Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
miércoles, 27 de agosto de 2025
Pabilo y bolondrona.
Miraba con recelo aquellas pelotas o malas imitaciones de las esféricas de Spalding de costuras rojas y ese cuero que mutaba de la espuma, al ocre, al malva de los arbustos y al marrón del cartón piedra de la primera base. Pancho templaba la visera hasta casi desprenderla de su gorra. No lo agradaba para nada jugar con esas pelotas de pabilo que apretaban una metra bolondrona en su centro. Le parecían piedras disfrazadas con cinta adhesiva. Poco a poco las pelotas de Spalding se perdieron en el tremedal de los arbustos circundantes o en la cajuela de una camioneta pick-up que viajaba casi 100 kilómetros por hora. Una noche Pancho lamentaba que no podrían jugar. No había pelotas Spalding. Siempre guardaba las bolondronas de los paquetes de metras. Nunca aprendió a manejarlas. Las sentía extrañas en los dedos.
Se levantó a las seis de la mañana y encontró un rollo de pabilo que sus hermanos usaban para liar las veradas de sus papagayos. Tomó la bolondrona más lustrosa e imaginó el sonido del impacto con el bate. Tenía que apretar bien cada giro del pabilo, había que ajustar cada cruce cada curva inesperada de manera que cubriese cualquier espacio vació que dejara la maniobra, la ansiedad por imitar al milímetro la pelota de Spalding. En cierta ocasión una de las pelotas de Spalding perdió el cuero ante la intensidad de un batazo, Pancho desenredó el hilo aplastado y manchado de lodo, parecía ese hilo que usaban las mujeres para tejer, tenía peluzas. Luego de cada diez centímetros el hilo se quebraba, pero en trechos también parecía como si lo hubiesen aglutinado con pegamento. Por eso Pancho registró la gaveta del escritorio de Protágoras, hasta que muy en el fondo, en el rincón cubierto de cajitas de aquella goma morada que usaban para borrar antes que apareciera el tipex, encontró un frasco de etiqueta verde y azul.
Era un pegamento de solvente orgánico, Pancho tuvo que voltear hacia otro lado cuando abrió la tapa, parecía una mezcla de kerosene, thinner y formol. Tuvo que buscar un pañuelo de los más gruesos de Protágoras y se lo amarró en la cara al estilo de los bandidos para aplicar una capa del pegamento sobre la primera aplicación de pabilo. Sospechaba que ese pegamento haría más pesada la pelota y sus amigos se burlarían de él todo el día hasta que consiguiese otra pelota. Por varios minutos Pancho abandonó el amasijo de pabilo embadurnado con aquel pegamento de olores punzantes, lo dejo en el alfeizar de la ventana de su cuarto y salió a buscar aire al patio. Al fondo, justo a escasos dos metros del paredón de bloques de concreto, Pancho notó varios tordos picoteando unos manchones blancuzcos sobre los arbustos. Al aproximarse, los pájaros aletearon despavoridos. Se trataba de los trapos de cocina de Lucrecia. Decidió disponer de uno de aquellos trapos.
Cuando aplicó el primer pedazo de tira sobre la esfera de pabilo impregnada de pegamento, Pancho casi lo arranca. Le gustó la manera instantánea como la tela se adhirió al amasijo. Completó la capa de tiras y luego aplicó una superficie de pabilo tan tensa y profusa como le permitieron los dedos de su mano izquierda y el índice y el pulgar de la derecha. Dudó varias veces si agregar otra capa de pabilo, ya la pelota tenía el tamaño de una esfera de béisbol. Tampoco quiso cubrirla con cinta adhesiva, no le gustaban los zumbidos de cigarrón que esas pelotas emitían cuando ya el plástico estaba viejo y desgarrado. Aplicó más pegamento y puso la pelota a secar en la platabanda, justo encima de su habitación. En la mañana se levantó cercad de las seis y llegó justo a tiempo de espantar a un gato blanquinegro que estaba a punto de empezar a jugar con ella. Para su sorpresa no le había quedado textura pegajosa, la sustancia resinosa había cristalizado como la resina de los árboles de aceite de palo. El primer batazo hizo que la bolondrona sonara cual dinamita y a medida que la pelota describía la parábola contra el aire y el cielo Pancho corría desesperado tropezando con todos los arbustos del matorral.
Alfonso L. Tusa C. Agosto 27, 2025. ©
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