domingo, 13 de abril de 2025

Matices de Fenway Park.

Desde aquellos días fantásticos de la temporada del Sueño Imposible de 1967, cuando por accidente sintonicé la emisora de las Fuerzas Armadas estadounidenses, siempre quise saber más de ese estadio, de ese lugar sagrado enmarcado en los alrededores de Kenmore Square en la ciudad de Boston. La imagen de un recinto diminuto no encajaba con la inmensidad emocional de aquellos juegos. No me importaba tener que monear cual hombre araña el limonero del pasillo posterior de la casa y desde allí saltar hacia la platabanda. Desde allí tuve mi primer ángulo de Fenway Park. Los jonrones de Tony Conigliaro, las hazañas de Carl Yastrzemski, las fábulas de Jerry Adair, la gesta de Jim Lonborg, definían, diseñaban, ajustaban el mapa, las tribunas, el terreno, el Monstruo Verde de un lugar escrito a cincel y batazos en medio de una ciudad donde la Historia es la novela más profunda y punzante y el beisbol refulge entre la esencia más rancia de sus orígenes, medioevo y actualidad, con muchos fulgores de nostalgia. Ver un juego de beisbol en Fenway Park aunque sea por TV es volver a la naturaleza del juego, a la intensidad de Tris Speaker y Dom DiMaggio en el jardín central, a los recursos y el pundonor del pitcher Babe Ruth. Encogerse en la incomodidad y el anacronismo de los asientos de Fenway Park es un documento histórico de todo lo que ha significado en beisbol en la cotidianidad estadounidense y de todos los países donde se practica el deporte del diamante de cuatro bases. Aún centellean en mi cráneo las imágenes de aquellas casas grandes, en apariencia fachadas de vecindad. Ese día caminé desde Arlington Street. Quise seguir el mapa mental que había trazado desde el tope de la Hancock Tower. Por momentos dudaba entre si tomar el tren subterráneo, sin embargo los efluvios, la ebullición de eventos históricos, la presencia de esa atmósfera arqueológica bostoniana me hizo practicar mi inglés magullado hasta divisar las torres luminosas de Fenway Park.
Permanecí como treinta minutos atrapado en círculos irregulares alrededor de las cuadras de Kenmore Square, estos mostraban alguna cercanía con las torres sin terminar de llegar a la entrada del estadio. Hasta que consulté con un peatón quien me dijo que esas fachadas de casas victorianas eran la entrada a Fenway Park. Estuve un rato petrificado, buscando aire en una asfixia de donde no quería escapar. Saber que detrás de esas paredes de puertas entrañables y techos recónditos burbujeaba aquel escenario del Sueño Imposible de 1967, el jonrón sonámbulo de Carlton Fisk en el sexto juego de la Serie Mundial de 1975. Esa impresión me dejó extasiado, magullado por el impacto, la impaciencia de trascender las puertas para buscar el ángulo más próximo al Monstruo Verde, la asimetría del jardín central, la pizarra manual a ras de la zona de seguridad del jardín izquierdo. Sin importar la obsolescencia de los asientos, el verdadero beisbol se ve de pie, con el alma en la garganta y la respiración oscilando entre el montículo y el plato. Regresar a Fenway Park luego de cada puñalada, cada patada de nuevas modificaciones absurdas de reglas, ilustra la narrativa impactante del beisbol original. En los dugouts estrechos y apretujados de Fenway se respira la pertinencia, el compromiso integral del pitcher, mucho más allá de remitirse a ejecutar envíos desde el montículo. Observar una pelota estrellarse en el Monstruo Verde dibuja el billar del jardinero izquierdo para aplicar Pitágoras en los rebotes de la pelota sobre los ángulos más intrincados de la banda izquierda. Ver un juego de pie en Fenway Park es rememorar cada vez que le tocaba el tueno al pitcher con bases llenas y el manager lo dejaba batear. Abajo por dos carreras, el pitcher se las ingeniaba para batear un rodado lento por la línea de tercera base, y cuando muchos pensaban que era el out final, el pitcher corría como relámpago para vencer el brazo del antesalista y mantener vivo el inning y a su equipo ahora a solo una carrera del rival. Nada de locutores internos gritando, usurpando la animación espontánea de la tribuna. Solo el aficionado y el beisbol.
Permanecí como treinta minutos atrapado en círculos irregulares alrededor de las cuadras de Kenmore Square, estos mostraban alguna cercanía con las torres sin terminar de llegar a la entrada del estadio. Hasta que consulté con un peatón quien me dijo que esas fachadas de casas victorianas eran la entrada a Fenway Park. Estuve un rato petrificado, buscando aire en una asfixia de donde no quería escapar. Saber que detrás de esas paredes de puertas entrañables y techos recónditos burbujeaba aquel escenario del Sueño Imposible de 1967, el jonrón sonámbulo de Carlton Fisk en el sexto juego de la Serie Mundial de 1975. Esa impresión me dejó extasiado, magullado por el impacto, la impaciencia de trascender las puertas para buscar el ángulo más próximo al Monstruo Verde, la asimetría del jardín central, la pizarra manual a ras de la zona de seguridad del jardín izquierdo. Sin importar la obsolescencia de los asientos, el verdadero beisbol se ve de pie, con el alma en la garganta y la respiración oscilando entre el montículo y el plato. Regresar a Fenway Park luego de cada puñalada, cada patada de nuevas modificaciones absurdas de reglas, ilustra la narrativa impactante del beisbol original. En los dugouts estrechos y apretujados de Fenway se respira la pertinencia, el compromiso integral del pitcher, mucho más allá de remitirse a ejecutar envíos desde el montículo. Observar una pelota estrellarse en el Monstruo Verde dibuja el billar del jardinero izquierdo para aplicar Pitágoras en los rebotes de la pelota sobre los ángulos más intrincados de la banda izquierda. Ver un juego de pie en Fenway Park es rememorar cada vez que le tocaba el tueno al pitcher con bases llenas y el manager lo dejaba batear. Abajo por dos carreras, el pitcher se las ingeniaba para batear un rodado lento por la línea de tercera base, y cuando muchos pensaban que era el out final, el pitcher corría como relámpago para vencer el brazo del antesalista y mantener vivo el inning y a su equipo ahora a solo una carrera del rival. Nada de locutores internos gritando, usurpando la animación espontánea de la tribuna. Solo el aficionado y el beisbol.
Momentos plasmados a cincel. Fotografías indelebles de jugadas fantasmales. Atrapadas inesperadas de Jerry Adair en segunda base para completar triunfos sufridos de los muchachos cardíacos del Sueño Imposible. El movimiento pausado de Luis Tiant para mostrar la espalda en ruta de dominar al bateador en plena recta final de la temporada 1975. La celeridad anticipada de Dwight Evans para capturar un elevado en los confines del jardín derecho para luego retratar al corredor con su brazalete de trueno y relámpago. Grandes imágenes que implican preguntas sobre si esas tribunas, ese Monstruo Verde, ese abanico del cuadro interior, son más fantasía que realidad, más fábula que evidencia, más sueño que materia.
Alfonso L. Tusa C. 09 diciembre 2024. ©

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