Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
miércoles, 23 de octubre de 2024
Un vínculo entrañable.
Veía a mis dos hermanos mayores como lejanos, extraños, desconocidos, dos marcianos cuya nave espacial esperaba en el porche para despegar en cualquier momento hacia algún remoto cerro del valle de Cumanacoa. Tal vez era por la diferencia de edad, Felipe me llevaba nueve años, Jesús Mario siete. Papá me llamó y me explicó que eran mis hermanos, que confiara en ellos. Me costó mucho dirigirles la palabra, además a un niño de cinco años se le pueden atragantar las palabras cuando empieza a conocer a otras personas aunque le digan que son sus hermanos. Esos primeros días los veía como aliados del gato negro que merodeaba mi habitación alrededor de medianoche, sus ojos fosforescentes me helaban la sangre y ni se me ocurría llamar a mis hermanos porque pensaba que ellos se burlarían de mí. Felipe me llevaba algunas veces a la escuela de la maestra Teodosia en su bicicleta que me parecía un monstruo transoceánico por aquel azul entre oscuro y verdoso.
A veces nos parábamos en la curva que empalma la calle La Florida con la calle Pichincha, Felipe dejaba la bicicleta apoyada en unos arbustos y me enseñaba los cucaracheros que saltaban entre los hierbajos y los ratones silvestres que huían despavoridos. Yo permanecía mudo, distante, con las mandíbulas tensas. En otras oportunidades iba con Jesús Mario a comer barquillas de ron con pasas en la heladería frente a la Plaza Montes, durante el trayecto de ida y vuelta desde la casa, apenas si intercambiábamos cuatro palabras, y todas las pronunciaba él, yo respondía con gestos. En una ocasión salimos a pasear en su bicicleta y el pie se me enredó en los rayos de la rueda delantera, el rostro de Jesús Mario parecía de nieve, decía cien mil palabras por segundo porque pensaba que se lo iba a decir a papá. Me dolían mucho todos los dedos del pie derecho pero él hablaba tan rápido que terminé riendo. De regreso a casa desaparecieron las risas y la distancia fue aún mucho mayor.
A veces papá me llamaba a su oficina, las mañanas sabatinas, tenía más tiempo para compartir y sentados frente a una de sus máquinas de escribir preferida, una Olimpia de teclas rígidas y el oxido férrico matizando el verde que pintaba la carcasa, luego de varios suspiros escalonados él casi masticaba las palabras, la mirada oscilaba desde la severidad a la tristeza. El subconsciente siempre le hacía empezar con dos o tres palabras italianas. El vapor de la transpiración condensaba en los anteojos y se los quitó, entonces su mirada era más tenebrosa, hacía crujir el piso. ¨¿Por qué sigues tan alejado de tus hermanos? Si, ellos tienen otra madre, pero son tus hermanos, tus hermanos completos, no creo en esas pendejadas de medio-hermanos, solo tienes que darles una oportunidad y verás como te defienden de cualquier maldad ¿capisci?¨ Pasaba horas intentando descifrar la crudeza, la intensidad, el filo de aquellas palabras y se me hacía difícil digerirlas, reprocesarlas, masticarlas.
Hasta que una de aquellas noches difíciles de la revista paterna cada hora para verificar que estudiábamos para el examen de la mañana siguiente, capturé a Felipe haciéndole una seña a Jesús Mario, sacaban un radiecito que cabía en la palma de sus manos y corrían hasta el baño de la habitación, justo debajo de la regadera se escuchaba una voz pausada y enfebrecida: ¨Cuando se han jugado tres entradas completas, Caracas vence a Magallanes tres carreras por una…¨ Los ojos hundidos y el radiecito a punto de resbalarse de las manos descorrían un cortinaje emocional que desconocía en Felipe y Jesús Mario. Nunca los había visto tan callados, concentrados, ilusionados. Sin conocerlos llegué a conectarme con ellos a través de aquella señal a veces afectada por interferencias radioeléctricas o por las intervenciones intempestivas de papá cuando los sorprendía escuchando el radiecito. El ambiente se tornaba tétrico, la intensidad de papá crecía tanto que asustaba.
Aún no logro explicarme como desde mi miedo y timidez me planté entre papá y mis hermanos cuando estaba a punto de arrebatarles el radiecito. ¨¿Por qué se lo vas a quitar? Me gusta ese juego¨. Cuando papá me preguntó de que trataba el juego y no supe que decir, dijo que no podía gustarme algo que no entendía. Seguí plantado entre él y mis hermanos, sin bajar la mirada, sin parpadear aunque sentía que el corazón martillaba las costillas. Papá terminó arrancando el radiecito de debajo de la almohada. Pasé como media hora sumergido bajo la almohada. En algún momento ensayé un grito ahogado: ¨No es justo…ustedes están estudiando, Felipe solo prende el radio cada media hora. Él no tiene porque quitarles el radio…¨ De pronto se abrió la puerta y el rostro sudoroso de papá asomó. Tomó los cuadernos e interrogó sobre el tema del examen. Mis hermanos titubearon en algunas respuestas y papá masculló un lamento en italiano mientras empezaba a retirarse.
Aún tratando de contenerme y asustado reclamé que ellos estaban estudiando, ¿por qué no les devolvía el radio? Cuando papá giró desde la puerta casi me lanzo al piso para esconderme bajo la cama. Sacó el transistor del bolsillo izquierdo del pantalón y lo devolvió. Mis hermanos pasaron el resto de la noche preguntándome de donde había sacado valor para responderle a papá, que me atuviera a las consecuencias, porque en lo sucesivo podía ajustarme cuentas. Aunque sentí algo de aprehensión, más intensa era la sensación de compartir con mis hermanos. En ese momento supe que entre nosotros había una química silenciosa que fraguaba en los momentos complicados. Felipe recordó que papá nunca le había permitido que le hiciera ningún tipo de observación de algo que no le gustaba, ni mucho menos que le reclamara con esa intensidad. ¨Lo mínimo a que me exponía era a unos días sin ir al cine¨, mientras activaba el radio me dirigió una mirada que no supe interpretar, parecía como inseguro.
Desde esa noche las palabras fueron más frecuentes, Jesús Mario empezó a compartir conmigo los suplementos de Batman y Kaliman que escondía en lugares que nunca pude descubrir. Hasta empezó a contestar mis preguntas, me sorprendía porque empezaba sus respuestas cuando casi me había olvidado de ellas. Pronto su voz dejó de parecer distante, lejana, propia de un extraño, de un tipo que se iba los viernes en la tarde y regresaba los domingos al anochecer. Cuando me contó que Batman era un huérfano que juró vengarse de los asesinos de sus padres, la voz empezó a recortar distancia; cuando explicó las técnicas de meditación de Kaliman hasta casi simular la muerte, aprecié asomos de confianza en sus gestos. Me dejaban sentarme con ellos en las sillas de extensión bajo el poste de la calle. Cuando venía papá me entregaban el radio, él carraspeaba como queriendo decir: ¨Se las saben todas¨. Nos mirábamos justo antes que papá detuviera sus pasos.
Ante los ojos desorbitados de papá mis hermanos contestaron las preguntas rebuscadas que siempre les hacía, nunca habían siquiera respondido ni una fracción de esas interrogantes y ahora aún con tartamudeos y suspiros habían contestado bien. Felipe me preguntó como sabía que papá iba a hacer ese tipo de pregunta. Luego de un silencio inquietante dije que había visto un libro de matemáticas abierto en su escritorio. Mis hermanos me dieron unas palmaditas en la espalda. ¨Que papá no te sorprenda husmeando su escritorio, te puede castigar muy feo¨. Lo más impresionante fue cuando papá preguntó como iba el juego. Felipe tuvo que pellizcarse el antebrazo izquierdo, no podía creer que aquel era el mismo hombre que había despreciado al beisbol por ser un juego de ¨flojos y holgazanes¨. Jesús Mario contestó que estaban cero a cero en el cierre del séptimo inning. Subí el volumen hasta que la voz del locutor se escuchó en toda la habitación.
La intensidad del tono, la profusión de adjetivos rebuscados emergentes de la corneta del radio hicieron que papá girase sobre sus talones. A partir de ese momento se abrió un espacio diario, un oasis en medio de las tareas escolares, de la dinámica de las máquinas de escribir, de los llamados a estudiar, de los regaños por interrumpir conversaciones ajenas, entonces preguntaba que era un dobleplay, que significaba jugar ¨cuadro adentro¨, cuantos innings tenía un extrainning. Mis hermanos intercambiaban miradas burlonas que casi de inmediato migraban al respeto, y después de esas conversaciones con papá volvían a preguntarme como se me había ocurrido reclamarle a papá por quitarle el radio a Felipe, no entendían ese giro, ese cambio de 180 grados de papá, un tipo que solo hablaba de futbol y dominó, y más aún que se sentara en la cama con nosotros a escuchar el final de un inning, eso no lo hubiera soñado Felipe en la más atrevida de sus fantasías.
Toda esa geografía emocional empezó a impregnar las relaciones padre-hijo y fraternales con una sustancia espectral que nos dejaba mudos mientras conversábamos, podíamos comunicarnos aún de espaldas, hasta cuando más dramáticas eran nuestras diferencias. Nadie lo reconocía, solo sentíamos una especie de armonía, una euforia incontrolable, una apertura de vías alternativas válidas para entendernos cuando escuchábamos el himno deportivo de Radio Rumbos, o cuando leíamos los reportajes de Sport Gráfico. Aún ahora con solo rememorar esos instantes cuando papá sonreía en medio de sus regaños más vehementes recupero la mejor actitud ante la vida y regreso hasta aquellas noches cuando Magallanes estaba perdiendo por quinta ocasión seguida en cinco días; Felipe iba hasta los arbustos del solar de asfalto y regresaba con unos tallos de verdolaga. Formaba una cruz en la acera y luego traía una piedra inmensa y aplastaba la cruz mientras se sentaba en ella a escuchar el juego.
De pronto Magallanes empezaba a jugar mejor hasta empatar el juego y ganarlo. Felipe me dijo que eso no se podía hacer todos los días, ¨no le puedo machacar las bolas al diablo muy seguido, hay que rezar el PadreNuestro todos los días y portarse bien y no estoy muy seguro de que yo haga eso todos los días¨. Tampoco me dejaba levantar la piedra para ver como había quedado la cruz de verdolaga después del juego, ¨hay que dejar eso así sin tocarlo, para que en el próximo juego se siga dando el resultado¨. Por eso cuando la temporada llegaba a sus semanas culminantes papá se extrañaba del comportamiento ejemplar de Felipe, una vez me sorprendió sonriendo y me preguntó: ¨¿Tú sabes porque tu hermano se está comportando tan bien?¨ Me quedaba mudo y papá ladeaba la cabeza.
En la calle, los caraquistas nos hacían un pasillo de bromas pesadas que terminaba en gritos destemplado cuando mis hermanos decidían alejarse. Hasta el banco más apartado de la plaza nos íbamos a sentar, eso sí, si alguno osaba decirme: ¨¿Y tú también sigues al equipito ese del barquito de papel? Felipe se paraba delante del banco hasta casi empujarlos y Jesús Mario los miraba hasta casi tumbarlos. Estuve a punto de gritarles que esa noche iba a ganar Magallanes, pero mis hermanos se llevaban el índice a los labios al tiempo que decían: ¨Si caes en provocaciones serás esclavo de la impulsividad¨.
El mapa de la comunicación emocional, de la fuerza de la confianza, del respeto mutuo tomaba matices más marcados con cada blanqueo que lanzaba Isaías Látigo Chávez, con cada jonrón agónico de Clarence Gaston, con cada atrapada de Dámaso Blanco zambulléndose sobre la línea de cal tras la tercera base, con cada pivoteo de Gustavo Gil sobre segunda base que los hacía exclamar ¨otro dobleplay del astronauta¨.
Alfonso L. Tusa C. 13 de octubre de 2022. ©
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