martes, 9 de septiembre de 2025

¿Qué es un juego perfecto?

Las palabras se congelaban en la garganta, tu papá preguntaba por el pollo (casi gallo) que te había regalado su amigo hacendado. Apenas murmuraste que había saltado de tus manos. Sin aguardar la mirada punzante, ni la reprimenda, prometiste a tu padre que lo atraparías. Apenas si divisaste la cresta roja del pollo mimetizándose entre las hojas secas de cambur y algunos arbustos de tabaquero. Mientras acelerabas imaginabas fragmentos del juego perfecto de Sandy Koufax el 9 de septiembre de 1965, ¿como se las ingenió para escapar de cada uno de los parpadeos de control o sus ataques de nerviosismo? Sabías que disponías de muy poco tiempo, tu papá vociferaba que lo olvidaras que solo unos movimientos perfectos te permitirían atrapar al pollo. Sentías la misma incertidumbre de Harvey Haddix luego de lanzar doce innings perfectos y todavía el juego seguía 0-0. Cada pisada sobre las hojas secas en la carrera sobre el pollo fugitivo te trasladaba a la tensión y el escalofría de Graciliano Parra que si bien no tenía un juego perfecto, mantenía un juego sin imparables ni carreras ante aquellos temibles Tiburones de La Guaira aquel 15 de octubre de 1965. Siempre habías repreguntado a tus hermanos porque un juego perfecto es distinto de un juego sin imparables ni carreras. No entendías. Tus hermanos asentían, si en ambos juegos el pitcher mantiene sin imparables ni anotaciones a los rivales. Pero un juego perfecto es otra cosa. La mínima hoja seca que chasqueaba hacia volar al pollo, cada vez que te resbalabas en la tierra mojada el pollo recuperaba la ventaja que habías recortado. Sentías que tenías que buscar los lugares más seguros en medio de un camino lleno de charcas y piedras resbalosas. Una afrenta bastante exigente, casi al nivel de la joya de pitcheo de Armando Bastardo en septiembre de 1971 como lanzador del MOP-Zona 10. Hasta ese momento solo otro pitcher había lanzado un juego perfecto en la máxima categoría del beisbol amateur venezolano. Tratabas de alargar tus zancadas y solo conseguía tambalearte y casi revolcarte al pie de las matas de cambur. Tenías que hacer algo y rápido, el pollo casi se desaparecía en la vegetación.
Catorce ponches en un juego, mientras nadie te llega a primera base y aún así el juego sigue cerrado, muy disputado. Koufax persiste en apretar la visera de su gorra, en caminar varios semicírculos detrás del montículo, en estrujar muchas veces la bolsa de la pezrubia, en rebuscar la seña más conveniente. A veces avanza medio camino hacia el plato e intercambia algunos epítetos indescifrables con su cátcher Jeff Torborg. Voltea hacia el jardín central y pareciera querer salir corriendo en busca de un lugar lejano, tranquilo, cargado de penumbras del atardecer. La voz de Wes Parker lo trae de vuelta al montículo, el primera base regresa luego adelantar varios pasos hacia el centro del diamante. En medio de la sinfonía de las cigarras y el murmullo de un manantial te parece ver la cresta y hasta escuchas el sonido característico de las aves de corral. Quieres soltar todas las zancadas, solo terminas avanzando de puntillas y logras ubicarte a escasos dos metros detrás del pescuezo estirado del pollo tras un tallo de cambur. Por más obstinado y decidido que parecías cuando saliste a capturar al pollo fugitivo, sabías que disponías de pocos, muy pocos minutos para alcanzarlo y atraparlo. Tu padre había arrancado el motor del Buick LeSabre y cada dos minutos lo aceleraba. Sentías tal vez la misma mezcla de obstinación y determinación de Harvey Haddix cuando completó el duodécimo inning lanzando juego perfecto. Él sabía que podía mantener esa magia, pero también estaba consciente de que podías perderlo en un instante. Si alguien has querido conocer o entrevistar en tu larga lista de reportero beisbolero frustrado es al “conejo” Harvey Haddix, como se entendió con su cátcher en aquellos doce episodios, que tan duro lanzaba cuando la cuenta llegaba a dos strikes, que sintió cuando le batearon el imparable. Cada vez que trastabillabas o casi perdías el equilibrio cuando estabas por alcanzar al pollo, también recordabas aquel inmenso duelo de pitcheo de dieciseis innings entre Warren Spahn y un joven Juan Marichal.
Varias veces el manager Alvin Dark intentó sacar a Marichal del juego, solo que el coraje, la determinación, la vehemencia del dominicano reverberaban en sus facciones y en la manera como apretaba la pelota en su mano derecha. Varias veces tropezaste, resbalaste, tus talones deslizaron sobre la arcilla húmeda de los pasadizos entre arbustos de gamelote y matas de cambur, y aún en el vértigo, en la incertidumbre de una inminente caída aceleraba y flotabas sin dejar que la dinámica del deslizamiento terminara de concretarse. Entonces era cuando avanzabas, corrías con más determinación, aunque habías perdido por instantes el rastro del pollo. Habías desarrollado un oído ultra sensitivo que sorprendía tus zancadas y redirigía tu mirada justo hasta el lugar donde la cola del pollo desaparecía tras unos matorrales. Regresabas a Graciliano Parra Paralizado de vuelta al dugout luego de completar la apertura del noveno inning ante La Guaira sin haber permitido imparables ni carreras. Aquella adrenalina, aquel escalofrío que fluía desde las tribunas del estadio de la UCV era la misma que sentías ahora resbalar desde la nuca y la frente en forma de perlas inmensas de sudor. Ahí tenías al pollo, desde un ángulo que lo dejaba evidente sin que el ave se percatase. Graciliano ignoraba si de verdad estaba allí o solo lo imaginaba, si aquello no era otro de sus sueños recurrentes de las tres de la madrugada. Tenías que avanzar, apretar el paso, como Koufax se fajó con todo lo que le quedaba en el brazo ante el bateador emergente Harvey Kuenn, recta y recta; coraje y determinación. En la zancada final, aun sin aterrizar en la tierra mojada, estiraste la punta de los dedos y un estruendo de piedras y cacareos subió de volumen cuando patinaste unos tres metros con el cuello del pollo agitándose en tu puño.
Alfonso L. Tusa C. Junio 08, 2025. ©

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