Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
martes, 29 de abril de 2025
Solar de asfalto.
Escuchabas el murmullo, las voces estridentes de tus compañeros. La emoción de acercarse hasta aquel espacio que habíamos bautizado como nuestro estadio particular de beisbol y futbol, le hacía comentar en voz alta la escogencia de los equipos. Solo había que atravesar el pedazo de calle Bolívar adyacente al cruce con calle La Florida. El pavimento era pura tierra, restos de granzón, la frontera la demarcaban varios arbustos de tabaquero, algunas rocas desgastadas o cortadas por el proceso de preparación de mezclado del asfalto con el granzón para pavimentar las calles, varios desperdicios de latas de leche Tip-Top, Nido, Klim o Reina del Campo, algunas páginas amarillentas de periódicos viejos desgastados por la lluvia. Había bosquecillos de yaque y guayabos en las zonas más alejadas, había una capa alta de hierbajos y rastreras como verdolaga y cun de amor en los predios inmediatos a nuestro diamante con bases de cartones de leche Silsa y platos de peltre oxidados.
Siempre que escuchabas esas voces, empezabas a elucubrar, a imaginar excusas para salir a jugar al jardín, desde allí sería más fácil la escapada. Tenías que llegar a toda costa a esa explanada de asfalto de algunos mil metros cuadrados. Había una especie de expectativa sostenida. Había una visión real de un sueño, de una fantasía que se extendía por varios centenares de metros con tres o cuatro juegos de pelota desplegándose en simultáneo, en todos podías pedir una oportunidad si en alguno te rechazaban. Había montículos de arena intercalados cada cien metros a distintas coordenadas del territorio. Había ese espacio infinito, esa inmensidad para soltar todos los corceles de las ganas de jugar beisbol hasta romperte las manos y quedar mudo de tantas voces vehementes en la discusión de bolas y strikes, out o quieto. Había una tranquilidad, una armonía inexplicable que nunca tenías en tu casa. En menos de tres segundos te ponías los zapatos de gomas y te escurrías por la puerta de la calle.
Al acercarse las seis de la tarde empezabas a buscar acercarte a los bosquecillos, detrás de los arbolitos de yaque y guayaba era más fácil mimetizarse, desaparecer de la mirada de tu padre. Te resistías a salir de aquel campo de juegos, si bateaban alguna pelota hacia el bosquecillo la atrapabas y seguías corriendo como si quisiera llegar hasta el cañaveral posterior al Centro de Salud. Entonces empezaban a apagarse las luces de aquel estadio, el horizonte apretaba más hacia la esquina occidental lo poco que restaba de anaranjados y escarlatas, en la calle La Florida los bombillos de los postes lanzaban disparos de penumbras que te impactaban en los costados y sentías como tus zancadas desaceleraban. Desde el medio del solar llegaban gritos de recoger bates y guardar las pelotas. Regresabas entre molesto, reclamabas que todavía se podía jugar un inning más. No sabía si el día siguiente tendrías la misma oportunidad para escurrirte raudo a través de la puerta de la calle.
Alfonso L. Tusa C. Abril 28, 2025. ©
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