla donde hablabas con el locutor de turno que hacia la caravana de éxitos musicales a las seis de la tarde, escuchas una canción que paraliza todos tus registros sentimentales, todos tus sudores atemporales, todos tus pasos en zigzag, todas las sonrisas de la mujeres que te impactaron. “Oh…my love…my Darling..” Esa melodía desencadenada ahora te hace temblar más que todas las veces que intentaste recitarla de memoria a las muchachas que te gustaban, ellas terminaban riendo y terminabas con la mirada perdida en los pasos presurosos convertidos en zancadas de vergüenza magnificada que te arrastraba a rincones oscuros. Mientras buscas las palabras que te faltaron, tropiezas dos tres veces contra el paredón y vuelves a sentir todos los bemoles de una poesía impronunciable que te animaba con una potencia que necesitabas justo cuando intentabas cantarle a tu musa, terminabas acumulando toda esa poesía y cuando entrabas a tu cuarto la había olvidado. Caminas mareado tienes parte de aquella poesía en la visión difusa del atardecer. Las penumbras dibujan el perfil de la esquina frente a la iglesia de Santa Inés, quieres apretar el paso pero lo aminoras, sabes que ya no está ahí la farmacia Profesional. Las imágenes de Mipamel y el paredón de relieve ocupan parte esencial en este lienzo de la calle Comercio y las cuadras finales de la calle Sucre, tienen mucha adrenalina y matices brillantes que se mezclan con la tela hasta reaccionar y formar un color que incluye la naturaleza del algodón templado, tal vez jaspeado de humedad y algo de finísimas partículas de arcilla o arena.
Atisbas las sombras del campanario recortarse en la esquina del hotel Astoria, donde fuiste muchas veces a comprar pizza de lurias y guacucos y papelón con limón, no te importaban las burlas de los pizzeros por no comprar cerveza, en aquellos mediodías de colaboraciones y estudios junto a tus compañeros de Química Aplicada del IUT, venías casi triplicando las zancadas en un huracán que te remolcaba desde el pizarrón y las discusiones de la calle Urica de San Francisco; ahora puedes percibir todo el escozor de aquellas zancadas en el contraste de penumbras y rasguños de sol que se neutralizan sobre los adoquines y miras a contraluz, girando el rostro sobre el hombro izquierdo hacia la esquina, solo que ahora te duele no ver la farmacia, sus enormes puertas abiertas y el olor a alcanfor y ácido salicílico disperso hasta la caña brava del techo. Cuando salías embalado aquellos mediodías sabatinos con cinco pizzas rumbo a la calle Urica la visión de la farmacia Profesional estallaba en tus mejillas. Avanzas diez metros, tal vez treinta a sesenta hacia el callejón El Alacrán, los residuos de luz difuminada del ocaso retuercen el ángulo que preferías de la farmacia las tardes dominicales cuando ibas con tu papá a comprar la pizza capresa que luego disfrutaban caminando frente al vapor Cariaco en la avenida Perimetral. En ese momento no sabes si estás ahí o en los dominios de aquellos días de 1969, cuando a la distancia podía escucharse el eco de la transmisión radiofónica o televisiva de la Serie Mundial de 1969, Tom Seaver, Gil Hodges, Cleon James o Ron Swoboda ahí saltando, hirviendo, modificando el rostro de las probabilidades. Desde ese ángulo de penumbra creciente, pizza capresa y voces de Delio Amado León y Carlos Tovar Bracho puedes ver mejor el mostrador de la farmacia Profesional. Ahí la electricidad de los Milagrosos Mets se fundía sobre la ebullición de los Eternos Rivales.
Si, aquella Serie Mundial se jugó en las tardes, entonces te llegabas desesperado, impaciente a la esquina de la farmacia Profesional, hasta casi impactar el vidrio del mostrador, solo el olor a medicinas mezclado con el yodo que soplaba desde el mar, te calmaba de pronto y por escasos segundos intercalabas palabras precisas y nítidas, el dependiente por momentos se acercaba al radio transistor que tenía en una repisa del armario de medicinas, la voz de Buck Canel centelleaba en aquella estancia solemne: “No se vayan que esto se pone bueno…” , tu voz cortante lo sacaba del radio, lo templaba hacia el frasco de boca amplia de donde sacaba una pelota de goma casi del tamaño de las de “spalding”. Casi arrancabas la pelota de la mano del dependiente y corrías más que todos los rayos juntos. Jugaban partidas encarnizadas en el callejón La Paz, el juego de los Mets y Baltimore resonaba desde los paredones, puerta y también de los carros que pasaban. Luego de los extrainnings más prolongados regresabas a tu casa y al atardecer salías presuroso con el mandato de tu abuela, avanzabas a zancadas marcando el galope. Llegabas a la arepera “19 de abril” y allí resonaba junto a las peticiones de “cazón, queso amarillo, sardina, chorizo…”, la voz contenida y solemne de Delio Amado León que dibujaba todos los matices, desde un radio de tubos que arengaba desde una repisa a tres metros de altura, todos los contrastes de aquel juego Caracas-Magallanes tan disputado como el que habían ganado los Milagrosos Mets en la tarde. Por momentos flotabas hacia las imágenes más atrayentes de la narración, hasta que el vendedor detrás del mostrador te gritaba: “¿Vas a comprar o te vas a meter en el radio?
Alfonso L. Tusa C. 17 febrero 2025. ©

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