Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
domingo, 16 de marzo de 2025
Ese Juego Recurrente en la Radio.
Sin conocer el beisbol veías a tus hermanos comentar sobre el juego, jugar “paredita” con sus barajitas de grandes ligas y de la liga venezolana de beisbol profesional. Lo que más te intrigaba, te impactaba en los huesos como aquel encontronazo en el patio de la escuela con un muchacho de sexto grado cuando cursabas segundo, era los minutos, las horas que pasaban hablando de un pitcher, de un pelotero, de un tipo que salía a fajarse con todo sobre el montículo. Para ellos las barajitas de Mickey Mantle, Juan Marichal, Roberto Clemente, Víctor Davalillo, Cesar Tovar, Teolindo Acosta, Luis Rodríguez, Roberto Muñoz, todas quedaban a un lado cuando Felipe o Jesús Mario tomaban la barajita de aquel tipo larguirucho, con cara de niño. Habías escuchado su nombre en varias lecturas de la Biblia, y su apodo metía miedo, nada que ver con rostro infantil. Mis hermanos hablaban por turnos, como los sobrinos del pato Donald, cuando leían las letras de la barajita, Isaías Látigo Chávez.
La voz de Felipe adquiría matices de tenor y la de Jesús Mario de vendedor de pescado fresco, ahora 56 años después, cuando los papeles de aquel accidente aéreo se requiebran de amarillentos, cuando las voces desesperadas del piloto del avión resuenan en un pasillo infinito de memorias dispersas, el wind up, la pierna izquierda levantada hacia el cielo aún estalla en un lienzo nítido de tonalidades, contrastes, anécdotas infinitas. Cuando aquella fanfarria de NotiRumbos un mediodía dominical silenció las conversaciones de tus hermanos, empezó a punzar en tu subconsciente una narración cada cinco días, el pitcher seguía atento las señas del cátcher con sus movimientos tan o más particulares que los del propio Marichal, las rectas seguían quemando la mascota del cátcher, las curvas seguían desbocando a los bateadores, los cambios de velocidad seguían haciendo que sus compañeros se ajustaran sobre la marcha en sus respectivas posiciones. Ese mediodía Felipe te llamó siete veces para que fueses a ducharte.
A medida que aprendías las peculiaridades, los secretos, las tortuosidades de las reglas del beisbol, lamentabas no haber tenido oportunidad de escuchar en vivo más juegos donde participara el Látigo. A la distancia sigues escuchando el impacto, el estruendo de aquel mediodía. Tus hermanos más nunca escucharon los juegos con aquella solemnidad, aquella abstracción, aquella devoción que obligaba a tu papá a tener que arrancarles el radio transistor de las manos para que le ayudaran a cambiar un neumático o fuese a comprar algo en la bodega. Sigues escuchando ese juego en la distancia, sigues hojeando las páginas de ese libro que te propusiste escribir cuando apenas tenías un puñado de recortes de periódico de algunas reseñas de juegos de ligas menores y de la liga venezolana de beisbol profesional y los testimonios de tus hermanos de todos los juegos que escucharon, las discusiones donde callaban a los caraquistas con solo mencionar al Látigo.
A medida que ese juego sonaba más nítido en tus caminatas nocturnales, en paralelo al transcurso de otros juegos, empezaste a visualizar, a diseñar, a bocetear la estructura de aquel otro juego plasmado en papel, y seguiste sin parar hasta conseguir completar un capítulo, dos, veintisiete. Habías logrado conocer a la familia y nunca vas a dejar de agradecer, ni de reconocer todo el apoyo y consideración que te dieron Néstor, la señora Carmen Elena, Valerio, Miguel, Gladys, Zaira. Cada conversación fue un mapa, cada encuentro un lienzo impresionista, cada palabra un uniforme de beisbol que me enfundaba para conocer y adentrarte en los días, la gesta, la vida de Néstor Isaías Chávez Silva, el pitcher que impulsaba cada equipo que defendía hasta convertirlo en contendor serio a la victoria. Nunca te sentiste abrumado por la cantidad de documentos, fotografías, periódicos revista a revisar; siempre querías más detalles y seguías buscando, rastreando.
Pasaste mucho tiempo con aquel estruendo meridiano en el cráneo. Felipe casi tuvo que obligarte a que te duchases ese mediodía. Sentías los pasos sobre el montículo del estadio de la UCV, cada juego recargado, revivido. La voz de Delio Amado León ahogada y enfebrecida. Querías revivir la escena, ir a la sala de los pilotos y hablar con Emiliano Savelli, no importa que te tomaran en broma porque eras un niño de siete años te hubieses escapado a la sala de control y algo hubieses ideado para que tuvieran que revisar otra vez el peso del equipaje, el funcionamiento del censor de temperatura de los motores, el peso del combustible. Apenas si balbuceabas aquellas palabras técnicas, sabes que si hubieses estado allí las hubieras pronunciado con toda propiedad. Treinta años después cuando leíste los detalles de la explicación técnica del accidente, volviste a ese aeropuerto, te acercaste a los mecánicos del avión, pero ellos estaban muy confiados en que ese avión, como era alquilado a la aerolínea Viasa, tenía todo su funcionamiento normal, ajustado y cumplía con todos los protocolos de vuelo. Quisiste decirles palabrotas solo las escuchaste en tu cerebro mientras te bañabas.
Algunos reportajes de revistas deportivas, otros tantos recortes de reseñas periodísticas de juegos de ligas menores, las barajitas y conversaciones con mis hermanos. Eso era el cuerpo de mi proyecto, sabía que me faltaba mucho para escribir un buen libro, uno que al menos templase la mirada de los potenciales lectores. Entonces encontré una página web en tributo a Isaías Látigo Chávez. Al llegar al final de la página noté que era obra de su hijo. Al principio sentí algo de aprensión, por la desconfianza que puede inspirar hablar con un desconocido, pero mi empeño por escribir al menos un libro con elementos históricos auténticos me empujó a marcar el número telefónico. Poco a poco fui enhebrando las palabras y cuando logré expresar que tenía un proyecto de libro biográfico sobre El Látigo, su hijo guardó un breve silencio y luego habló atropelladamente. “Cuenta conmigo. ¡Me gustaría leer ese libro!” Sentí una emoción, una euforia tan grande que flotaba agarrado del teléfono publico.
Ver aquella camiseta de los Gigantes de San Francisco, el uniforme gris de visitador, me paralizó, Néstor, tuvo que repetirme varias veces que la tocase sin pena, que estaba bien conservada. Mientras temblaba y palpaba el tejido de algodón crudo mezclado con lana, me enfundé en ese uniforme y desde ese momento hubo una conexión inédita como nunca había sentido con nadie. Podía escuchar la intensidad de cada lanzamiento del Látigo en aquel campeonato nacional juvenil de 1963 escenificado en Margarita, percibía la alegría en los gestos y palabras pausadas que pronunció el día que firmó con los scouts Pompez y Genovese de los Gigantes, le dijo a su padre, Sebastián que iba a poner toda su alma para llegar a las grandes ligas. Néstor tuvo que casi aplicarme un gancho al hígado para traerme de vuelta. “¿Qué te pasa?” En ese momento comprendí y sentí una comunicación que perduró cada capítulo del libro. Aprendí a ponerme las medias sanitarias, la risa del Látigo resonó cuando tropezaba al caminar con los spikes.
A veces había períodos de dudas, de silencio, de parálisis, porque no encontraba la voz, la presencia, la propiedad para contar la historia desde adentro. Entonces escuchaba el impacto del viento sobre las páginas y descifraba las señas del Látigo. “No te detengas, tienes que terminar ese libro, quiero ver esas páginas impresas”. Sin saber como me enfundaba en aquella camiseta gris de los Gigantes y salía a mirar en directo, más que en primera fila en primer aliento, los movimientos del Látigo en los montículos de las ligas menores. Más increíble aún; más de una vez tuve encima aquella armadura de alabastro que era la franela de los Navegantes del Magallanes a mediados de los 1960s y estuve con el Látigo ahí, cuando le ganó por primera vez a los Leones del Caracas de Cesar Tovar, Víctor Davalillo y José Tartabull, un equipo que en teoría estaba dos o tres escalones por encima de los Navegantes. Ahí junto a la bolsa de la pezrrubia vi como el Látigo a punta de gallardía, coraje e integridad reducía toda aquella ventaja, hasta fajarse palmo a palmo, inning por inning, suspiro a suspiro, hasta convertir la fácil victoria que muchos avizoraban en el primer inning a un duelo de pitcheo incandescente que hacía crepitar el silencio en el cierre del noveno, o comienzo del décimo inning. Allí muchos entendían porque el beisbol es tan sorprendente, improbable, enigmático.
De vez en cuando te encuentras en YouTube esa canción de Bobby Solo que cantó en el festival de San Remo de 1969. Siempre la escuchas entrecortada como aquel mediodía de marzo de 1969, cuando interrumpieron esa melodía para pasar el avance de NotiRumbos que informaba del accidente del aeropuerto Grano de Oro de Maracaibo. En ese momento quisiste apagar el radio, no podía ser. Un avión había precipitado en las afueras de Maracaibo, pasaron más de veinte minutos en silencio, Felipe sacó la barajita del Látigo del gabinete del baño y pasó como una hora susurrando: “No puede ser. Dios mío ¿por qué?” Muchas veces te alejabas cuando escuchabas esa canción en la radio, alargabas las zancadas hasta que desaparecía el sonido. Después te obligabas a escucharla, querías saber que aristas de sorpresa o dolor te inspiraban y por tanto que clase de imágenes podías armar junto a las revistas, periódicos y testimonios. Ahora tratas de rebuscar en tus conocimientos de italiano para entenderla mejor.
En cada página completada tenías que regresar, borrar, reescribir, intentar acomodar pedazos nuevos de vivencias, a ratos soltabas el teclado, levantabas la mirada y casi te desmayabas al ver allí en vivo el rostro de Isaías Chávez, sonriente, con los labios apretados, ensayando una sonrisa y casi imperceptible se escuchaba: “Sigue…sigue, ya estamos cerca del noveno inning y si sientes que te fallan las fuerzas solo tienes que venir al montículo del universitario o al dugout de los Comodoros de Decatur y ahí encontramos los mejores pitcheos para salir adelante…”Había valido la pena cada segundo invertido en viajar a la Biblioteca Nacional, en de pronto abrir los ojos a las tres de la madrugada y gritar en silencio la palabra que faltaba para estar ahí en vivo y en competitividad pura observando las señas del cátcher en aquel juego de trece innings ante la novena de Nueva Esparta, aquella actitud, aquella disposición a asumir la realidad desde el reconocimiento de errores, impactaba.
En el bautizo del libro, El Látigo del Beisbol, flotaba en mis manos adherido por la pezrrubia que tantas veces se inclinó a buscar a un costado del montículo para regresar a sacar ese out impensable, soltar esa pelota invisible; seguí escuchando voces indescifrables enraizadas en la más intensa de su determinación por dejar el alma por su equipo en el terreno de juego. El uniforme albo con el círculo del barco en el costado pectoral izquierdo volvía a fosforecer esta vez en la pared del fondo. La pelota se incrustaba en la mascota del cátcher, y ahí estaba armado para atacar la pelota.
Alfonso L. Tusa C. 16 febrero 2025. ©
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