Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
miércoles, 3 de diciembre de 2025
Un Koan[1] de Mickey Mantle. (I)
David James Duncan.Pp. 139-149. The Greatest Baseball Stories Ever Told.The Lyons Press. 2001. Jeff Silverman Editor.
El 6 de abril de 1965, mi hermano, Nicholas John Duncan, falleció de lo que sus cirujanos llamaron “complicaciones” luego de tres operaciones infructuosas de corazón abierto. Tenía 17 años, cuatro más que yo exactamente desde el mismo día. Había sido el velocista más rápido de su clase en la secundaria hasta que se empezó a cerrar la válvula en su corazón, pero estaba tan loco por el béisbol que prefería jugar un mediocre shorstop a ser protagonista en el equipo titular de pista. Como pelotero era competente a la defensiva, tenía un brazo fuerte y preciso, y robaba bases con facilidad, cuando las podía alcanzar. Pero no importaba cuanto practicara, o cuales estilos de bateo, agarre del bate o trucos de autohipnotismo tratara, carecía de la magia mano-ojo que consistentemente lleva a la parte gruesa del bate a golpear la pelota, por tanto era uno de los bateadores más débiles de su equipo.
John vivió su vida entera en las afueras de Portland, Oregon, a 637 millas del equipo de Grandes Ligas más cercano. En las ciudades con franquicias en los años cincuenta y comienzos de los sesenta había dos tipos de aficionados: los que pensaban que los Yanquis representaban lo mejor de Estados Unidos, y los que pensaban que representaban lo peor. Mi hermano era una manifestación extrema del primer tipo. Realizó una campaña de un hombre para notificarle al mundo que los 61 jonrones de Roger Maris en 1961 fueron bateados en tres turnos menos que los 60 de Babe Ruth en 1927. Mantenía, en contra de toda evidencia estadística que Clete Boyer era mejor tercera base que su hermano Ken, simplemente porque Clete era un yanqui. Puede no haber sido el único niño de la cuadra que consideraba a Casey Stengel el sabio más grande desde Salomón, pero estoy seguro que era el único que consideraba a Yogi Berra el segundo más grande. Y por supuesto, Mickey Mantle era su héroe absoluto pero trágico. El Mick, sostenía mi hermano, era el talento bruto más grande de todos los tiempos. Había recibido grandes regalos y a quien le habían quitado grandes regalos, mientras más cicatrizadas se tornaron sus rodillas, se ponchaba con más frecuencia, mientras más flagrante era su paso y condescendiente su sonrisa, más lo reverenciaba John. Y hacia este yanqui, yo también era capaz de sentir un toque de reverencia, si solo por el tema de las cicatrices consideraba a mi hermano una autoridad: tenía una desde que tenía ocho años, cortesía de la Clínica Mayo, que recorría su pecho en una línea ondulada, como las costuras de una pelota blanca de béisbol.
Yanquis aparte, John y yo teníamos más en común que el cumpleaños. Manejábamos bicicleta regularmente con nuestro hermano mediano y nuestra hermanita pequeña, pero casi nunca entre nosotros dos. Ambos no aburríamos, ocasionalmente hasta la insurrección, con ir a la escuela, la iglesia o cualquier juego o deporte sin pelota. Ambos preferíamos, como un simple asunto de estilo, los indios a los vaqueros, los vagabundos a los hombres de negocio, Buster Keaton a Charles Chaplin, Gary Cooper a John Wayne, los flojos a los aduladores, y los aduladores a Elvis Presley. Compartíamos una torta en nuestro cumpleaños global, aniquilando invariablemente las llamas de las velas con un soplido a duo, solo para darnos cuenta que otra vez habíamos olvidado pedir un deseo. Y cuando las fiestas habían terminado o la casa estaba en proceso de limpieza, los padres molestos o los programas de televisión insufriblemente tontos, cada vez que estábamos incansables, energizados o sentíamos que no había más nada que hacer, lanzarnos una pelotade béisbol es lo que John y yo hacíamos.
No eramos exclusivos, por lo menos no intencionalmente: nuestro padre y hermano mediano y un primo o amigo ocasional se nos unían de vez en cuando. Pero algo en la mayoría del cerebro de cada quien los enviaba a intentar algo menos contemplativo antes de alcanzar el ritmo real del juego. El juego genuino de lanzarse la pelota ocurre en un doble limbo entre estar ocupado e inactivo, y entre lo imaginario y lo real. También, como en cualquier asunto contemplativo, eso toma tiempo, y la habilidad para olvidar el tiempo, y resbalar a este limbo dual para descubrirse o perderse en la música del juego.
Ayuda tener un lugar especial para jugar. El nuestro era un corredor sombreado de 30 metros entre el manzanal de un vecino y el grupo de pinos viejos del otro, sobre un pedazo de grama tan tupido y limoso que extraía el calor hasta de los roletazos más calientes. Siempre me paraba hacia el norte, John hacia el sur. Cantábamos bolas y strikes por un inning imaginario o dos, o tal vez contábamos el numero de atrapadas y tiros sin error que podíamos hacer (300 era lo común, y nuestro record estaba por encima de las 800). Pero la sombra profunda, los pinos de 60 metros, las pisadas en limo y la fragancia de las manzanas, creaban un ambiente de vacación mental que desvanecía cualquier clase de esfuerzo disciplinario. En los meses de entrenamientos primaverales nuestro juego empezaba como un ejercicio, un rodado, luego un premio, otro rodado, un premio. Pero a medida que los movimientos se hacían fluídos y los lanzamientos duros y precisos, lo preliminar de la práctica inevitablemente desaparecía, y apuntábamos al pecho y disparábamos, ¡ssst pop! ¡ssst pop! hasta que el llamado a comer, un mandado, o la oscuridad total nos forzaba a recordar que este era el mundo real en el cual hasta los asuntos sin límite de tiempo tienen un fin.
Nuestra charla debe haberle parecido extraña a los fisgones. Vivíamos en nuestros cuerpos mientras nos lanzábamos la pelota, y nuestras mentes y bocas, aunque operativas, estaban concentradas en lo que hacíamos. La mayor parte del ruido que yo hacía venía de las cuatro o cinco piezas de chicle Bazooka que masticaba, aunque cuando la goma se ponía blanda, a veces narraba nuestros movimientos con voz cómica jugada a jugada. El discurso de mi hermano era menos voluminoso y un poco más coherente, pero de no mayor intento didáctico: el lanzaba inútiles letanías de reverencia a los Yanquis o aún más, inútiles exageraciónes a la Dizzy Dean, todo eso artísticamente condimentado con escupitajos de semillas de girasol.
Pero un día cuando teníamos 16 y 12 años respectivamente, mi hermano mayor me sorprendió en nuestro corredor. Luego de un lanzamiento corto, cerró el guante sobre la pelota, lo metió bajo el brazo, miró hacia los árboles y se enserió conmigo por un minuto. Toda su vida, dijo, había tratado de ser un shortstop y buen bateador, pero ahora era mayor, y tenía una noción más clara de lo que podía y no podía hacer. Era tiempo de ser práctico, dijo. Tiempo de empezar a desarrollar fortalezas obvias y evadir las debilidades flagrantes. “Así que me he decidido”, concluyó, “a convertirme en un pitcher de curvas y cambios”.
No creía una palabra de eso. Mi hermano había sido un “aficionado a los grandes bateadores” desde que nació. Continuó adornando su idea y hasta lo hizo sonar poético: rebanar los músculos de algún bateador de vuelacercas con una pieza de baja velocidad que rebotara de su bate como pudín de vaca, esto, sostenía él, era el componente principal de un atributo que el llamaba Relajación Sólida.
No reconocí hasta meses después, cuan cuidadosamente considerado había sido ese estado de nuevo pitcher de curvas y cambios. Que el brazo de lanzar de John era mejor que su vista de bateador había sido obvio siempre, y tenía sentido explotar eso. Pero había otros factores que él no mencionó: como los fuertes dolores que sentía en el pecho cada vez que hacía swing completo, o el nuevo achaque que lo dejaba medio ciego y enfermo cuando corría a toda velocidad. Al ver que las grandes artes de batear y robar bases resultaban físicamente imposibles, él simplemente bajó sus expectativas lo suficiente para mantener vivos sus sueños beisboleros. No siendo capaz de emular a sus héroes, se propuso confundirse con aquellos que pensaban que podían serlo. Con ese fín había aprendido una bostezante bola de nudillos, una curva que daba la vuelta a la manzana, una recta submarina formidable solo por su falta de puntería, y estaba agotando su brazo y mi paciencia con sus intentos de lanzar la bola de tornillo, cuando sus médicos informaron a nuestra familia que una válvula de su corazón se estaba cerrando con celeridad. Él podría vivir cinco años si lo dejábamos así, pero la cirugía inmediata era lo mejor, porque su capacidad de recuperación era mayor ahora. John no dijo nada de esto. Solo esperó hasta el día que debía ir al hospital, fue al establo donde tenía su yegua, la ensilló y salió al galope. Recorrió unas veinte millas, hasta la granja de un amigo, y se escondió allí por casi dos semanas. Pero cuando regresó a casa por ropa limpia y dinero, mi padre y un vecino lo agarraron, primero trataron de forzarlo pero al final lo convencieron de hacerse la operación.
Una vez en el hospital fue colaborador, animado, y corajudo. Sobrevivió a la segunda, tercera y cuarta operaciones, varias paradas de corazón, y un coma de diecinueve días. Se recuperó lo suficiente por un momento, aún después del coma, para venir a casa por una semana o algo así. Pero la famosa complicación a la cual su cirujano principal siguió haciendo referencias terminó siendo un corazón tan plagado de heridas de escalpelo que no había más que jirones para suturar una válvula artificial. Con sangrado interno, sangre en la orina, John fue trasladado a una cámara de oxígeno en una habitación aislada, donde permaneció completamente consciente, y determinado a sanar por dos meses luego de las operaciones. Y, contra todo pronóstico, su condición se estabilizó, entonces empezó a mejorar. Los médicos reaparecieron y empezaron a discutir, con obvio desespero, la factibilidad de una quinta operación.
Entonces vino la segunda “complicación”: estafilococos. Durante la noche pasamos de esperanza genuina a feos ruegos por una intervención divina. No invocamos milagros. Dos semanas después de contraer la infección, mi hermano murió.
En su funeral , un predicador que no conocía a John para nada, dijo una eulogía tan superficial y desacertada que caí en un estado de ausencia de lágrimas que duró cuatro años. Tratar de hacer de sentido público una catástrofe privada de la que se conoce poco es una tarea poco envidiable. Pero si yo hubiese estado en los zapatos de ese predicador, habría mencionado uno o dos de los atributos reales de mi hermano, sólo para asegurar a los asistentes retrasados que no se habían equivocado de funeral. La persona que estábamos extrañando había sido un estudiante promedio toda su vida, había rociado con Ketchup todo lo que comía, había diligentemente evitado todas las formas de trabajo que no involucraban caballos, y había frecuentemente usado lentes de sol dentro de la casa en su firme búsqueda de la Relajación Sólida. Él había tenido el desconcertante hábito de probar su agradable voz de barítono al modular “¡Biiiiiiiiiiooooooooo!” en cualquier corredor o salón que parecía tener eco. Tenía un interesante y refranero sentido de las proporciones: cualquier altercado desde una pelea a puñetazos hasta una guerra mundial, era “reguero de nubes”; cualquier autoridad, desde nuestra madre hasta la presidencia de las Naciones Unidas, era la “alta jerarquía”; cualquier plaga desde el niño vecino hasta Khrushchev eran “papel higiénico”; cualquier tipo de esfera desde una pelota de béisbol hasta el sol, era “el orbe”. Él era valiente: cuando cualquiera de su edad me molestaba, John le hacía una advertencia la primera vez, la segunda lo golpeaba o era golpeado en el intento. Era descarada y majestuosamente vano. Se refería a su persona, con orgullo, como “el cuerpo”. Vestía impecablemente. Le gustaba mirarse, en público o en privado, en espejos, ventanas, pozos, parachoques cromados, de arriba abajo en cucharillas, y peinar su largo cabello marrón una y otra vez, como su héroe, Edd (“Kookie”) Byrnes en 77 Sunset Strip.
Su atributo más sorprendente, al menos para mí, era su infinita lista de novias. Tenía un eficiente sistema de clasificación aparentemente simple para todas sus amigas: el lo llamó: “porcentaje de cordialidad versus porcentaje de odiosidad”. Una novia estable usualmente contenía alrededor de 95 % de cordialidad, 5 % de odiosidad, y si el nivel de odiosidad alcanzaba el 10 % era tiempo de comenzar a buscar otra novia. Solo dos muchachas alcanzaron su “100 % de cordialidad”, y estuve impresionado de que ninguna de las dos fue su novia y una ni siquiera era bonita: lo que sea que “100 % de cordialidad” significara, no tenía nada que ver con superficialidad. Ninguna muchacha llegó nunca cerca de “100 % de odiosidad” en la clasificación, por cierto: mi hermano era caballeroso.
John no era religioso. Creía en Dios, pero pasivamente, nada como la pasión que tenía por los Yanquis. Él parecía un poco más amigable con Jesús. “Cristo es agradable”, decía, si lo forzaban a dar una opinión. Pero no recuerdo haberlo oído hablar de algún tipo de relación entre ellos, hasta que casualmente mencionó un día o dos antes de morir, una conversación que habían tenido, en la cámara de oxígeno. Aún allí John fue John: lo que lo impresionó incluso más que el hecho de las palabras consoladoras de Cristo, fue el reluciente traje y corbata que Cristo usaba.
La mañana posterior a su muerte, el 7 de abril de 1965, llegó un paquete pequeño envuelto en papel marrón a nuestro hogar, entrega especial desde la ciudad de Nueva York dirigido a John. Se lo entregué a mi madre y me recosté de su hombro mientras ella se sentaba para estudiarlo. Al percibir un soplo de antiséptico, pensé en principio que venía de su cabello: ella había pasado los últimos cuatro meses de su vida en una silla al lado de la cama de mi hermano, y los olores del hospital la habían permeado. Pero el olor empezó a crecer cuando empezó a quitar el papel marrón, hasta que noté que el olor venía del objeto dentro del paquete.
Era una caja pequeña blanca de vendajes, cilíndrica, de cartón. Decía “Johnson & Johnson” en letras rojas. “12 pulgadas X 10 yardas”, continuaba en caracteres azules. Extraño. Luego noté que había sido cortada en dos con un cuchillo o escalpelo y luego pegada con cinta adhesiva: había otro compartimiento, algo escondido dentro.
Mi madre sonrió al empezar a quitar la cinta. A la vez, las lágrimas caían en su regazo. Cuando se terminó el adhesivo el pequeño cilindro se desprendió, y dentro, envuelta en un pañuelo, estaba una pelota de béisbol. Cuero blanco inmaculado. Costuras rojas perfectas. En un hemisferio, en tinta verde, la firma del presidente de la Liga Americana Joseph Cronin y la marca comercial Reach. La seña de la calidad. En el hemisferio opuesto, con tinta azul brillante de bolígrafo, una enmarañada pero fluida mano había escrito, Para John, mis mejores deseos. Tu amigo, Mickey Mantle. 6 de abril de 1965.
La pelota permaneció sobre el mantel de nuestra chimenea, una decisión desinteresada de parte de mi madre. Usamos la mitad de la caja de Johnson & Johnson como pedestal, y guardé por años la otra mitad, imaginando que los vendajes que contenía habían ayudado a Mantle a ajustar su adolorida rodilla antes de un juego.
Aún después que mi madre explicó que la pelota no vino del cielo sino en respuesta a una carta, la consideré un tesoro. Le conté a todos mis amigos de ella, e invité a los más cercanos a venir y curiosear. Gradualmente empecé a ver que la reacción pública hacia la pelota era desconcertantemente predecible. La primera respuesta era usualmente: “¡Guao, Mickey Mantle!” Pero entonces se enteraban de la historia completa: “¿Mantle la firmó el día que él murió?” “¿Tu hermano nunca la vio?” Y eso los desilusionaba. Este no era el efecto que una pelota autografiada estaba supuesto a generar. ¿Cómo un inmortal podía llamarse tu “amigo”? ¿Cómo podías ser el destinatario de los “Mejores deseos” del Mick, y luego recostarte y morir?
Empecé a compartir el descontento. En los últimos tres de mis trece años había devorado muchos libros de béisbol, todos coincidían en que un bate, guante, programa de juego o pelota firmada por un héroe de Grandes Ligas era una reliquia sagrada, que se debía esperar que tales reliquias tuviesen propiedades mágicas, y proveerían momentos especiales en la vida de un joven protagonista. Aquí estaba yo, el joven protagonista. Aquí estaba mi reliquia. Y todo lo que esa cosa hacía, era deprimirme y confundirme.
Dejé de mostrarle la pelota a las personas, traté de ignorarla, me di cuenta que era imposible, entonces pretendí que la tinta azul era ilegible y que la pelota era solo una pelota. Pero la tinta no era ilegible: nunca dejó de decir lo que decía. Finalmente tomé la pelota y la estudié, esperando descubrir porque la encontraba tan problemática. Buscando la agradable racionalidad que deseaba haber tenido, me dije que un héroe deportivo patrón había recibido una carta de una atribulada madre patrón, había firmado, empacado y enviado la heroica, agraciada respuesta patrón, había fallado al pensar que el muchacho a quien le dedicó la pelota podría estar muerto cuando esta llegara, por lo que había enviado a sus sobrevivientes un objeto de humor negro. Entonces me dije “Eso es todo lo que hay allí”, lo cual no me dejó otra opción que pretender que nunca había esperado o querido nada más de la pelota que lo que conseguí, que no albergaba ningún deseo por cualquier tipo de señal, cualquier inspiración, cualquier asomo de reconocimiento desde un Arriba o un Más allá. Entonces empecé a caerme en pedazos por la falta de esa señal.
Eventualmente me sinceré con respecto a la pelota de Mantle: levanté la condenada esférica, la leí una vez más, exploré lo más profundo que podía dentro de mí, y admití por primera vez que esta chiflado, Como siempre ocurre con las pelotas enviadas, el tiempo es la clave y este entusiasta pequeño orbe fue enviado el día que su receptor yacía agonizante y ¡llegó el día que estaba siendo embalsamado! Esto no era una coincidencia inocente, era la más ruda y amarga broma que la Providencia me había jugado en la vida. Mi hermano y mejor amigo estaba muerto, muerto, muerto y la condenada pelota de Mantle y sus mejores deseos habían convertido esa pérdida en algo todavía menos tolerable, y eso, reflexioné, cerraba el asunto.
Endurecí mi corazón, renuncié al equipo de béisbol, salí a jugar golf, practiqué como un desesperado, hice trampas como un demonio, me burlé de mis inocuos y hedonistas oponentes a lo largo de la vía. Vendí el hermoso guante de jardinero que había heredado de mi hermano por una tontería.
Pero, como es usual en las historias de beisbol, eso no era todo.
Nunca había oído de los koans de Zen hasta ese momento y Mickey Mantle ciertamente no es un roshi[2]. Pero el béisbol y el Zen son dos pasatiempos que los estadounidenses y los japoneses han llegado a reverenciar casi igualmente; los roshis son hombres famosos por golpear cosas con un palo grande de madera, un koan es un sin sentido perfecto o una declaración ilógica dada por un viejo profesional (roshi) a un novato (monje); y la presión de vivir y meditar sobre un pedazo de mentalidad sinsentido se dice que es prueba de iluminación. Así que no conozco una mejor forma de describir en que se convirtió el mensaje de la pelota para mí que llamarlo un koan.
Continuará.
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