lunes, 25 de agosto de 2025

Arepas y arancini.

A medida que te internabas en el laboratorio, hallabas otra conexión con aquella desconocida y enigmática ocupación de tu padre que al principio desdeñabas. Calentar el agua gradualmente para una destilación por arrastre de vapor te hacía apreciar las destrezas que debía manejar un cocinero. Agregar el ácido sulfúrico concentrado por las paredes del recipiente en vez de añadir el agua sobre este, te ilustraba con mucha nitidez sobre el tacto y el cuidado de alguien dedicado al arte gastronómico. Hubo varias prácticas cuando por momentos hacías el intento de correr una película paralela a la experiencia química, empezabas espolvoreando bicarbonato de sodio sobre una atmósfera de gases amoniacales y clorhídricos cuando era inminente la intoxicación de los trabajadores de una panadería, terminabas amasando la mezcla de harina de maíz con ralladura de cambur verde o perfilando la esfericidad de aquellas bolas de arroz rellenas de carne molida que tu papá llamaba arancini. Luego de alcanzar tu grado de técnico químico, muchas veces te has sorprendido con esa especie de imagen romántica, fugaz, invisible, de profundizar en aquellas recetas en letra grande de bolígrafo en tinta añil que tu papá guardaba en la última gaveta de su escritorio. Nunca pudiste conseguir sacarle ninguna conversación a tu padre sobre aquellas recetas que por lo general llegaban en abultados sobres. Sabías que tu abuela, la Nonna, le escribía regularmente. Aguardabas a unos de aquellos viajes hacia Caripe o San Antonio de Maturín que tu papá efectuaba los sábados, cuando por alguna razón no podías acompañarlo, ni siquiera la colección de revistas Sport Gráfico con las reseñas de los juegos más disputados de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional o los reportajes más detallados y reveladores de peloteros de grandes ligas, te podían consolar. Entonces recordabas aquellos sobres abultados, con estampillas italianas, que ocupaban casi más de la mitad de la última gaveta del escritorio. Siempre te agradó la magia de los cambios de estado, la gama de olores que emitían los distintos ingredientes al soltar tres hojas de albahaca sobre una cazuela con jugo de tomate cerca del punto de ebullición. Las prácticas de laboratorio empezaron a descubrir muchos espacios difusos que fuiste rellenando con cada una de las técnicas de manipulación de instrumental de vidrio, o la graduación de las mantas de calentamiento. Por más que tratabas de disimular las preguntas sobre los trucos que la Nonna dejaba en el aire en aquellas cartas, tu padre nunca mordía el anzuelo y abría con furia la última gaveta pero todos los sobres estaban perfectamente ordenados, intactos. Por momentos regresabas, avanzabas, o tomabas un respiro a un costado para encontrar la plasticidad justa de las proporciones de agua, harina de maíz, papelón y granos de anís para modelar las arepitas dulces con todas esas tonalidades, caoba, canela, roble que siempre has rebuscado para ubicarlas al tope, junto a las arancini en la carta de ese restaurant. Mientras adelantabas tus prácticas de química orgánica visualizabas azeotropos de albahaca y tomate que condensaban en los recursos de última hora para conseguir sacarle alguna explicación a tu padre, alguna luz de los secretos de aquellas cartas. En cada una de aquellas gotas verdosas y carmesí recurrías a lo inesperado de preguntar si él sabía que Joe DiMaggio además de jugar beisbol también era muy bueno en boccia, una especie de bolas criollas, el juego predilecto de tu padre después del futbol y el dominó aunque nunca lo viste tomar una de aquellas pelotas, mucho menos para jugar bolas criollas. En medio de tus ensimismamientos buscando las fugas en el montaje de destilación, acechando posibles aceleramientos inesperados de la reacción química, a veces lograbas descifrar, elucubrar, casi adivinar en medio de las peroratas de tu padre, porque las hojas de albahaca tenía que ser del cogollo, porque se debían agregar casi desde el inició de la cocción de la salsa.
Cuando apretabas los puños a un costado del balón en revulsión a punto de lanzar toda la mezcla de ácidos fuertes y sales orgánicas, apenas si recuperabas el aliento y la paciencia de aguardar que disminuyera el nivel de las explosiones luego de haber disminuido la lectura del regulador de la manta de calentamiento. Solo cuando sentías los puños aflojarse en la plasticidad de la mezcla de harina de maíz con ralladuras de cambur verde, recuperabas la serenidad que te permitía estabilizar cada centímetro del balón y la cabeza de destilación. El espacio diario de buscar, habilitar la posibilidad de asistir a un curso de gastronomía, seguía apareciendo en tus reflexiones diarias. Tal vez no ibas a inscribirte formalmente, pero si asistes a diario a las lecciones de elegir las mejores técnicas, de madrugar para conseguir los mejores vegetales y sorprender a los vendedores de pescado con la escogencia de los mejores ejemplares de acuerdo al aspecto de sus ojos y agallas. Has intentado conformar al menos un menú cargado de eclecticismo donde el primer plato incluya los contrastes de textura del maíz intercalado entre virutas de cambur más pintón que maduro y los gradientes de sabor desde la arepa hasta los fragmentos de cebolla y tomate impregnados de clara y yema revueltos, embutidos con pimienta y algún resquicio de diente de ajo. Cuando logras encontrar la proporción exacta de arroz y carne molida para modelar las arancini, reverbera aquella conversación donde tu padre rememoraba una entrevista que había leído en El Nacional o El Universal de Carl Furillo, jardinero derecho de los Dodgers de Brooklyn. Podías sentir el disgusto de tu padre con la gerencia de los Dodgers por haber tratado de manera tan desconsiderada a uno de los peloteros que se había entregado a la causa de aquellos Dodgers como cualquiera de los Muchachos del verano. Siempre regresas a ese equipo de mediados de los 1950s, cada vez que quieres buscar a tu padre. Quieres saber que puedes usar como sustituto de los piñones en la preparación de la salsa para las arancini, sabes que tu padre es el único que puede asomar un sustituto válido. Sabes que más que cualquier curso formal de chef de cocina que puedas tomar, la esencia de tus conocimientos y la legitimidad de tus secretos en una cocina solo tendrán fuerza en la medida que busques a tu padre y puedas descifrar las cartas de la gaveta del fondo de aquel escritorio.
Alfonso L. Tusa C. Junio 15, 2025. ©

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