Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
sábado, 29 de marzo de 2025
Atmósferas desgastadas de otra Cumanacoa.
Tomas cada fotografía con mucho cuidado, la pega quebradiza del álbum y la humedad implacable de los años avanza en manchas fantasmales que devoran momentos, espacios que el tiempo ha devorado. Tienes más de diez años que no visitas Cumanacoa, aquella vez habían desaparecido muchos de los lugares que frecuentabas. Quedaba la edificación de la heladería Tropical, remanso de tantas medias mañanas o atardeceres donde además de adquirir barquillas de ron pasas o mantecado, siempre quedaba otro medio para comprar uno de aquellos cocosettes envueltos en papel glasé blanco debajo del forro marrón oscuro, quizás ahora se pueda disfrutar de inmediato de la mordida crujiente y el estallido de matices dulces en distintas zonas de la lengua, entonces destapar, despegar aquel papel de alabastro formaba de una experiencia gustativa potenciada por la diligencia de los dedos forcejeando con aquella galleta que resbalaba y refulgía.
Las puertas inmensas de madera revestidas de todas las lluvias y fragmentos de hojas de caña quemadas cerradas desplegaban un muro espeso, de un espesar de muchos, cuarenta, cincuenta, sesenta años. Te paraste ahí con ganas de tocar la puerta y reclamar que ya eran las diez de la mañana y querías tu kolita Sifón y tu caramelo de Aeromint. La esencia de menta se disuelve entre los efluvios de alcanfor y los vahos de naftalina impregnados de humedad. En cada fotografía truenan más punzantes los contactos de los neumáticos con el peraltaje de las curvas de Los Ipures, de las rectas de Pie de Cuesta, de los paisajes de la salida de Arenas. Es un viaje que despliegas cada amanecer con los lienzos fugaces de tus sueños más persistentes, cada atardecer con los pelotazos extraviados entre los matorrales del solar de asfalto, las manos arañadas sobre hojas de tabaquero o tallos de verdolaga, la respiración más entrecortada porque la oscuridad ensombrecía el pedazo de calle Bolivar aun de arena y matorrales.
Mientras más avanzas en el álbum, más te detienes en paisajes que sabes inexistentes, atrapados en burbujas que solo las memorias más privilegiadas recuerdan, como el mercado viejo de la calle Sucre, si la misma que empalma con la carretera de Cumaná. Ese mercado que estaba a mitad de camino entre el bar de Rafael López y la escuela Juan Rengel de Zerpa. La foto esta llena de una neblina muy espesa que se confunda con las manchas de humedad que deterioran la emulsión fotográfica. Quieres regresar en el tiempo, lo confrontas con buscar un carro por puesto en la antigua estación de pasajeros en las cercanías del puente Guzmán Blanco, a orillas del río Manzanares, en las inmediaciones de una tarde caliente y las penumbras del crepúsculo. Regresar a Cumanacoa siempre era un remanso y también la expectativa por saber cuantos lugares permanecían con penumbras de atardecer en la plaza Bolivar hasta las ocho de la noche, o si el timbre de de vespertina del Royal había vaciado la plaza Montes.
Siempre has querido investigar, indagar, descubrir como era aquel espacio de una esquina de la calle Flores, lateral a la residencia de la señora Custodia, diagonal al local de la antigua frutería. Varias veces en tus zancadas desbocadas te detenías ante los restos arqueológicos de una pared revestida de filigranas de frisos de cemento y pinturas de colores intensos junto a lo que parecía una especia de lecho limitado por cemento donde seguía erguido un árbol de almendrón. Tu padre alguna vez señaló varias de aquellas fotografías que plasmaban reuniones sociales en una estancia iluminada por bambalinas atractivas y mesas en configuración festiva. “Esas fiestas se efectuaban ahí en esa esquina donde queda ese pedazo de pared y la mata de almendrón”. Nunca pudiste entender hacia donde se extendía ese local, en una dirección atravesaba la calle Las Flores, en las otras ocupaba la mitad o tres cuartas partes de la cuadra. Tratas de ubicar distintos ángulos fotográficos, solo ves el centro de la fiesta.
Uno de tus recorridos favoritos consistía en tomar el atajo desde La Represa, alrededor, circunscribiendo el cerro de La Pesa, para evitar pasar por el centro frecuentado por carros y camiones a esa hora de luces tenues, sonidos viscosos de las seis, seis y cuarto. Ni siquiera pasabas por la calle del cementerio. Te ibas por detrás, sin importarte los raspones del gamelote en el rostro, por momentos sospechabas avanzar entre los límites de un cañaveral y las fallas tectónicas del camino de tierra anaranjada y piedras basálticas salpicadas de un cuarzo opaco. Desde allí escuchabas las cornetas de los carros, los sonidos en contraste de varios padres llamando a los hijos de un juego prolongado de pelota, te asomabas, estirabas el cuello con ansias de atravesar el camposanto, pasar el puente entre Mohedano y Las Flores. Cuando te aventurabas, te quedabas por segundos sobre el puente para ver los techos de cinc y escuchar el murmullo de los gavilanes a veces forcejeando con papagayos de los que remontaban en el solar de asfalto frente al centro de salud. Había una especie de intercambio metálico entre los techos y la cola de los papagayos. Muchos aficionados al arte de los voladores, hacían de eso una especie de guerra soterrada, le ponían pedazos de hojillas a sus papagayos en la cola.
Era todo un espectáculo observar las zancadas, la carrera, el embalaje de algunos muchachos que arrancaban tan pronto como uno de esos papagayos corcoveaba en el aire y empezaba una caída escalonada. A veces el artilugio precipitaba unas cuadras más allá, en El Chispero, La Rinconada o el final de la calle La Florida casi a la entrada del Central Azucarero. Entonces la más despiadada carrera permitía que alguien alcanzara primero el octágono de veradas y papel de seda tensado, parecía la llegada de una prueba de maratón, en ese momento los contrincantes se detenían y empezaba un momento mágico parecido a tráfago desde la superficie de asfalto hacia el descampado de arbustos, hierbajos y espinares que rodeaban aquel particular diamante de beisbol, aquellos batazos profundos te empujaban a través de esa membrana de fantasías propia de la película El Campo de los Sueños, cuando los peloteros salían desde el maizal se encendía toda la competitividad y la atmósfera festiva que vivías con tus amigos al llegar al solar de asfalto y empezar a escoger los equipos que jugaban hasta bien entrado el atardecer- Escuchabas la voz de tu padre en la distancia llamándote a cenar como el susurro de la película que le dice al protagonista que construya el campo de beisbol. Todavía recuerdas una tarde cuando se armó un rebullicio al otro extremo del solar, todo aupaban a un tipo flaco, musculoso que jugaba centerfield y a un zurdito que lanzaba candelazos que hacía chillar al cátcher. El Charro Cesar Campos, el abridor del equipo juvenil de Sucre y Rafael Velásquez uno de los pitchers responsables de la trilogía de campeonatos nacionales de Sucre en el beisbol juvenil.
Ya no sabías si las fotografías del solar de asfalto sabían a Cocosete, si los papagayos con hojillas olían a Aeromint, o si los rodeos al cerro de La Pesa burbujeaban como kolita Sifón.
Alfonso L. Tusa C. 25 enero 2025. ©
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