Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
lunes, 17 de marzo de 2025
Otros ángulos de aquella librería.
Hay líneas que se garabatean o teclean con la incertidumbre de si no son repetitivas, concomitantes, fastidiosas y te dices que lo peor que puede pasar es eliminar el documento y reconfigurar la idea. Regresar hasta aquellas mañanas de finales de los 1960s o inicios de los 1970s. Los pasos lentos, mutando a zancadas cinéticas que trituraban hojas secas de apamate en la acera de la escuela José Luis Ramos, te desesperabas por saber si habría llegado el carro de alquiler con El Nacional, El Universal, los suplementos de comiquitas, la revista Sport Gráfico. Tenías que ir a comprar cuadernos, cartulinas y otros insumos escolares y siempre terminabas recostándote sobre el mostrador para ver las barajitas de beisbol que el señor Pedro Luis Marcano, el que tu abuelo decía que era del sector Mundo Nuevo del barrio San Francisco de Cumaná, tenía pegadas por la parte interior del vidrio, junto a una gráfica frase: “Favor no recostarse del mostrador”. Pedro Luis siempre carraspeaba y señalaba esa frase.
La primera versión que recuerdas de esta librería (la segunda se ubicaba en la esquina opuesta de la farmacia Montes, siempre frente a la plaza, cerca de la residencia de la señora Custodia, si la memoria no te falla esa mudanza ocurrió alrededor de 1976-1977; la librería El Estudiante fue una especie de sucursal que estaba en la calle Arias casi frontal a la escuela Pedro Luis Cedeño, luego cuando cerró la librería Las Flores, El Estudiante tomó su lugar) aparece a mitad de aquella cuadra que tenía en una esquina la heladería de los Rincones y en la otra una frutería. Se trataba de una pared imponente con puertas de madera tan dura que podía quebrar los nudillos de un niño. Nada más traspasar el marco de la puerta te sentías en una atmósfera espacial, sin gravedad y flotabas entre las barajitas de beisbol, los suplementos de Lorenzo y Pepita, Beto El Recluta, y La Zorra y el Cuervo; y las revistas de Sport Gráfico. “Epa mijo, ¿qué se te ofrece?” Pedro Luis se asomaba sobre el mostrador con aquella sonrisa bonachona. Aunque él también era magallanero siempre te echaba broma diciéndote que “ese equipo tuyo si es malo anoche volvieron a perder con el Caracas”. Luego trataba de reivindicarse cuando lo mirabas tan fijo que parecías gritarle: “traidor!” Si llegaban los caraquistas, Pedro Luis de inmediato recordaba que en su librería no se aceptaban burlas ni ironías contra el Magallanes.
“¿Quien te dijo que yo soy de Mundo Nuevo?” Esa fue una de las raras veces que Pedro Luis interrumpió su labor buscando libros, enrollando cartulinas, o embolsando cuadernos. Sus facciones oscilaban desde la sonrisa hasta la búsqueda detectivesca. Su rostro pecoso, lleno de ángulos claros e intrincados, asomó una sonrisa infantil. “Debí imaginar que eso era obra de tu abuelo. Siempre nos veía a la distancia jugar pelota en la calle. Cuando estábamos sentados en la acera, con el rostro compungido porque no teníamos pelota, el señor Luis José Campos se aparecía de la nada con una pelota nuevecita, de esas que vendían en la farmacia y olían a medicina. Apenas nos conocía, no tenía porque ocuparse del juego de unos muchachos que otros decían que molestaban con sus gritos y majaderías. Campito siempre tenía una sonrisa bonachona, eso sí, siempre nos recordaba el respeto, la humildad, la responsabilidad. Por eso cuando lo vi trabajando en los asientos del cine Royal, me aparecí una de esas tardes, cuando más intenso sonaban los serruchazos y los cepillazos sobre la madera, repicados con remaches de clavos de media pulgada y reproduje su silbido especial cada vez que nos veía jugando a la distancia.
Cuando ibas a comprar un pliego de papel bond para la exposición de historia de Venezuela de quinto grado, si sobraba alguna locha, comprabas un sobrecito de figuritas de un álbum que por un lado tenía boxeadores y luchadores y el por el otro banderas del mundo. Una de esas noches te salió la barajita de las Naciones Unidas, esa era la que no le salía a nadie, apenas si tenías cuatro o cinco boxeadores y tres banderas en tu album. A tus amigos de juegos de la calle les faltaba solo esa barajita. Acordamos ir a buscar el premio por llenar el álbum; un balón de futbol. Soñábamos con jugar toda esa noche. Pedro Luis revisó el álbum y nos entregó el balón. Subiendo los escalones de la plaza Montes unos manganzones nos rodearon y trataron de arrebatarnos el balón, cuando ya casi nos lo arrancaban de las manos, se apareció Pedro Luis con un rostro más temible que el del Monstruo Milton. Los tipos se paralizaron y sin que nadie dijese nada, nos devolvieron el balón, sus rostros parecían de plomo.
Esperabas que los tumultos de los clientes se dispersaran, entonces te inclinabas sobre el mostrador, sin tocar ni recostarte y volvías a ver las barajitas de beisbol que Pedro Luis tenía adosadas al vidrio desde el marco estructural del mueble. La primera barajita era del equipo campeón de la temporada 1949-50 de la liga venezolana de beisbol profesional, los Navegantes del Magallanes. Pedro Luis decía que esa barajita se la había encontrado en la acera, el primer día que vendió esas barajitas que promocionaba la revista Sport Gráfico. La segunda era una composición de fotos separadas de los héroes magallaneros del campeonato 1950-51, “esa si me salió en un sobrecito que compré”, dijo Pedro Luis. La tercera mostraba al Magallanes campeón de la campaña 1954-55. Había una especie de mancha de humedad proveniente de la fotografía original que contrasta con el relumbre de la barajita. La cuarta era una imagen de Isaías Látigo Chávez con el rótulo de Inmortales, una sección ideada por los diseñadores del álbum para aquellos peloteros que habían fallecido. Pedro Luis aseguraba que El Látigo iba a ganar más de 15 juegos por temporada en grandes ligas y también iba a hacer ganar varios campeonatos al Magallanes. La quinta mostraba el momento escalofriante cuando Dámaso Blanco anotaba la carrera del triunfo en la Serie del Caribe de 1970, Pedro Luis decía que en ese momento le dio todo el volumen a su radio de onda corta, salió a la calle y se encaramó en el capó de un Cadilac anaranjado y todos gritaron: “Venezuela Campeón!”. La séptima era una barajita Topps de Roberto Clemente con el uniforme sin mangas de los Piratas de Pittsburgh en el jardín derecho de Forbes Field. Cada vez que alguien hablaba de esa barajita, Pedro Luis señalaba una revista Sport Gráfico que tenía en el estante separada del resto de las publicaciones periódicas donde aparecía Clemente ejecutando un tiro desde el rincón del right field. La octava, para ese momento ya Pedro Luis te había recordado que tenías que despegarte del mostrador, casi habías traspasado el vidrio, dibujaba las facciones de un joven Vidal López en plena ejecución sobre el montículo, entonces Pedro Luis recordaba los dos juegos sin hits ni carreras que Vidal había lanzado con Magallanes cuando la liga todavía se llamaba Primera División. La novena reflejaba a un delgadísimo Camaleón García, de los tiempos cuando reemplazó a Pipita Leal para establecerse como tercera base titular del Magallanes por muchísimos años. La décima era una tricromía refulgente de Armando Ortiz, su uniforme blanco del Magallanes relumbraba contra el fondo oscuro del dugout, en medio de las discusiones más encendidas con los caraquistas, Pedro Luis preguntaba cual jugador del Caracas le había bateado un jonrón a Miguel Cuellar después que este venía de ganar el Cy Young de la Liga Americana en 1969.
Los jueves varios muchachos, tal vez siete o hasta diez, se sentaban en el banco de la plaza Montes justo al frente de la librería. Algunos esperaban los periódicos, pero todos se preguntaban que artículos, que fotografías, que portada traería la revista Sport Gráfico. Al dar las diez de la mañana ya había llegado el carro de alquiler con los periódicos y hasta algunas revistas hípicas. Cuando daban las once y sonaba el silbato del central azucarero, Pedro Luis salía hasta el banco de la plaza y convencía a los muchachos para que regresaran a sus casas, fuesen a la escuela y regresaran a las seis de la tarde. Esos atardeceres resultaban muy prolongados, los muchachos iban llegando de cuenta gotas, muchos aún con el guardapolvo de la escuela o con el uniforme de caqui del liceo. Soñaban con hojear el ejemplar de Sport Gráfico, buscar las fotos de Cesar Tovar, Victor Davalillo, Dámaso Blanco, Gustavo Gil, Enzo Hernández o David Concepción. A eso de las siete de la noche Pedro Luis Salía con una revista en la mano. Solo habían llegado diez ejemplares en el paquete y apenas había salvado el que siempre compraba para él.
Cuando todos los muchachos abandonaban la plaza cabizbajos y silenciosos, Pedro Luis los llamó, les propuso acordar una hora a la semana, los sábados a los ocho de la mañana, allí en el banco de la plaza leerían juntos los artículos más importantes de Sport Gráfico y después quizás les haría varias preguntas de beisbol y el que las respondiese se quedaba con aquel ejemplar. Primero dijeron que no porque a esa hora iban a jugar pelota en el solar de asfalto frente al Centro de Salud. Pedro Luis dijo que esa reunión solo podía durar 30 a lo sumo 40 minutos porque él tenía que atender su librería. Aquel sábado hubo empates entre tres o cuatro muchachos al responder las preguntas de beisbol de Pedro Luis. Eso los hizo acordar que cada vez que el paquete de Sport Gráfico fuese insuficiente se reunirían en la plaza Montes a leer los artículos más resaltantes. Antes Pedro Luis aclaró que tenían que tenerle paciencia con sus deberes laborales y familiares.
Alfonso L. Tusa C. 03 febrero 2025. ©
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