Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
domingo, 9 de noviembre de 2025
Tertulia con Henry Martínez.
Este muchacho, ahora en la frontera entre los cuarenta y los cincuenta, siempre hacía respirar profundo a sus compañeros de estudios, juegos y travesuras. Cuando ellos tenían inclinaciones por la salsa de Willie Colón, Héctor Lavoe y Rubén Blades, por el rock de los Beatles, Rod Stewart, los Beach Boys o los Bee Gees, por el jazz de Louis Amrstrong, John Coltrane, Aretha Franklin o Ella Fitzgerald, este muchacho Hermes mostraba una devoción, un conocimiento, una pasión casi intratables con la música típica venezolana, si esa que parece para muchos subterránea e invisible. Hablaba con tal precisión de Simón Díaz o Aldemaro Romero que parecía haber sido su discípulo. Sin embargo había un punto donde la tertulia tomaba matices de épica y los amigos dejaban de chancear para recostarse de la pared y casi agonizar al escuchar la disertación, la partitura, el sigilo de Hermes al hablar de un señor que además de ser médico, tenía tiempo para componer canciones, poesía, vivencias naturales. Tal vez para molestar, los amigos repetían en coros y armonías sincopadas “Estarás hablando por casualidad de un tal Henry Martínez?”
Luego de diez, quince segundos de silencio, respiración entrecortada y manos crispadas, Hermes reclamaba que él nunca hacía preguntas rebuscadas sobre la trayectoria de Willie Colón, los Beatles, Armstrong. Ante las observaciones soterradas ya más serias de “cero lloradera, nada de posiciones defensivas, aquí vamos al hueso, déjate de pendejadas…”; Hermes empieza por ilustrar como las letras, las armonías, la poesía de esas canciones, de esos documentos del alma suenan, resuenan, crujen en las visiones de quien busca solaz en el atardecer más implacable, cargado de incertidumbre y sinsabor. Las composiciones del maestro Henry Martínez te transportan a un lugar etéreo, a un lienzo de muchos matices brillantes con gradientes muy tenues, casi asintóticos de una sensibilidad punzante que hurga en ese espacio de la conectividad con el paisaje, con la topografía sensorial, con las irregularidades del alma, y ya no sabes si estás aquí o en aquellos momentos más especiales, espectrales de tu vida.
Los amigos lo ven como a un ejemplar de tiranosaurio, tigre de Bengala o cualquier especie en peligro de extinción, retroceden, sonríen y a la vez carraspean. Quieren saber como es eso del merengue. No les interesa saber cual fue primero, se conforman con saber de los rasgos más propios de la versión dominicana y las marcas características de la variante venezolana. Hermes siempre habla de merengue venezolano cuando enumera algunas de las composiciones del maestro Henry Martínez, es una fruición, una emoción tan punzante solo comparable a aquellos momentos cuando abría un sobre de barajitas de béisbol, de aquellos de cartón, de los editados por la revista Sport Gráfico. Esa alegría efervescente que lo hacía saltar cuando veía las imágenes de los peloteros que escuchaba en la radio es la misma de su euforia al silbar los compases de Criollísima, como si tuviese en las manos la escritura musical diseñada por Henry Martínez para acompañar la letra de Luis Laguna.
El merengue venezolano es mucho más pausado que el dominicano, tiene un aire de brisa salobre, que refresca y a la vez punza en la piel, tiene armonías de impacto adormecido que de manera gradual empiezan a incrementar el tono hasta lograr sonrisas chispeantes. Los amigos empiezan a indagar en más particularidades y Hermes confirma que a pesar de la aparente distancia, de que el merengue venezolano insiste en el remanso y la tranquilidad, Hermes disfruta mucho más los esguinces de Criollísima, las armonías dispersas pero sinfónicas, los acordes hipnotizantes, esa atmósfera de respiración contenida por un tropel de instrumentos que dibujan a pulso y sentir cada suspiro de conexión con una sustancia eléctrica que solo define esa música propia del acento venezolano del cual Henry Martínez traducía cada expresión con esas puntadas tan precisas de su guitarra, tanto que semejaba estar suturando una herida de brazo o una hemorragia pectoral de esas que desgarran almas.
Los amigos siempre terminaban asombrados cuando anunciaban que Hermes saldría golpeado en un careo de pick-up (tocadiscos). Ellos gozaban al sonar La Murga, Pedro Navaja, And I Love Her, Don’t Worry Baby, Hello Dolly, How to mend a broken heart. Luego terminaban extasiados con la notas, las cadencias de Criollísima, no se explicaban como nunca antes se habían percatado de la magia, de la riqueza acústica de eso que Hermes siempre había detallado como un gran merengue venezolano. Aunque luego olvidaban, borraban la significancia del momento y volvían a increpar a Hermes sobre porque insistía tanto con la música típica venezolana y particularmente con ese tal Henry Rodríguez. Hermes recordaba sus confrontaciones silenciosas con su padre, los cruces de miradas sulfúricas. Ahora trataba de suavizar el contacto visual, aunque los amigos enarcaban las cejas y volvían a sus gustos, los trombones de Colón, las improvisaciones de Blades, la creatividad de los Beatles.
Siempre exponía una lista como de diez composiciones, diez canciones, cada una decía Hermes, más cargada de poesía, de melodía, de narrativa. Los amigos reclamaban que concretase, sino él solo iba a hablar todo el día y la noche. Entonces tuvo que resumir, se quejaba que podían quedar muchas piezas valiosas por fuera. Antes de iniciar a sintetizar, le dijeron que en realidad eran dos canciones que debía referir, para nada se podía obviar Criollísima. Hermes quiso argumentar que Criollísima cumplía con todos los designios de una composición excepcional, uno de esos merengues clásicos venezolanos, de los que arrancan la esencia y retuercen las tradiciones hasta que te ves en sus partituras como un duende que toca una y otra vez su flauta hasta que la canción se queda grabada, cincelada, enmarcada en las memorias más íntimas de eso que llaman pertenencia. Los amigos fueron implacables, apretaron como la mandíbula de un pitbull hasta que Hermes asintió aunque reclamó que dos eran muy pocas.
Cuando mencionó A tu regreso, una de las amigas entrecerró los ojos y abrió las manos. Hermes ensayó con la más grave de sus voces, tragó saliva unas siete veces y balbuceó las primeras estrofas: “A Tu regreso verás al viento Lamer la tierra de los caminos, Y de un vistazo verás el trazo. De los insectos bordando el aire”. No sabía si desfallecía o agonizaba, Hermes sentía que cantaba a un territorio difícil de visualizar, complicado de palpar, todo un reto desandar esos caminos de nostalgia, de infancia, de cañaveral y juegos vespertinos luego de la escuela. Sentía que estaba ahí en la mesa del maestro Henry Martínez y se mordía la lengua para callar preguntar como hacía para enhebrar limonero con noches de brisa fina en medio de las respiraciones entrecortadas de quien rememora su infancia, como hacía para incrustar, embutir cada una de esas sensaciones, emociones en ese laberinto de corcheas y candencias propias del más embriagante laberinto musical.
Veía a sus amigos y sabía que debía condensar, que tenía que apretar su exposición. A la vez les agradecía por obligarlo a repujar esas líneas que siempre bostezaban, vagaban en su imaginación, siempre etéreas, sin que pudiese condensarlas, concretarlas, hacerlas tangibles, visibles. “A tu regreso traerás aquel. Pedazo de algo que estuvo ayer. Tumbando mangos como a las tres. Chupando caña y robando miel”. Cierra los ojos hasta que arden, hasta intentar un cierre hermético que solo sella lágrimas pero resulta incapaz ante el enrojecimiento de las órbitas oculares. Es una especie de conversación que siempre quiso desarrollar con ese músico, con ese Henry Martínez tan cercano como un amigo de infancia cuando habla del limonero del patio y de inmediato las imágenes de la penumbra al descampado ilustran lienzos entrañables de otros tiempos cuando las zancadas desaparecían en la oscuridad de los juegos infinitos. Quizás la palabra que paraliza más a Hermes de “A tu regreso” es la de cocuyos punteando en distintos pedazos de patio, junto a los fogones donde su abuela modelaba y asaba las más suculentas arepas peladas, si esas que se hacen con maíz tratado con ceniza y cal, propias para espantar al hambre aún sin relleno.
En medio de la pausa, mientras recuerda el título de esa otra canción, los amigos indagan como llegó Hermes a ese nivel de conocimiento, a ese territorio de conexión, a ese mimetismo con la música típica venezolana, si nunca ha sido tan promocionada, aún con la aparición de tantos nuevos talentos que han dedicado su obra a esa música. Hermes suspira profundo, casi se acerca a la ventana en busca de aire puro. La visión es borrosa, luego se vuelve muy nítida. Una caja amarilla con una pintura de flora y fauna autóctonas y una frase indeleble “Venezuela de mis recuerdos”. A esa caja regresaba Hermes cada día luego de sus exámenes más duros en la escuela o de los juegos más exhaustivos de la calle. Escuchaba las composiciones, las letras de Aldemaro Romero, si, el mismo que en algún momento fue maestro de Henry Martínez y después luego lo llamó a compartir con él en algún proyecto. Entonces cada tarde escuchaba Carretera y se perdía en la lejanía de las montañas, percibía las armonías más delicadas de Doña Mentira, se emocionaba con la fuerza, la cadencia, la frescura de Catuche. De alguna manera Hermes supo que las enseñanzas, los ensayos, el compartir con Aldemaro le dejó a Henry Martínez gran profundidad musical y armónica.
La tercera canción crispa los dedos y eriza la piel, sin ser oriental Henry Martínez escribió desde las fibras más íntimas de ese gentilicio, sin haber estado nunca allí, personas del centro y occidente de Venezuela sienten y recrean con propiedad el ambiente, la brisa, el rumor de las olas, las risas de los pescadores. Escucharla transporta y hace flotar las imágenes más centelleantes, remueve las sensaciones más recónditas que el olvido o el alzheimer habían borrado hasta recordar el olor del yodo y recobrar el color del cobalto, así de súbito, en una sola inspiración, en una sola pulseada con los latidos cardíacos. “Oriente es otro color” atrapa desde la primera letra, desde el primer aliento. Hermes retrocede dos pasos como para recuperar estabilidad en su postura y en su tono de voz. Observar una gaviota delante o sobre un bote pesquero, remite a Hermes a sus excursiones más atrevidas en el golfo de Cariaco, aún desde la inconsciencia del mareo podía ver como los pescadores se comunicaban para lanzar la atarraya acá o allá con solo mirar el vuelo de la gaviota o el acecho del pelícano. Luego repite varias veces azafranado y se interna en esos horizontes difusos de cobalto y yodo justo antes del ocaso cuando todavía el sol reverbera en topacio y margaritas. Tal vez la imagen más elocuente, la que acentúa los tonos de la canción son las “monerías decentes” de la mujeres con brazos en jarra o en bandeja para cargar los coro-coros, el jurel o la hermosa catalana.
Alfonso L. Tusa C. Octubre 05, 2025. ©
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