domingo, 28 de septiembre de 2025

Una vitrina de Brooklyn.

Te fascinaban todas aquellas palabras sicilianas salpicadas del más efervescente inglés de Brooklyn, A veces tenías que tropezar a propósito con la mesa de la sala para que tu papá dejará la charla con María y Alfonso, sus “capisci”, “arancini”, “carciofi”, se petrificaban en los labios y tu padre se levantaba con una expresión áspera que te hacía temer una cruda reprimenda. Entonces suspiraba y preguntaba porque no podías tener un poco de “pacienza”. Desde que habían llegado desde Venezuela en aquel vuelo de Panamerican de la segunda quincena de julio de 1968, preguntaste a tu padre si aquel Brooklyn era el mismo donde jugaban los Dodgers de Jackie Robinson, Pee Wee Reese, Roy Campanella, Carl Erskine, Gil Hodges, Duke Snider, Carl Furillo, y el novato Sandy Koufax entre otros de aquellos fenómenos que leías en las revistas Sport Gráfico de tus hermanos. María tenía una mezcla de nostalgia y resquemor en la mirada cuando quisiste saber si había ido a ver a esos Dodgers en Ebbets Field. Alfonso carraspeó. Hizo una seña de que lo esperasen y subió la escalera de ébano pulido. Luego que pasaran más de diez minutos, tu papá alzó la voz y le dijo a Alfonso: “Parliamo dopo”. Quisiste reclamar con la mirada, querías ver que tenía que mostrar Alfonso. La mirada de tu padre reverberaba de molestia. “Hablamos bastante en el avión sobre que no ibas a importunar a tus primos, ¿recuerdas?” Sabías que una oportunidad como aquella de saber más de aquellos Dodgers de testimonios de primera mano, sería muy difícil de conseguir en toda la vida. Solo habías tenido los cinco minutos antes de la cena posterior a aquella casa de ladrillos y madera de Brooklyn, con grandes árboles resguardando la calle. Alfonso te llamó para observar el crepúsculo desde las raíces de un sicomoro encajado a un costado de la acera. Te dijo que el beisbol siempre fue difícil para él, tenía muchas reglas, muchos detalles, y a él siempre le habían gustado los juegos directos, simples, dinámicos.
Mientras avanzaban a unas tres cuadras de la casa, escuchaste un rumor, una conversación entre cinco tipos, todos de cabellos platinados, tres de piel tostada y el otro par de epidermis más oscura. Hablaban de Jackie Robinson, de Roy Campanella, de Carl Furillo, de Gil Hodges y toda esa pléyade de peloteros. Repetían mucho las palabras Serie Mundial de 1955. Tu padre te miraba sorprendido. ¿Cómo puedes entender lo que dicen? ¿De donde sacas que están hablando de un pelotero llamado Sandy Amorós que fue el héroe anónimo de esa Serie Mundial? ¿Cómo sabes todo eso? Quise hablarle de las infinitas conversaciones de Felipe y Jesús Mario después de cada juego de la liga Venezolana de Beisbol Profesional. De cómo Jackie Robinson y Roy Campanella habían jugado beisbol profesional en Venezuela. Quise explicarle como cada tarde después de regresar de la escuela me zambullía debajo de la cama y sacaba tres o cuatro revistas Sport Gráfico que eran mi aperitivo antes de cenar. Mientras el sol se resistía y manchaba de un anaranjado profundo los estertores de la tarde a través de las ramas del sicomoro, Alfonso te refería que había ido a todos los juegos de aquella Serie Mundial, los escenificados en Ebbets Field. Estuvo tentado a ir al Bronx en aquel séptimo juego pero a última hora debió hacer una diligencia en una ferretería para comprar un pegamento, había un tubo del fregadero que goteaba y cada vez la gota aumentaba. Cuando en el cierre del sexto inning vio a Sandy Amorós correr tras aquel batazo peligrosísimo de Yogi Berra, Alfonso volteó varias veces hacia el fregadero con ganas de acercarse y gritarle “testa di minchia” a la tubería. No le importó que aún no terminaba de ajustar la tubería y casi se mete en la pantalla del televisor, hasta acompañar a Sandy Amorós a capturar la pelota en las profundidades del rincón del jardín izquierdo de Yankee Stadium. María en vez de reclamarle por el pozo de agua le ayudó a secar el desastre mientras preguntaba de donde había salido ese Amorós.
Los tipos hablaban de aquel robo del plato que Jackie Robinson había conquistado ante el estupor y la ira del cátcher de los Yankees Yogi Berra, la jugada había sido muy cerrada pero la repetición en cámara lenta mostro que el spike de Jackie llegó primero que la mascota de Yogi. Tu papá te preguntó asombrado como hacías para entender lo que decían los tipos, no hablaban inglés, pronunciaban un enrevesado dialecto siciliano que ni él mismo entendía. Le dijiste que el beisbol es un lenguaje universal, que entiendes por señas y los términos intraducibles como strike, jonrón, squeeze play y passed ball. Casi convences a tu papá de intervenir en aquella tertulia, porque sabías más detalles de aquella noche cuando Carl Erskine fue a visitar a Roy Campanella al hospital luego del fatal accidente que le costo terminar sus días en una silla de ruedas. A último segundo tu padre desistió, nunca le había gustado irrumpir en conversaciones ajenas, tenía que haber una razón de muchísimo peso y esa simple conversación de un juego que él si apenas conocía no le daba motivo, ni derecho a ir de asomado a discutir de situaciones completamente extrañas para él. Aún te preguntas que parte de la lengua te mordiste para evitar reclamarle o al menos preguntarle educadamente a tu padre por qué no había intervenido en aquella reunión de tipos platinados, si él al menos machucaba aquel dialecto aunque no fuese exactamente de su pueblo siciliano. Guardabas una mezcla quizás con un tenor mayor de miedo que de respeto hacia tu papá, por eso guardabas silencio casi siempre que él alzaba la voz y entornaba la mirada. Esta era una de esas ocasiones cuando creías tener suficientes recursos o motivos para preguntarle. Ibas a arriesgarte cuando apareció aquella tienda de memorabilia beisbolera con luces intermitentes y hasta un tren de juguete que avanzaba por el diamante hasta detenerse en el home. Había barajitas desplegadas en forma de zigzag a lo largo de las vías del tren, varias pelotas colgando de hilos invisibles que cargaban la atmósfera de esa fantasía de estar en varios juegos de campeonato a la vez. Permaneciste callado ante la insistencia de tu padre por seguir.
Mientras Alfonso se levantaba desde la pared de ladrillos sin quitar la vista del horizonte cada vez con más gradaciones azules que cárdenas, detuvo su observación de que era hora de cenar, cuando le preguntaste si te podía llevar al sitio donde había estado el Ebbets Field. Respiró profundo y estuviste a punto de llamar a tu papa cuando sus mejillas se tornaron moradas y sus manos temblaban colgadas a la altura delos muslos. “No digas, ni hagas nada, mi sento bene”. Sacó un pañuelo tan azul desteñido que parecía un pedazo de nube de abril. Desde que los Dodgers se fueron a Los Angeles me prometí que más nunca pisaría el lugar donde estuvo Ebbets Field, ni hablaría de eso. Son demasiados momentos emotivos. Jackie Robinson corriendo desde segunda base hasta el plato con un rodado al cuadro. El brazalete de Carl Furillo. La defensiva de Gil Hodges. La dinámica de Pee Wee Reese. Aquel novato Sandy Koufax. Son muchas imágenes que se encajan como puñales porque nunca más podrás verlos. De pronto una pelota de costuras desgastadas, manchada de verde y marrón convirtió en migajas el vidrio de la vitrina y una alarma sonó mientras llegaban dos muchachos que metieron la mano y tomaron la pelota. Mientras corrían lamentando que no podrían seguir jugando en el solar de enfrente, tu padre templó tu mano al escuchar la sirena de la policía cada vez más estridente. El carro se detuvo cuando ustedes iban cruzando la esquina y los agentes corrieron hacia la vitrina. Aunque debieron contestar más de setenta preguntas relacionadas con si habían visto de cerca a los responsables del pelotazo en la vitrina, nunca te asustaste, sabías que esos muchachos solo jugaban pelota y no tenían malas intenciones, querías decir eso pero algo te decía que tu papá te iba a masacrar con la mirada y que además los policías no te iban a creer. Todas las cuadras de regreso apenas si respondías las preguntas de tu padre, el paso de aquel tren a través de los túneles de barajitas y pelotas firmadas cincelaban tu cráneo.
Aquella noche Alfonso te llamó hacia las luces del patio que apenas vencían la mitad de la oscuridad. Tenía varias fotografías en una mano y dos pelotas autografiadas en la otra. Le dijiste que la foto del outfield y todos aquellos anuncios comerciales era la misma que habías visto en la vitrina detrás de la ruta del tren de juguete. Querías saber cuantas jugadas, cuantos tiros de Furillo había visto desde las profundidades del right field hasta la mascota de Campanella, cuantos jonrones de Hodges, cuantas filigranas de Billy Cox, cuantas atrapadas en el jardín izquierdo corto de Pee Wee corriendo de espaldas, cuantas visitas inesperadas de Robinson al montículo en medio de un inning de base llenas. Alfonso te miraba con respiración entrecortada, los ojos parecían tomar todas las gradaciones más profundas de un carmesí hacia el fin del atardecer. Su voz luchaba por vencer el susurro. Le costaba mucho hablar de beisbol, había jurado alejarse de aquel rombo verde y anaranjado desde que Peter O´Malley se llevó a los Dodgers. A punto de salir aquel jueves con María y mis padres hacia Manhattan, Alfonso me llamó para decirme que iba a hacer el intento de llevarme a los alrededores de lo que había sido Ebbets Field. Junto con papá acordamos que nos levantaríamos temprano el sábado para llegar a eso de las ocho de la mañana a ese lugar. Alfonso sacó una pelota, una gorra de los Dodgers y un guante desgastado, con varias firmas en la malla. Con mucha emoción indicaba los episodios previos a los juegos, cuando se asomaba en las gradas sobre el dugout del home club y se estiraba hasta casi desplomarse al terreno. Asi conoció a Sandy Koufax, el novato de quien se esperaban grandes cosas pero era muy descontrolado. Luego, las únicas veces que Alfonso volvió a escuchar los juegos de los Dodgers cuando estos ya estaban en Los Angeles era cuando le tocaba lanzar a Koufax, se maravillaba con las joyas de pitcheo que lanzaba, los campeonatos de 1963 y 1965, el juego perfecto de septiembre de ese año. Al llegar al lugar donde quedaba Ebbets Field, Alfonso te sorprendió al detenerse en distintos lugares de la vía pública para mostrar donde quedaba el plato, la primera base y el resto del cuadro interior, sin importar si alguna de las bases quedaba en medio de una avenida de gran tránsito.
Alfonso L. Tusa C. Abril 24, 2025. ©

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