sábado, 4 de octubre de 2025

Esperar Hasta el Próximo Año (Wait Till Next Year).

Doris Kearns Goodwin.
Hay dos razones fundamentales para ir al estadio. Una es observar el juego. La otra es verlo. Hay una diferencia. No puedes ilustrarla sin una hoja de anotación. Si el beisbol teje un entramado profuso __y lo hace__ llevar la anotación puede liberarnos. Una hoja e anotación completa trae orden en el caos. Eso decodifica los misterios, predice lo inevitable, reduce las posibilidades y revela el plano invisible como el día. La crisis y sus resoluciones empiezan a hacerse aparentes. Donde quiera que estemos sentados, el juego está en nuestro regazo. La historiadora Doris Kearns Goodwin aprendió esa lección de niña, mientras crecía en Long Island, y ella relata eso en este extracto de su memoria Wait Till Next Year. Saber como anotar un juego de beisbol se convertiría en una ventaja cuando llegase el momento de encontrarle sentido a LBJ, Franklin y Eleanor Roosevelt y los clanes Kennedy y Fitzgerald enteros.
Cuando mi padre llegaba a casa desde la ciudad, cambiaba su traje de tres piezas por un pantalón largo y una camisa deportiva de mangas cortas, y bajaba para tomar el ritual coctel Manhattan con mi madre. Luego mis padres me buscaban en el lugar donde jugaba en la calle y me indicaban que era hora de cenar. Durante la cena debía contenerme para no hablarle a papá del juego del día, a la espera del momento especial cuando nos sentábamos en el sofá y yo tenía mi cuaderno de anotación en mi regazo. “Bien, ¿pasó algo interesante hoy?”, empezaba él. Y antes de que la pregunta diaria se completase, me lanzaba a la narrativa de cada jugada, y casi cada pitcheo, del juego de esa tarde. Nunca me cruzó por la mente si, al final de un día de trabajo, el podría encontrar mi prolongado recuento al menos algo tedioso. Solo había maestría, así como placer en nuestro ritual nocturno. A través de mi conocimiento, conseguía la atención completa de mi padre, la señal de su amor. Eso me inculcaba una conciencia temprana del poder de la narrativa, lo cual iniciaría toda una vida de contar historias, motivada por la confianza de que otros me encontraban tan entretenida como lo hacía mi padre. Michael Francis Aloysius Kearns, mi padre, era un hombre bajito que parecía más grande debido a su estilo erguido de pararse, al pecho amplio y el cuello grueso. Tenía una ruda complexión irlandesa, y sus ojos verdes relumbraban con humor y vitalidad. Cuando sonreía todo su rostro se transformaba, radiaba entusiasmo y amistad. Me llamaba “Bubbles”, un nombre de mascota que había escogido, me dijo, porque yo parecía disfrutar muchas cosas. Ansiosa por confirmar su descripción, me resistía a dejar que mi entusiasmo se desvaneciese, hasta cuando me cansaba o molestaba. Por eso la excitación por las cosas se volvió un hábito, una parte de mi personalidad, y la expectativa de que debía disfrutar las nuevas experiencias que a menudo implicaban diversión por sí mismas. Esos recuentos nocturnos de los juegos de los Dodgers me facilitaron mis primeras lecciones en el arte de la narrativa. Desde el cuaderno de anotación, con sus pequeños cuadritos de símbolos ordenadamente arreglados, yo podía desplegar el cuento de un juego completo y contar una historia que parecía durar por tanto tiempo como el propio juego. Por último, era incapaz de resistir la tentación de adelantar hasta llegar a una jugada importante en los innings finales. A veces estaba tan emocionada con la victoria de los Dodgers que vomitaba el marcador final antes de haber empezado. Pero a medida que gané más experiencia en mi narrativa, aprendí a construir una historia dramática con comienzo, cuerpo y final. Lentamente entendía que si podía recontar la historia un bateador a la vez, inning tras inning, sin divulgar el resultado, podría mantener el suspenso y el interés de mi padre hasta el último pitcheo. A veces yo pretendía ser el gran Red Barber haciendo mi voz más aguda cuando reportaba un jonrón, o bajándola hasta el susurro cuando la acción se hacía tensa, inyectaba datos sobre los peloteros en mis reportes. En los momentos críticos, saltaba del sofá para ilustrar una pelota que había salido de foul en el último instante, o un elevado que cayó y fue anotado como error.
“¿Cuántos imparables bateó Roy Campanella?”, preguntaba mi papá. Desplazando mi dedo a través de la línea horizontal que representaba los turnos al bate de Campanella ese día, yo contaba. ”Uno, dos, tres”. “Tres imparables, un sencillo, un doble, y otro sencillo”. “¿Cuántos ponches recetó Don Newcombe?” Eso era fácil. Yo contaba las Ks. “Uno, dos…ocho. Repartió ocho ponches”. Luego me hacía preguntas más sutiles sobre diversas jugadas, si un ponche era cantado o tirándole, si el dobleplay fue a través del abanico, si el sencillo que ganó el juego fue bateado a la izquierda o la derecha. Si yo había anotado cuidadosamente, usando el preciso sistema que él me había enseñado, sabría las respuestas. Mi padre señalaba hacia el segundo inning, donde Jackie Robinson había bateado un sencillo y luego robó segunda base. Había emoción en su voz. “Ves, todo está aquí. Mientras Robinson danzaba alrededor de la segunda base, desenfocó tanto al pitcher que los dos próximos bateadores recibieron boletos para llenar las bases. Ese es el impacto que causa Robinson, juego tras juego. ¿No es él algo a tomar en cuenta? Su sonrisa en esos momentos me inspiraba a tomar mi responsabilidad en serio. A veces, una jugada particular disparaba en mi padre una memoria de una situación similar en un juego cuando él era joven, y me contaba historias de los Dodgers cuando él era un niño de Brooklyn. Sus cuentos vívidos mostraban héroes extraños como Casey Stengel, Zack Wheat y Jimmy Johnston. Aunque al principio fue difícil imaginar que el Casey Stengel que conocí, el manager de los Yankees, con su colorido lenguaje, y sus modales graciosos, era el mismo hombre que como jardinero de los Dodgers bateó un jonrón dentro del parque en el primer juego escenificado en Ebbets Field, la destreza de mi padre para conectar el pasado y el presente me hacia sentir que vivía en distintas zonas cronológicas a la vez. Si cerraba los ojos, imaginaba que estaba en Ebbets Field en los 1920s para aquel celebrado juego cuando el jardinero derecho de los Dodgers, Babe Herman, bateó un doble con las bases llenas, y luego de varias marfiladas en el corrido de las bases, tres Dodgers terminaron en tercera base a la vez. Y estaba sentada al lado de mi padre, cinco años antes de nacer, cuando fueron encendidas las luces por primera vez en Ebbets Field, la multitud jadeaba y luego celebraba como si la noche veraniega se hubiese convertido en día luminoso. Cuando había terminado de describir el juego, era hora de ir a la cama, a menos que pudiese convencer a mi padre para recalcular el promedio de bateo de cada pelotero, reconfigurando las estadísticas de acuerdo a los acontecimientos del juego de ese día. Si Reese se fue de 5-3 y había empezado el día en .303, mi padre me mostraba, al sumar y multiplicar los números en su cabeza, que su promedio subiría hasta .305. Si Snider bateaba de 4-0 y empezaba el día en .301, entonces su promedio bajaría cuatro puntos por debajo de .300. Si Carl Erskine había permitido tres carreras en siete innings, entonces mi padre multiplicaba tres por nueve, dividía por el número de innings pitcheados y mágicamente me decía si la efectividad de Erskine había mejorado o empeorado. Fue esa facilidad con los números lo que hizo posible que mi padre aprobara la prueba de servicio civil y se convirtiese en examinador bancario a pesar de abandonar la escuela después del octavo grado. Y ese trabajo le llevó desde una vivienda de Brooklyn hasta una casa con jardín en Southard Avenue en Rockville Centre.
Todo ese verano, mi padre me ocultó que la información de los box scores aparecía en los periódicos todos los días. Nunca mencionó que esas historias abreviadas habían sido factor importante en las páginas deportivas desde el siglo diecinueve y generalmente era lo primero que él y sus amigos que iban al trabajo revisaban cuando abrían el Daily News y el Herald Tribune en las mañanas. Yo creía que si no le reseñaba los juegos que se había perdido, mi padre nunca habría sido capaz de seguir a nuestros Dodgers de la manera apropiada, día a día, jugada a jugada, inning tras inning. En otras palabras, sin mí, su amor por el beisbol sería siempre incompleto. Tuve la fortuna de enamórame del beisbol al inicio de una época de pura delicia para los aficionados de Nueva York. En cada una de las nueve temporadas desde 1949 hasta 1957 __lo cual abarcó la mayor parte de mi niñez__veríamos a uno de los tres equipos de Nueva York (Dodgers, Yankees, Gigantes), competir en la Serie Mundial. En esa era dorada los Yankees ganaron cinco Series Mundiales seguidas, los Gigantes ganaron dos banderines y un campeonato y cinco banderines, mientras perdían dos banderines más en el último inning del último juego de la temporada. En aquellos años antes que los peloteros fuesen agentes libres, las alineaciones regulares permanecían intactas por años. Los aficionados le entregaban su lealtad a un equipo, sabiendo que los peloteros que valoraban se mantendrían en las mismas posiciones, y año tras años exhibirían las mismas habilidades y hábitos irritantes. Y que alineación histórica tenían mis Dodgers en las temporadas de posguerra: Roy Campanella detrás del plato, Gil Hodges en primera base, Jackie Robinson en segunda base, Pee Wee Reese en el campocorto, Billy Cox en tercera base, Gene Hermanski en la pradera izquierda, Duke Snider en el jardín central, y Carl Furillo en el bosque derecho. La mitad de esa alineación __Reese, Robinson, Campanella y Snider__sería eventualmente elegida al Salón de la Fama; Gil Hodges y Carl Furillo habrían sido ingresados en Cooperstown si hubiesen jugado en otra década o en otro equipo. Nunca habría una mejor época para ser seguidor de los Dodgers.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. Mayo 15, 2025.

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