Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
sábado, 9 de agosto de 2025
Arqueología de un estadio.
Ahora en este desierto, en estas calles mineralizadas cumanesas de 2025, entre los pasos más cardíacos de ese periplo diario de vértigo y escalofrío, uno de los lugares más recurrentes es ese estadio de la avenida Gran Mariscal, el mismo que conociste durante una feria de principios de año, seguramente relacionada con Santa Inés. En medio de las mesas de ventas de dulcería tradicional y juegos de azar, tu hermano señaló hacia el terreno de juego, indicó la zona de la tercera base, allí había visto desempeñarse a Luis Camaleón García, tomar roletazos hacia la raya del jardín izquierdo, meter el cañón de su brazo hacia primera base. Luego caminaron hacia el montículo, Felipe escarbó con la punta del zapato en la zona posterior a la caja de lanzar, mencionó la palabra pez rubia, la bolsa de resina blanca que Bob Gibson tomaba del piso cada vez que necesita recomponerse en medio de un inning difícil. La próxima vez que regresaste a ese estadio era agosto de 1970 se jugaba un campeonato de beisbol juvenil.
Esas imágenes de aquel campeonato nacional de beisbol juvenil siempre burbujeaban cuando ibas a jugar caimaneras en la esquina del estadio que da hacia la escuela República Argentina y burbujean ahora cuando avanzas entre imágenes de otros tiempos en la acera de las casas donde terminaba la trayectoria de las pelotas de tus caimaneras. Desde el principio de aquel campeonato habías percibido la rivalidad entre los equipos de Sucre y Anzoátegui. Había muy buen nivel beisbolero, pero cuando jugaban estos equipos la competitividad crecía exponencialmente. Por eso sufriste tanto cuando Sucre perdió el juego del campeonato versus Anzoategui 2-1, desde ese día regresabas a ese estadio cada día que visitabas Cumaná, las imágenes de aquel juego aún burbujean desde los compartimentos más polvorientos de tu memoria. Aún hoy cuando la estructura del estadio resiste el abandono y la mentira de la restauración superficial, puedes recrear, aquellas tribunas repletas, aquel duelo de pitcheo.
Caminas por las casas, muchas de ellas abandonadas, arrasadas por el cataclismo político que inició un cuatro de febrero de 1992, y logras visualizar, bocetar, esbozar tus visitas a los jardines de esas casas para solicitar, rogar que el dueño (a) te devolviera la pelota que habían bateado desde el solar de la esquina del estadio frente a la escuela República Argentina. A veces te salía una señora gruñona y lanzaba la pelota hasta el medio de la avenida, a veces salía un tipo mal encarado y decía que allí no había caído ninguna pelota. Cierta vez cuando ya ibas a la defensiva ante tanta receptividad urticante, un señor de cabello platinado y rostro con ciertos asomos de arrugas, te preguntó si sabías algo de la historia de ese estadio de enfrente. Junto con tu pelota manchada de clorofila y marcada de tajos por contactos con superficies rugosas y cortantes de paredes, piedras o islas de avenidas, el señor apretaba con las puntas de los dedos de su mano izquierda otra pelota amarillenta de humedad y telaraña.
Primero habló de un tal Luis Camaleón García y de un pitcher temible llamado Bob Gibson, dibujó con detalles los juegos de aquel equipo Oriente que sustituyó al Magallanes de Don Carlos Lavaud, si, él dueño de la ferretería “Los Eléctricos” origen de que a los Navegantes también los llamasen Eléctricos. Ese Oriente, jugó en la Liga Venezolana de Beisbol Profesional entre finales de los 1950s e inicios de los 1960s. Al lado de aquellas firmas con apenas vestigios de tinta azul, aparecía la rúbrica de otro gran pitcher: Ramón Monzant, la del manager Lázaro Salazar, la del novato Leopoldo Tovar y la del primera base Joe Altobelli. Preguntaste si ese Gibson era el mismo que ganó dos Series Mundiales con los Cardenales de San Luis, si Altobelli era el mismo que había ganado la Serie Mundial como manager de los Orioles de Baltimore en 1983. El hombre de cabellos platinados y guayabera aguamarina de tres cuartos de manga, respondió que había visto a Gibson lanzar pitcheos tan pegados que los bateadores se paraban casi a dos metros del plato. Que Altobelli había bateado un jonrón por todo el poste del jardín derecho que tronó como dinamita contra el muro externo del estadio.
El señor te invitó a que fueses un domingo temprano en la mañana si querías que te contase más de ese estadio de la Gran Mariscal. Las voces de tus compañeros de juego sonaban más estridentes y telúricas. “¿Qué te pasa chico? Nos estamos asando aquí con este solazo!” Esa tarde se te cayeron dos elevados fáciles y se te fue una pelota entre los pies. Tenías que saber más de ese Bob Gibson, imaginabas la agilidad de movimientos y precisión de lanzamientos de Camaleón García, el señor te aclaró que era muy injusto recordar a camaleón solo por aquella infortunada jugada de una Serie del Caribe donde la pelota se le quedó en el guante y no sabía donde estaba, él lo había visto atrapara roletazos invisibles detrás de la tercera base y desde el suelo meter centellazos que casi despedazan el mascotín del primera base. Querías internarte en ese estadio hasta detrás de la pared del jardín derecho en ese espacio donde crecían arbustos y yaques entre la pared y el muro exterior, quería precisar el lugar donde había impactado el jonrón de Joe Altobelli. La puerta estaba cerrada, por lo que tuviste que practicar las técnicas del hombre araña y aterrizaste entre los arbustos con miles de espinas insertadas en los antebrazos y las palmas de las manos.
Aunque tenías intenciones de aceptar la invitación del señor de cabellos platinados, otro jonrón que impactó la pared de bahareque de la casa te obligó a tocar aquella puerta inmensa de roble tallado. El tipo apareció con un semblante lóbrego, cenizo, casi mordiéndose la lengua; luego de la molestia por la marca que la pelota había dejado en la pared. Cuando temías una respuesta violenta, el señor carraspeó y te sorprendió con una sonrisa apagada. Te preguntó si querías ver otra pelota que había atrapado en las gradas del jardín izquierdo de ese estadio. Cuando mencionó los nombres e los peloteros de inmediato te trasladaste hasta agosto de 1970. Cuando entraste al estadio por la tribuna central, el locutor interno anunciaba las alineaciones de las novenas de Cojedes y Sucre. Recuerdas que Cesar Campos jugaba en el jardín central. Justo Arias jugaba adelantado en tercera base. En la intermedia se cargaba hacia la almohadilla un tipo de baja estatura de apellido Millán. Freddy Mata pisaba la caja de lanzar.
Esta pelota tenía la tinta más legible, el azul tenía más intensidad, aunque la superficie de cuero era más oscura que blanca, con muchos raspones como los que hace el pitcher para mejorar el agarre de la pelota en los lanzamientos con el anular y el meñique. El señor explicó que el día del juego final de aquel campeonato nacional de beisbol juvenil, en medio de su tristeza bajó a los dugouts y consiguió las firmas de Freddy Mata que lloraba cual niño en la banca, de Cesar Campos que no podía levantar el rostro, de Justo Arias que no podía hablar,. También fue al dugout de Anzoategui y logro las firmas de Antonio Armas, Jaime Millán y del Maestro Coa, el manager.
Alfonso L. Tusa C. Mayo 13, 2025 ©.
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