lunes, 18 de noviembre de 2024

Dar la cara. Hardball. 2001. Brian Robbins. Keanu Reeves (Connor O’Neill).

Pocas veces una película te estruja el alma hasta convertirla en estopa. A pesar de que era la segunda vez que la veía, casi no podía respirar y en distintos momentos apreté los ojos hasta casi soldar los párpados. Avanzar desesperados bajo la penumbra del atardecer acompañando a un grupo de niños a ver su primer juego de grandes ligas, tomó por el cuello a este apostador casi alcohólico hasta la reflexión de contrastar su presencia como manager del equipo versus los intereses de sus apuestas. El beisbol punteaba matices de luminosidad que el personaje de Keanu Reeves (Connor O’Neill) pateaba con desdén e indolencia. A duras penas aceptó hacerse cargo del equipo infantil, solo porque el administrador del equipo le ofreció 500 $ semanales. Esgrimía que nunca había dirigido un equipo de beisbol y el filántropo se encogía de hombros: “o eso o nada”. Debió ir a la escuela a dialogar con la maestra para completar los nueve peloteros necesarios para competir. Hubo de comprometerse a discutir y evaluar, con los niños alumnos de esa maestra, la lectura de dos libros. Y la maestra desconfió hasta que él se presentó en el aula para convocar la atención y el respeto de los niños, algo que a la propia maestra se le dificultaba. Que él estuviese ahí cuando los otros equipos se burlaban de ellos. O escuchara las expresiones destempladas de otras madres desesperadas, hacía que los niños fuesen aglutinando su propia química de equipo con sonrisas que apagaban su larga tristeza de no contar con un papá. Cuando la amargura o la violencia atosigaban y acorralaban a Connor O`Neill, recapacitaba, bajaba la mirada y regresaba al campo de beisbol para reconocer la vehemencia de aquellos niños por jugar en equipo, para encontrar la dignidad y el apoyo que nunca tuvieron de un padre.
Llegar con una caja de uniformes le hizo apretar varias humedades oculares al entregar cada franela. Tal vez empezó a convertirse en el manager de aquel puñado de niños cuando anunció que le anotasen una apuesta a nombre de Kekambas, el nombre que ilustraba las camisetas del equipo infantil. Ante las burlas y el sarcasmo de los apostadores alzó la voz para reclamar que ellos no sabían nada de esos niños, que deberían avergonzarse por llamar mugrientos a sus muchachos. También lo gritaba para sí mismo al recordar que no quiso acompañar a casa a uno de sus peloteros. Este fue víctima de los malandros quienes le quitaron el morral y le rompieron la boca. La madre lo esperó al día siguiente y a la entrada del dugout le soltó que el trabajo de un manager no terminaba en el campo de juego. Cuando trató de disculparse, el niño bajó la mirada y se encerró en un rincón. El manager compró nuevos uniformes, más elaborados, con el nombre Kekambas más nítido en la región pectoral. Esta vez parecía que el niño más pequeño volvería a quedarse sin camiseta. Pero al final, el manager lo llamó y lo hizo saltar de alegría al agitar su franela cual bandera. Luego de ganar un juego crucial donde el manager lo saca a batear de emergente y contra toda lógica batea un imparable, ese niño pequeño intentó regresar a casa con su hermano. Quedan atrapados en un tiroteo de malandros y recibe un balazo en medio del pecho. Con voz temblorosa el manager habla en el servicio fúnebre para ilustrar, reseñar, dibujar los minutos decisivos de aquel juego donde ese niño fue héroe de Kekambas. Soltó ráfagas de discurso, reflexiones punzantes de manos inquietas para reconocer que, gracias a ese niño, a su actitud, pundonor, esperanza, él había aprendido a ser manager y a ser mejor persona.
Alfonso L. Tusa C. 23 octubre 2024.

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