lunes, 23 de junio de 2025

Anaerobia frente al totalitarismo.

El hombre apenas reaccionó para atrapar su teléfono celular a la altura de los tobillos. Las maravillas de la aceitada maquinaria propagandística del régimen que le robó la vida a él y otros tantos millones de venezolanos hace 24 años, de nuevo muestra sus mejores trazos a nombre de unos cuantos colaboracionistas que gritan y redactan a los cuatro puntos cardinales que en Venezuela “todo esta normal, no hay ninguna escasez de nada, y los fantasmas del hambre y la miseria son inventos de unos pocos desadaptados”. Desde la esquina de enfrente alguien gritaba: “¡Caramba Josué todavía tienes reflejos!” El tipo se rascó el cráneo, abrió un claro entre los cabellos platinados mientras cavilaba que tenía que tener reflejos y sino inventárselos, como hacía en los metros finales de aquellas carreras maratónicas en que participaba a mediados de los años 1990. Ahora se trataba de avanzar entre los escombros de la vida, el ensayo de democracia que en parte algunos habían entregado y otros habían arrebatado. Leer en los medios y hasta las redes sociales, los supuestos testimonios a favor del totalitarismo sintetizados en los sofisticados “laboratorios de la verdad”, sumerge a Josué en una especia de Atlántida donde apenas se puede respirar mediante escafandras de ayuda externa o intentos extremos por rasguñar algo que medio supere al “maravilloso salario mínimo” que acuchilla a diario el estómago de quienes dependen solo de este. A veces le provoca vomitar toda su experiencia de días seguidos de comer solo un pedazo de pan, medio cambur, o los restos del almuerzo de un compañero de trabajo, cuando lee aquellos comentarios cuidadosamente eslabonados, ingeniosamente coordinados, sacar las puñaladas más arteras de una cotidianidad muy cercana a la agonía, al hambre disparada hasta el desmayo y la anaerobia. Se pregunta si esas caminatas casi a ciegas, casi desmayadas, son la conclusión de una pesadilla bestial o las imágenes recurrentes de una realidad que ha arrebatado la vida a muchos. Siempre ha rechazado las bromas pesadas, el acoso psicológico, las burlas, ahora, en medio de las imágenes de esta Atlántida distorsionada por 24 años de aguas turbias, Josué ha desarrollado una especie de coraza ante ese supuesto humorismo relacionado con los disidentes del régimen totalitario, si bien no se enzarza en discusiones sulfúricas e interminables, se sumerge hasta las fosas más recónditas, en las aguas más viscosas donde reposan las referencias más impactantes de eso que llaman “los cuarenta años” (1958-1998). Los interlocutores lo miran extrañados como si apreciaran lo voluminoso y opaco de su escafandra. Intentar avanzar entre los escombros de lo que alguna vez fuese un país, es una habilidad que Josué difícilmente maneja, las capas geológicas de los innumerables episodios totalitarios representan ejercicios arqueológicos que iluminan de inmediato los rostros de varios familiares, amigos y allegados desaparecidos a destiempo gracias a la pesadilla que empezó el 4 de febrero de 1992. Ver los toros desde la barrera implica una perspectiva muy distinta a estar allí en la arena de frente con la fiera resoplando azufre y pateando restos de institucionalidad; Josué rememora un episodio de su adolescencia cuando en un crucero por el Caribe con sus padre vio a la distancia una discusión entre algunos siete cubanos exilados que discutían en la barra del comedor del barco, todos con la yugular brotada, todos con miradas sulfúricas, todos con las manos empuñadas, desde su ignorancia Josué veía a los tipos como unos simples viejos nostálgicos. Ahora más de cincuenta años después, puede descifrar con precisión cada uno de los nudillos de los puños, siente como la yugular llega casi hasta sus sienes, aprecia la nostalgia como el vehículo esencial para desnudar las “maravillas revolucionarias”. Seguro hay que vivir en carne propia el laberinto del hambre para saber con propiedad de que trata, como la saliva puede pasar de ser insípida, a bicarbonato de sodio y a clavos de especia.
Siempre le llamó la atención aquella frase de Jacobo luego de alguna discusión prolongada y vehemente con sus conocidos y allegados simpatizantes de los regímenes personalistas: “Es muy fácil despotricar de las fallas de la democracia, porque nadie quiere asumir su responsabilidad, la mayoría quiere que un caudillo, un cacique, un tipo de mano dura y cachucha lo haga todo y meta a todos en cintura. La democracia es difícil porque trata de respeto, de consideración, de comunicación, de compromiso y muchísima paciencia y perseverancia. Hay que ser muy obstinado para ser demócrata”. Solo mucho tiempo después Josué pudo empezar a masticar esas palabras, asimilarlas. Es muy poco lo que el venezolano medio ha avanzado en entender las particularidades de la democracia, todo termina siempre desgastándose ante las soluciones a corto plazo, inmediatistas, sin importar la consecuencia, y también inmediatas que puede tener que pagar el simple mortal que deambula las calles con la mirada extraviada y el paso vacilante, una mezcla de tambaleo y samba de una nota. Tantas imágenes distorsionadas por la refractancia de las aguas viscosas de esa Atlántida han terminado por sumir a Josué en una especie de limbo permanente donde discute para su adentros porque muchas personas siguen hablando de “el país, la ley del trabajo, los derechos”; y busca las palabras y la actitud serena para responder “¿Cuál país?, ¿Qué ley del trabajo? ¿No se percatan de que el estado de derecho pereció bajo las botas y las garras del totalitarismo?” Entonces nota que se ha ofuscado y se alivia porque todo ha sido un ensayo. Ver a sus compañeros de trabajo emigrar, huir, desfallecer y perecer en medio del genocidio disfrazado con justificaciones de traición a la patria y otra sarta de maravillas dialécticas de esa utopía llamada comunismo que en la práctica no es más que el peor de los capitalismos: el de estado. Ha resultado la más cruel de las maratones en la cual Filipides corre y corre y aún no regresa a Atenas. Josué siente un reflujo de granizo e el estómago con cada “logro de la revolución”. Cada vez que camina por trechos de cuadras intercaladas de locales comerciales sin electricidad, envueltos en el rugido de las plantas eléctricas de gasóleo, le provoca responder todas esas imágenes fabricadas en los “laboratorios de la realidad”, para restregarles en la cara que esos apagones intermitentes pero continuos, se han ido convirtiendo en una constante que ha adormecido, anestesiado o resignado muchas de las voces que permanecen denunciando 24 años después de aquella elección que apuñaló de manera absurda el alma de la democracia. No deja de pensar que la democracia no se ejecuta desde una oficina o un palacio, es un asunto de delegar y escuchar, de creer en el ultimo integrante del equipo, de que se comprenda porque el liderazgo se ejerce desde el aporte de quien parece más ajeno, más lejano, porque se ha llegado un unos niveles de conciencia que avanzan raudos como una ambulancia en la oscuridad.
Infinidades de veces Josué ha callado ante los juicios de valor de quienes se quedaron en esto que no es más que una hacienda expropiada por cuatro malandros ante los que emigraron, o enmudecido ante las observaciones irónicas o sarcásticas de los que se fueron respecto a los que permanecieron. Es otro laberinto infinito, nadie debe enjuiciar al otro pero si a si mismo, ese es el reto, dejar a un lado el escritorio del analista político para bajar al campo de juego a efectuar las jugadas que solo cada uno puede ejecutar pero la criticadera hacia los otros no lo deja. Entonces regresa al traje de buzo, la escafandra y las manguerillas de aire, ahí va otra vez descendiendo a pleno mediodía hacia la penumbra de la Atlántida y ve a todos los amigos personajes y allegados que antes tenía empleo estable y ahora aquella ropa de empleado erosionó ante al ácido sulfúrico del totalitarismo. La mirada se le arrasa cuando ve a sus colegas y supervisores de aquel Intevep salir a compartir. A jugar pelota de goma en el estacionamiento de los módulos de Sur 2, luego de las jornadas de tormenta de ideas y ensayos de laboratorio más intensa y profundas, la fruición por compartir con un juego de beisbol rudimentario sacaba las expresiones de naturalidad y camaradería entre los técnicos y los profesionales más encumbrados. Una experiencia indeleble que perdura a través de las imágenes congeladas de la Atlántida, el dolor fosilizado, los desgarramientos infinitos, las voces apagadas. Los pasos del buzo queman en el tiempo traspasan muchas fronteras invisibles. Intenta ejercicios emocionales, “¿será que estas persones viven?, ¿será que guardan memorias de aquellos tiempos?” Josué se mira al espejo y sabe que quedan pocos restos de aquel rostro, pocas aristas de aquellas sonrisas, solo quienes se toman el tiempo de ejecutar detalladas excavaciones arqueológicas pueden mirar a los ojos y saludarlo con la efusividad de aquellos años aplastados por las capas geológicas de la Atlántida. Permanecer en Venezuela resulta un reto con muchas aristas de resiliencia. La anarquía y arbitrariedad han avanzado hasta niveles insufribles, donde es preferible permanecer callado y dar un paso al costado, porque enzarzarse en una discusión personalista solo ahonda más las heridas emocionales de este laberinto. Desenredar este nudo, esta maraña de 24 años, implica una paciencia y constancia que muchas veces se pierde porque las faltas de respeto son muy gráficas y despiadadas. Por eso Josué prefiere empezar a tomar distancia, a retirarse hacia el perímetro del huracán, los dolores acumulados duelen en la mirada y la respiración. ¿Cómo recuperar los valores, la calma, el respeto? Es un reto profundo y Josué sabe que hay que afrontarlo segundo a segundo, día a día, mes a mes. Una tarea de hormigas a largo plazo, que no admite demoras, diferimientos o excusas, porque en ello nos va la vida, la posibilidad de volver a tener un país donde nos reconozcamos y respetemos. Respirar vapores nauseabundos, sentir piedras en los pulmones, calambres en las pantorrillas propios de los kilómetros postreros de un maratón, es un ejercicio que habrá que practicar casi en continuo, casi de memoria, casi inconscientes, por mucho tiempo. Igual que en la carrera, de nada sirve detenerse porque los rivales nos dejan atrás. La escafandra y el traje de buzo pesan una enormidad, pero esas imágenes difusas, trepidantes, viscosas de la Atlántida que llevamos troquelada a cincel y a mandarria en cada uno de esos niños que se fue al nacer o poco después, o a destiempo, en cada uno de los hermanos que fallecieron por falta de médicos, medicinas, ambulancias; en cada primo que fue ajusticiado por disidente. Todas esas imágenes hacen un ruido infernal en el cráneo que evapora escafandras y funde neopreno. Tal vez el agua salada atragante la sed de justicia, pero los pasos firmes y pausados persistirán hasta emerger, hasta conectar esa Atlántida con la realidad.
Alfonso L. Tusa C. 26 septiembre 2023. ©

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