Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
sábado, 28 de septiembre de 2024
Extracto del libro Aquellas Voces Deportivas. Alfonso L. Tusa. Amazon. 2017.
Aún recuerdo la primera vez que escuché la narración de un jonrón. Me quedé impresionado con la intensidad y la potencia de la voz. Pasaron dos minutos y la adrenalina recorría cada centímetro en veinte metros a la redonda. Quería meterme por el radio para ver que hacía que aquel locutor se emocionara de aquella manera. Después también me sorprendí por la sobriedad con que describía las otras situaciones del juego. Mis hermanos decían que era el mejor narrador deportivo de Venezuela de la época (finales de los años sesenta, comienzos de los setenta). Felipe estiraba los párpados y respiraba profundo. Y además el primer juego de béisbol profesional que narró fue el no hit no run de Lenny Yochim ante el Magallanes. Eso es lo único que no me gusta, pero así es el juego. ¡Que manera de debutar en la profesión!
La impresión más duradera que tengo de las narraciones de Delio Amado León está relacionada con una expresión que el utilizaba mucho durante los juegos. Me refiero a finales de los años sesenta y quizás 1970 y 1971. Cada vez que un bateador se ponchaba con un strike cantado, León decía “azul quedó…” Siempre les preguntaba a Felipe y Jesús Mario que significaba la expresión y se encogían de hombros. A lo sumo decían que eran ocurrencias del narrador. Quería saber en detalle de que trataban esas ocurrencias. Luego Delio Amado dejó de usar la frase y la interrogante permaneció en mi subconsciente por mucho tiempo. Hasta que hablando con el periodista Carlos Abreu, con motivo de la escritura de un prólogo, le pregunté si sabía porque Delio Amado usaba la citada expresión y me contestó que esa frase la usaban en un sketch de la Radio Rochela por los años sesenta.
Los domingos me levantaba más temprano que nunca.
Desde las seis de la mañana me iba al patio me quedaba mirando como retozaban los pajaritos entre las ramas de palmera. Así correría por toda la playa desde que llegáramos al rancho de caña brava y ramas de cocotero que tenía mi abuelo en El Peñón. Sólo el rugido del Century Plymouth desde el garaje y el olor de las galletas Nic Nac que papa saboreaba con café me hacían ir a morder el desayuno. Desde que salíamos de casa hasta que el carro se estacionaba en el relleno de granza frente al rancho, sólo imaginaba la brisa y la temperatura del mar. Abrir la puerta del Plymouth equivalía a salir corriendo a quitarme la ropa. Avanzaba y avanzaba en aquella sabana de agua salada y cada vez era menos profunda. Pasaba horas explorando la arena en busca de caracoles, cangrejos, pepinos de mar, erizos, estrellas. Cuando el disco amarillo brillaba más en el cielo y la voz de mamá reverberaba desde la orilla forrada de algas, papá sacaba el radio y le daba todo el volumen sobre una de las rocas donde se escondían los cangrejos. “…allá va un batazo largo…Armando Ortíz persigue la pelota en la zona de seguridad y capturó la pelota contra la pared…” Delio Amado León, transmitía una tranquilidad muy dinámica que despertaba mi curiosidad por saber que ocurría en el juego. Sólo así regresaba al rancho y probaba las delicias de la sopa de pescado y el casabe.
Las noches o tardes en extrainning se hacían muy cortas. Además de la intensidad de lo que ocurría sobre el terreno, aquella cultura general matizada con anécdotas de los peloteros y muchos episodios de la cultura popular nos hacían casi adosar el radio a las manos. A veces sin ninguna planificación decía trabalenguas que maravillaban a los escuchas. Como aquella noche cuando salió un corredor emergente por los Tiburones de La Guaira. Delio Amado con aquella gracia serena moduló, Corro corre por Correa, para indicar que Alexis Corro había entrado a correr por Antonio Pipo Correa. Pasamos varios minutos riendo y comentando todo lo que puede ocurrir en la narración de un juego de pelota y más si se va a extrainning. Lo que distábamos de entender era que buena parte de esa amenidad la aporta el narrador.
Siempre veía a Felipe y Jesús Mario intercambiándolas, pasándolas a millón en sus manos o jugando paredita. Cada vez que me acercaba para apreciar mejor aquellas barajitas con fotografías de peloteros, las recogían y apenas si me las dejaban ver de lejos. Las guardaban en los tramos más altos del gabinete del baño. Muchas veces intenté alcanzarlas, lo único que conseguía eran resbalones y chichones. Una noche mientras escuchábamos un juego, Delio Amado León habló de la revista Sport Gráfico y la promoción de las barajitas de béisbol. “Adquiera su album y los sobres de barajitas en su kiosko de revistas”. Felipe y Jesus Mario buscaron sus montones de barajitas y empezamos un juego. El que encontrara primero al pelotero que nombrara Delio Amado en el juego se quedaba con la barajita. Por supuesto, las pocas veces que gané me quitaron la barajita.
Tal era la devoción que sentían Felipe y Jesús Mario por la revista que varias veces los escuché narrando historias ignoro si inventadas, las escucharon o de verdad las vivieron. Había una sobre un niño de cinco años que se detuvo ante un paraban donde estaban las revistas en la calle Sucre de Cumaná, justo frente a la iglesia Santa Inés. Señalaba la revista con un recuadro anaranjado del lado izquierdo y en la esquina inferior derecha decía Bs. 1,50. Papá quiero Sport Gráfico. Pero hijo tu no sabes leer. El niño metió los dedos entre los orificios de la tela metálica y dos lágrimas bajaron por sus mejillas. En ese momento sonaron las campanas de Santa Inés. El niño levantó la mirada y se secó el rostro. Pero veo las fotos y entiendo lo que quieren decir. Y estoy aprendiendo a leer porque quiero el Sport Gráfico todos los jueves.
Había escuchado varias confrontaciones boxísticas en el transistor de mis hermanos. Se levantaban a eso de las seis de la mañana para oir peleas que ocurrían en el lejano oriente. Aquella voz infatigable zarandeaba la tranquilidad matinal. Izquierda y derecha. Upper cut a las falsas costillas. Tremendo gancho y se cayó el japonés…ahí le están dando conteo de protección, allí mandan a Alfredo Marcano a una esquina neutral. Todos esos conocimientos vaciados allí en la inmediatez de la radio me maravillaban. Más sorprendido quedé cuando hojeando Sport Gráfico me encontré con el dibujo del un ángulo de un cuadrilatero, las cuerdas intersectadas detrás de una banqueta. Esquina Neutral era una columna que escribía Delio Amado León en la revista y destilaba anécdotas y conocimientos profundos de la disciplina de las narices chatas.
Sintonicé el juego por el circuito de los Navegantes del Magallanes, me parece que narraba Felo Ramírez o el Fatty Linares. Cuando más disfrutaba la narración Felipe agarró el transistor y giró el sintonizador hasta que una voz grave resonaba en la corneta. Protesté que Delio Amado León era el narrador de los Leones del Caracas y siempre vería el juego a su favor. Felipe colocó el radio en una repisa donde ni con una pértiga lo alcanzaría. Mientras avanzaba el juego Delio Amado se explayó en detalles e historias cada vez que algún pelotero del Magallanes realizaba una gran jugada o bateaba un jonrón, con tanta pasión como si fuese un jugador del Caracas. La mirada de Felipe me perseguía. Y ahora ¿qué tienes que decir? Sólo cambió al circuito magallanero para escuchar a Felo cantar un jonrón. Luego del out 27 Felipe me dijo que con Delio Amado podía seguir el juego tal cual si un taxista lo llevara a los lugares mas atrayentes de una ciudad justo en el momento de más esplendor y más nunca podría apreciar esas escenas porque tenían mucho de capitulo culminante de novela. A veces el primer inning parecía el cierre del noveno y este la escena final de una película de misterio.
Gustavo Trías tenía un tiempo ofreciendo una de sus anécdotas con Delio Amado León mientras compartían la transmisión de los juegos de los Leones del Caracas en Radio Rumbos. Casi en la despedida de un desayuno le dije que era hora de escuchar esa historia. Gustavo soltó la agenda aun lado de las migas de hojaldre y respiró profundo al tiempo que un rosado tenue serenaba sus mejillas. Delio era muy ocurrente en sus encuentros con el micrófono. Siempre te sorprendía con un refrán o una expresión como sacadas de la manga. Una noche hacia el séptimo inning, terminé mi intervención de tres episodios y como el Caracas había tomado la delantera por más de cuatro carreras di por descontado que el juego terminaría así. Entonces salí del estadio y me fui comer un pollo asado en los alrededores de Sabana Grande. Sucede que en el noveno inning el equipo visitante montó una emboscada y empató el juego. Cuando el Caracas fue dominado en el cierre del noveno, Delio dijo…y vamos para extrainning… ¿Dónde se habrá metido Trías?
Hace poco escuchando un programa de radio me enteré de que Delio Amado León además de debutar en el béisbol profesional narrando el juego sin hits ni carreras de Lenny Yochim efectuado el 08 de diciembre de 1955, entonces sustituyó a Pancho Pepe Croquer quién había pedido permiso para competir en una carrera automovilística. Imagino la emoción de Delio Amado en el estadio Universitario, además de su primer encuentro con el micrófono en la liga de béisbol profesional, aquel lanzador se aparecía con reverenda joya de pitcheo y por si fuera poco ante los acérrimos rivales magallaneros. De seguro la voz de Delio Amado resonaba en las paredes de la cabina de transmisión. Quizás se pegó del vidrio de la caseta para ver el último out. Quizás le dio un zapatazo a la silla y se fue con el micrófono hasta un rincón. Quizás solo dijo Lenny Yochim se cubre de gloria al dejar sin hits ni carreras al Magallanes en victoria 3-0 de los Leones del Caracas.
Lo que si recuerdo como en la hora es aquella noche del 03 de noviembre de 1996. Magallanes enfrentaba a La Guaira en el José Bernardo Pérez de Valencia. Delio Amado había sido contratado para narrar los juegos de los Tiburones. Empecé a escuchar el juego por el circuito de los Navegantes y paulatinamente empecé a mover el dial hasta la emisora de La Guaira. La voz un poco pausada empezó a subir la intensidad a partir del quinto episodio. Hubo un momento, alrededor del séptimo cuando me quedé definitivamente a escuchar los trazos de Delio Amado en aquel lienzo de emociones. A pesar de que el juego estaba abierto en el marcador (Magallanes ganó 9-0), Delio Amado impregnaba cada lanzamiento de Chris Roberts con un manto de magia que rezumaba la historia de los juegos sin hits ni carreras de la liga venezolana además de las anécdotas y vivencias que los rodeaban. Toda una experiencia auditiva que aún resuena en mis tímpanos.
Hay una anécdota que me contaban mis hermanos sobre los tiempos de la Gondel, empresa promotora de boxeo creada por Carlos González y Delio Amado León a mediados de la década ‘1960. Tuvieron que recorrer el país en busca de boxeadores. A Delio Amado le correspondió viajar a Cumaná, les habían pasado el dato de que en la ciudad de cielo añil había muy buenos púgiles, entre los cuales destacaba un peso pluma de impresionante esgrima y pegada promedio. En medio de una mañana de sol que taladraba los ojos Delio Amado por fin ubicó la morada del gladiador. Le atendió una señora muy efusiva de piel tostada. Le brindó una limonada y le dijo que Pedro le estaba haciendo unas diligencias. Si quiere lo espera o puede dar una vuelta. Debe regresar en una hora más o menos. Desde la sombra de un ponsigué, Delio Amado atisbó a un tipo con una bolsa de mercado en cada mano. De inmediato se llegó a la entrada de la casa. Caramba y ¿usted traía todo eso en esas bolsas? Ese es un entrenamiento severo. Pedro Gómez levantó la mirada. En la mesa descansaban varias frutas amarillas grandes y pequeñas, dos racimos de cambur, dos papelones y dos paquetes grandes de pescado. Sí mi compay, y eso que maita me dijo que no fuera hoy para la molienda, porque sino hubiese traído también, dos pacas de maíz pilado. Hubiera venido antes pero unos carajitos echaron una colmena y las avispas se arremolinaron en las matas de jobo de la India.
Uno de los logros más curiosos archivado en las alforjas de este legendario locutor reside en su presencia en la caseta de transmisión radial en siete juegos donde un pitcher dejó sin hits ni carreras a sus contrarios. Es muy probable que siga siendo el narrador con más no-hit no run en la Liga Venezolana de Beisbol Profesional. Seis ocurrieron en Caracas: Lenny Yochim (8 de diciembre de 1955), Mel Nelson (18 de noviembre de 1963), Howie Reed (24 de octubre de 1968), Luis Tiant (14 de noviembre de 1971), Urbano Lugo (6 de enero de 1973) y Urbano Lugo Jr. (24 de enero de1987) y el otro en Valencia Chris Roberts (3 de noviembre de 1996). En cada uno de ellos incrementó el nivel de emoción hasta el out 27 con una intensidad y una maestría en el manejo del suspenso que soldaba a los aficionados a las cornetas de los radiorreceptores.
Delio Amado León nació un 13 de septiembre de 1932 en Turmero, Aragua. Contrae nupcias con Auristela Gutiérrez el 22 de diciembre de 1956. Tienen 5 hijos: Delsey, Auridel, Aniuska, Delio y José Gregorio. Falleció el 30 de noviembre de 1996 en Caracas a consecuencia de una neumonía. Su homenaje póstumo desató un río de emociones entre los asistentes al sepelio, digno de un cierre de noveno inning con dos outs y la carrera del empate en tercera base.
Alfonso L. Tusa C.
miércoles, 25 de septiembre de 2024
Remembranzas Olímpicas de Jim Abbott.
Desde siempre Jim Abbott, por la formación que recibió de sus padres y abuelos, se comportó como alguien que podía hacerlo todo a pesar de haber nacido sin su mano derecha. Fue capaz de viajar con el equipo amateur de beisbol de Estados Unidos a la casa del equipo más poderoso en todo el beisbol aficionado, muchos lo consideraban un equipo profesional porque jugaban temporadas de más de cien juegos, y venció al equipo cubano, si aquella maquinaria de Omar Linares, Orestes Kindelan, Victor Mesa, Luis Ulacia, Omar Ajete, entre otros grandes jugadores, en trabajo completo ante el asombro de los fanáticos cubanos. Luego perdió ante ese mismo equipo la medalla de oro en la Juegos Panamericanos de Indianapolis 1987. Entonces se fajó con los casi invencibles japoneses en la final del beisbol olímpico de los juegos de Corea del Sur 1988 para alcanzar la primera medalla aurea de su país en esa disciplina.
Esa determinación también afloró una tarde sabatina de septiembre de 1993 en Yankee Stadium. Cuando enfrentó a unos Indios de Cleveland que unos días o semanas atrás lo había castigado sin piedad en el Municipal Stadium. Desde la proactividad y el coraje más intensos propios de su realidad de discapacitado que Abbott ha sabido manejar hasta borrarla mediante una actitud y competitividad propias del más aventajado de los atletas, se dispuso a enfocarse en este nuevo desafío, como cuando le enseñaba a niños discapacitados de la mano derecha a hacer la transición del guante desde la mano izquierda hacia el brazo derecho mientras deja caer la pelota en la mano izquierda, o como cuando asistió a un hombre de 30 años a quien se le paralizó el lado derecho del cuerpo incluyendo su mano derecha: “Cuando estaba en el hospital, Jim fue quién me inspiró a comer de nuevo, caminar de nuevo y vestirme yo mismo de nuevo". Esa mañana sabatina se tomó las cosas con calma mientras iba al estadio.
Enfrentar al equipo cubano de finales de 1980 era la prueba, la exigencia, la evaluación máxima de cualquier pitcher amateur que quisiera medir sus habilidades, facultades, o astucia. Abbott viajó a Cuba para cumplir una serie de encuentros de preparación en medio del ciclo olímpico. Sabía que para la novena cubana era un asunto de honor que iba mucho más allá del terreno deportivo, vencer a los gringos en cada uno de esos encuentros. Ese tipo de reto siempre le ha agradado, competir al nivel más exigente para demostrarse y demostrar a los demás que él puede rendir igual que cualquiera de los peloteros que tienen plenitud de facultades físicas. Justo al inicio del juego que abrió Abbott, Victor Mesa el veloz jardinero central cubiche abrió la alineación y tocó la pelota por la raya de cal de tercera base, cuando muchos pensaban que no había nada que hacer Abbott saltó como un lince y tomó la pelota a mano limpia y de espaldas metió un trueno que estalló en el mascotín del primera base.
La pelota llegó justo cuando Mesa saltaba sobre la almohadilla, pero el árbitro sentenció el out de inmediato. Abbott respira profundo, aprieta el guante con la mano izquierda mientras todavía cuelga del muñón de su brazo derecho. Sabía que podía tomar esa pelota, lo que aún no encuentra como explicarse es como disparó esa pelota de espaldas, sin ángulo de visión, sin equilibrio y la metió en el centro del mascotín del primera base. Los compases metálicos cargados de vehemencia y frustración estremecen las manos de Mesa quien persigue al árbitro de primera base señalando que su pie llegó primero que la pelota. Poco a poco el jardinero central cubano se resigna cuando desde la tribuna estalla una ovación cerrada, de pie y con vítores. Las miradas de aprobación acallaban la incredulidad que había respecto a lo que era capaz de hacer aquel pitcher sin la mano derecha. Abbott terminó ganando ese juego y hasta el comandante Fidel Castro bajó al dugout estadounidense a felicitarlo.
Desde su llegada a las grandes ligas había mostrado que sus logros del amateur no eran asunto aislado, ni mucho menos méritos circunstanciales. Antes o después de los juegos, luego de la demostración más lustrosa de un pitcher incluido blanqueo y menos de cinco imparables permitidos, o de la derrota más amarga, sus compañeros de los Angelinos de California le hacían señas en el clubhouse para informarle que había alguien que quería hablar con él. Abbott ya sabía de qué se trataba, aún con el uniforme y las manos revestidas de sudor, grama y pez rubia, con la visera de la gorra hacia atrás, salía a la sala de reuniones para hablar con un niño discapacitado que quería saber como hacía para jugar beisbol sin que se notara que le faltaba la mano derecha. El buscaba la más comprensiva de sus miradas y se sentaba. A Blaise Venancio le dijo: "Quiero desearte la mejor de las suertes en el béisbol este año. Espero que tengas un gran desempeño en el campo. Sé que a veces es dificil hacer las cosas de manera diferente al resto de los niños. Pero créeme, si perseveras, puedes ser tan bueno como ellos. Ten fe siempre. Todo es posible".
El 13 de julio de 1990 los Angelinos de California recibieron en Anaheim Stadium a los Azulejos de Toronto de Tony Fernandez, Kelly Gruber, Derek Bell, Mark Whitten, Fred McGriff y compañía. Abbott subió al montículo por los Angelinos y Todd Stottlemyre por los Azulejos. Un cuadrangular del cátcher Lance Parrish en el segundo inning que encontró a Dave Winfield en primera base fue el único respaldo que necesitó Abbott en ruta a blanquear a los Azulejos en trabajo de solo 4 imparables, sin conceder boletos y 3 ponches. Abbott retiró en fila a los últimos ocho Azulejos que enfrentó. El 24 de septiembre de 1991 en el mismo Anaheim Stadium y ante el propio Todd Stottlemyre, Abbott se enfrascó en un intenso duelo de pitcheo por 10 innings. David Wells relevó a Stottlemyre en el séptimo episodio. Esta vez los Azulejos alineaban a Roberto Alomar, Jon Olerud y Dave Carter entre otros excelsos peloteros. Abbott llegó a retirar hasta 16 Azulejos en fila entre el cuarto y el noveno innings. En la apertura del décimo inning Pat Borders le sacó un jonrón de tres carreras para darles la victoria a los Azulejos. Abbott lanzó 10 innings, solo permitió 4 imparables, concedió un boleto y ponchó 13.
Otro de los grandes retos que asumió Abbott ocurrió cuando fue a jugar con los Cerveceros de Milwaukee hacia finales de los 1990s. El pitcher aún bateaba en la Liga Nacional, por lo cual Abbott debió empuñar el madero cada vez que abría un juego. El 30 de junio de 1999 los Cerveceros visitaron Wrigley Field para enfrentar a los Cachorros de Chicago y a John Lieber. Milwaukee pico adelante mediante jonrón de Jeromy Burnitz abriendo el segundo inning. En la apertura del cuarto episodio, luego de dos outs, Marquis Grissom se embasó mediante sencillo de piernas con rodado a tercera base. Geoff Jenkins batea imparable a la izquierda que lleva a Grissom hasta la antesala. Valentin recibe boleto intencional. Abbott despacha imparable remolcador de Grissom y Jenkins. Los Cachorros igualan en el cierre del cuarto inning con jonrón solitario de Glenallen Hill y vuelacercas de dos carreras de José Hernández. Milwaukee toma la delantera 4-3 en la apertura del quinto mediante imparable al centro de Ronnie Belliard, doble de Burnitz a la derecha y elevado de sacrificio de Dave Nilsson al centro. Los Cachorros ganan el juego 5-4 con carreras en el sexto y séptimo. Abbott no tiene decisión en trabajo de 5 innings, 4 imparables y 3 carreras limpias.
El 17 de mayo de 1989 los Angelinos de California reciben a los Medias Rojas de Boston en Anaheim Stadium. Abbott enfrenta a Roger Clemens, En el propio primer inning doble remolcador de tres de carreras de Chili Davis y cuadrangular de dos anotaciones de Lance Parrish decretan la pizarra. Abbott blanquea a los Media Rojas de Wade Boggs, Jim Rice, Dwight Evans, Ellis Burks y Mike Greenwell entre otros. En trabajo de 9 innings, solo permite 4 imparables, concede 2 boletos y receta 4 ponches.
El 16 de mayo de 1991 los Yankees de Nueva York recibieron a los Angelinos de California en Yankee Stadium. Wally Joyner remolcó cuatro carreras con doble y jonrón y Abbott lanzó 9 innings sin permitir anotaciones, aceptó 7 imparables, recetó 6 ponches para vencer a los bombarderos del Bronx 7-0. Tal vez este juego fue que empezó o terminó de motivar a la gerencia de los Yankees para obtener los servicios de Abbott.
Es muy probable que el sábado 4 de septiembre de 1993, mientras se preparaba en casa para ir al estadio y luego mientras observaba el movimiento citadino de Nueva York desde la ventanilla del taxi que lo trasladaba a Yankee Stadium, Jim Abbott se convencía de que podía dominar esa alineación de los Indios de Cleveland (Kenny Lofton, Carlos Baerga, Albert Belle, Jim Thome, Manny Ramìrez, Candido Maldonado, etc.) que pocas semanas atrás lo había castigado al punto de enviarlo a las duchas temprano en el juego. Las charlas motivacionales con los niños discapacitados, burbujeaban con fuerza junto a sus esfuerzos por fajarse con las novenas de Cuba y Japón en los Juegos Panamericanos de 1987 y las Olimpíadas de 1988 respectivamente. Cada una de esas conversaciones con los niños, la fruición con que les mostraba la transición del guante desde la mano izquierda hacia el muñón del antebrazo derecho, la épica de la batalla por la medalla dorada olímpica, subió con él al montículo.
En el primer y quinto innings Abbott empezó concediendo boleto, luego tuvo la entereza para inducir el dobleplay con el siguiente bateador. También otorgó boletos en el segundo, sexto y octavo innings. A partir del quinto inning el cátcher Matt Nokes se acercó al montículo para darle ánimo y hacerle alguna sugerencia a su pitcher. En medio de la atmósfera del noveno inning, cargada de respiraciones entrecortadas y toda una colección percusiva en el centro del pecho, Abbott temió por la vigencia del no-hitter cuando Lofton descargó un rodado por el medio del campo, cuando Mike Gallego tomó la pelota y completó el out en primera, Abbott levantó la mirada hacia el cielo.
En cuenta de dos y dos, Abbott lanzó una curva en el medio del plato y Félix Fermín descargó un elevado profundo entre el jardín izquierdo y el central, afortunadamente uno de los lugares donde Yankee Stadium es más prolongado, lo cual le dio tiempo a Bernie Williams para atrapar la pelota en el borde de la zona de seguridad. La atmósfera era de expectativa desmesurada, de pronto las gestas de Don Larsen en la Serie Mundial lanzando un juego perfecto, de Bob Feller, Allie Reynolds, Dave Righetti, todos completando no hitters allí en ese estadio, invadieron la mirada de Abbott, su enfoque de buscar las señas de Nokes a través de la gritería. También burbujeaba aquel noveno inning contra el equipo de Japón en el juego por la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de Seul 1988. Ganaban 5-3, sin embargo allí estaba otra vez ese sudor frío en el cuello y la batucada en el lado izquierdo del pecho. A punta de rectas cortadas Abbott obligó a los japoneses a batear tres roletazos al tercera base Robin Ventura quien lanzó pelotas altas que hicieron saltar al primera base Tino Martínez para completar los dos primeros outs y en el tercer intento la metió en el pecho del inicialista para decretar la celebración dorada.
Ahora la soledad bulliciosa empujaba a Abbott con sus remembranzas hacia la zona posterior del montículo, la inminencia de aquel turno ante Carlos Baerga le hizo dar in vistazo eléctrico, Wade Boggs golpeaba el centro de su guante frente a la antesala, Gallego saltaba en la punta de sus pies en segunda base, Randy Velarde sacudía sus pìernas en el campocorto, en primera base Don Mattingly rastrillaba la arcilla con sus spikes. En cuenta de un strike sin bolas, Abbott lanzó una slider abajo y afuera y Baerga bateó un roletazo al campocorto que Velarde tomó y metió un rectazo al pecho de Mattingly, el sueño era realidad, la atmósfera de Yankee Stadium reverberaba en emociones.
Alfonso L. Tusa C. 09 abril 2024. ©
lunes, 23 de septiembre de 2024
La Canción de Alfonso Chico Carrasquel.
Hacia el final de la primera década de este siglo veintiuno, debía madrugar para asistir al trabajo, mientras manejaba un Hyundai Accent rumbo a Hoyo de La Puerta, escuchaba un programa de música venezolana moderado por Luis Julio Toro, el flautista de Ensamble Gurrufío. Si me quedaba algo de sueño a las cinco de la mañana, desaparecía por completo en medio de aquella sinfonía de joropos, bambucos, merengues, pasajes que repicaban por cada centímetro de la cabina. Una de esas madrugadas me espabilé más de lo normal. Los acordes de la canción me parecieron conocidos aunque no terminaba de precisarlos a través del estilo y ritmo de los virtuosos de Ensamble Gurrufío. A medida que se fue desarrollando la canción empecé a despegar el papel de aquel regalo. Para cuando la energía e intensidad de la intervención de flautista se hizo presente, ya silbaba la canción y además viajaba en una máquina cronológica en paralelo con el Accent.
Cada dos sábados viajaba con mis padres a Cumaná, en principio odiaba cuando mamá me iba a buscar al terreno baldío donde jugaba con mis amigos. Mientras empacaba la ropa aun apretaba los dientes con ganas de escaparme, solo cuando pasábamos Los Ipures y papá aceleraba el Malibú anaranjado hasta entrar a Cumaná y pasar frente a la iglesia Santa Inés, empezaba a cambiar mi semblante. Mientras bajábamos del carro la música de los Antaños del Stadium salía por las ventanas de la casa número treinta de la calle Ayacucho. Antes de salir para la playa papá jugaba dominó con mis tíos maternos, los perdedores debían aportar la mayor parte del dinero para comprar la comida y prepararla. Uno de mis tíos siempre se paraba de la mesa cuando venía esa canción y le subía el volumen al equipo de sonido. Los demás jugadores se molestaban porque no regresaba hasta que terminara la canción. Si ganaban el dominó, repetía la canción hasta tres veces.
No sabía que Gurrufío interpretara esa canción, la busqué en youtube y nada, luego revisaba todas las tiendas musicales y tampoco daba con ella. Mientras silbaba en el carro me encontré frente a la casa de Alfonso Carrasquel, si del Chico, de Carrasquelito, del campocorto de los Medias Blancas de Chicago y los Leones del Caracas. Un amigo había conseguido que me concediera una entrevista para un libro que escribía, a pesar de que para esa época ya lo estaban dializando y esas son sesiones muy extenuantes. Había decidido regresar a Venezuela luego de comentar en español por varios años los juegos de los patiblancos. Me recibió como si me conociese de toda la vida, con una amabilidad y hospitalidad propia de los amigos más íntimos. En menos de cinco segundos fue a la cocina y trajo una taza de café capuchino. Al enterarse que yo escribía un libro sobre el Látigo Chávez, se abrió los primeros botones de una chaqueta azul marino con el logo de Leones del Caracas al lado izquierdo del pecho.
Habían repetido tanto el surco que la canción sonaba con una especie de fondo de aceite hirviente cuando le cae alguna gota de agua. Ante el ambiente de solemnidad de aquellas partidas de dominó, me mantenía alejado de la mesa. Esperaba a que abuelo terminara de cargar los enseres que llevaría para el día de playa, cuando templaba la mecedora de mimbre y se sentaba bajo las matas de cambur del pasillo, me agachaba a su lado. “¿Por qué pone tanto esa canción, abuelo? ¿Nunca se cansa de ella?” Abuelo metía las manos en los bolsillos de su guayabera añil y se recostaba hasta que la mecedora se inclinaba totalmente hacia atrás. “Él dice que estuvo en el estadio Cerveza Caracas del barrio San Agustin caraqueño y vio a Carrasquelito jugar ahí con Cervecería Caracas, después de su primera temporada con los Medias Blancas de Chicago. Habla con tanta propiedad y convicción de eso, que parece que de verdad hubiese estado allí y hasta hubiera conversado con Carrasquelito como dice él”.
El Chico, me guiñó el ojo mientras saboreaba un sorbo de café. “Esto se pone bueno tocayo. ¡Isaías Chávez. Ese muchacho tenía un gran talento y mucho amor por el juego. Fui su manager con Magallanes, en la temporada 1964-65. Y por lo que vi, sabía que iba a llegar lejos. Era una persona muy respetuosa, muy enfocado en el juego. Cuando perdía, me preguntaba que había hecho mal, cuales eran los errores que había cometido. Pocas veces vi a un pelotero tan dedicado y persistente como él. Si ganaba, nunca se distraía con la victoria, igual me preguntaba si le había visto cometer algún error y nunca se conformaba con consultarme a mí, hablaba con sus compañeros y los coaches, si alguno le mencionaba algún detalle, se iba para el bull pen y allá pasaba una o dos horas intentando mejorar ese aspecto de su rutina. En medio de la conversación yo lanzaba visuales disimuladas hacia la pared cargada de reconocimientos, diplomas y premios. No podía irme de allí sin preguntarle de su carrera como jugador activo.
En medio de los sonidos de las piedras de dominó contra la mesa, me senté en el brazo de la mecedora. “¿Entonces él no conoció de verdad a Carrasquelito?” Abuelo abrió los ojos y estiró la barbilla hacia la mesa mientras se llevaba el dedo índice a los labios. “¡Qué va a estar conociendo él nada a Carrasquelito! Todo eso viene de sus conversaciones con el vecino del frente. Ricardo le contó de la vez que fue a ver un juego entre Cervecería y Magallanes en el estadio de San Agustín. A lo mejor le puso de más al relato, le metió un montón de cuentos en la cabeza y tu tío Fernando cada vez que escucha esa canción donde sea, dice que estaba en el estadio cuando el Chico regresó luego de su primera temporada con los Medias Blancas, que le autografió una pelota y que habló con él en el dugout cuando terminó el juego”. Desde la mesa llegaban gritos intensos. Ricardo le recriminaba a Fernando el error que les había costado el dominó.
Prefería hablar de los logros de sus compañeros o discípulos, cuando le pregunté por las 106 carreras anotadas y los 12 jonrones de la temporada de 1954, Carrasquelito sonrió y bajó la mirada. “Recuerdo mucho un campeonato nacional AA de mediados de los años ’60. Me contrataron como manager del estado Anzoateguí. Había un muchachito de algunos dieciséis años en las prácticas, se notaba que estaba muy subido de categoría, pero llegaba primero que todos al estadio, recogía más de trescientos roletazos diarios y tenía un alcance tremendo tanto hacia el “hueco” como hacia detrás de segunda base. Llegó un juego cuando lo metí a jugar en el séptimo inning y tomó un rolincito que se durmió detrás del montículo, de esos que solo Luis Aparicio tomaba, el jovencito avanzó como un relámpago y completó el out. De ahí en adelante se convirtió en mi short stop regular. Cuando el delegado del equipo me dijo que no podía llevar un campocorto juvenil a un nacional AA, le respondí que si ese muchacho no era el short de mi equipo yo renunciaba ¿Sabes quien era? Enzo Hernández, a quien el propio Aparicio lo puso a jugar en La Guaira y después fue regular con los Padres de San Diego en la Liga Nacional por su inmensa defensiva”.
Ese día Fernando estuvo aislado, alejado, retirado del grupo familiar en el rancho de la playa, aunque igual tenía que ayudar a Ricardo a limpiar el rancho y encender la leña para el sancocho de pescado. Intenté acercármele varias veces y él se iba varios metros más hacia la parte de la playa donde los pescadores estacionaban sus botes. Le llevé un plato con sopa de pescado y también, limón, casabe y aguacate. Solo entonces tragó profundo y se sentó en la arena. Casi se atraganta con una espina cuando le pregunté porque siempre repetía esa canción de los Antaños del Estadio cuando jugaban dominó. “Aunque digan que es algo que soñé, estuve en el estadio el día cuando Carrasquelito debutó en el campeonato venezolano después de su primera temporada en grandes ligas, llegué al estadio como tres horas antes del juego y hablé con el hombre que cuidaba el terreno, me contó como el Chico lo había ayudado a limpiar las tribunas y a mantener el terreno de juego en perfectas condiciones cuando solo era un muchacho que apenas jugaba caimaneras en la calle. Era tanta la vehemencia, la perseverancia y la obstinación de aquel muchacho que hubo un momento cuando el manager del Cervecería lo llamó para que practicara con los regulares del equipo y el manager tuvo que seguir llamándolo todos los días”.
En determinado momento señalé una fotografía donde aparecían el Chico y Luis Camaleón García con el uniforme de Orientales. La mirada del Chico se enciende y le pide a una de sus hermanas que le lleve la foto enmarcada. “Esto fue en la temporada 1963-64. Me nombraron manager y le dije a Camaleón que si no se fajaba le iba a dar su ración de banco. Puras bromas, fuimos muy buenos amigos desde los episodios más enconados de la rivalidad Caracas-Magallanes. Para mí es el mejor tercera base del beisbol venezolano. No fue grande liga por no adaptarse al estilo de vida estadounidense”. Cuando el Chico supo que yo era de Cumaná, me pidió que le consiguiera unas morcillas orientales, “esas son las más sabrosas, ese sabor dulce y picante es una delicia”. En cuanto se ausentó por un momento, su hermana se acercó. “Ni se le ocurra traerle esas morcillas. Es diabético, si se come eso se muere”. Cuando regresó el Chico, sonreía con las memorias de las arepas de chorizo y morcilla carupanera que se comió en el mercado con Camaleón García en una de aquellas giras de Orientales por Cumaná.
Solo después que le llevé un pedazo de naiboa y dos jobos de la India, Fernando siguió con su historia. “Cada vez que Carrasquelito hacía una jugada espectacular en el campocorto, los Antaños del Estadio, que estaban a un costado de la esquina del right field, empezaban a tocar esa canción. En seguida el árbitro principal ordenaba que dejaran de tocar. Una vez atrapó un elevadito que parecía caer como bala fría en el left field corto y los Antaños recorrieron toda la línea de cal desde la esquina hasta la almohadilla de primera base. El árbitro gesticulaba como un boxeador. Y en el octavo o noveno inning él solo hizo un dobleplay, las trompetas y el redoblante resonaron en todo el estadio por más de cinco minutos, el árbitro expulsó del juego a los Antaños y el juego estuvo detenido por unos quince minutos porque el público reclamaba que regresaran los músicos. Como el árbitro no cediera, todas las tribunas empezaron a entonar la canción. Nunca había visto a tanta gente cantando una canción instrumental”.
De pronto la sonrisa del Chico migró hacia cierta solemnidad de labios apretados. Su mirada permanecía clavada en otra fotografía ubicada en el extremo superior derecho de la pared. Compartía con varias personas a la salida de un restaurante, eran tres mujeres, dos tipos jóvenes y dos de mediana edad. “Ese era parte del equipo del circuito de transmisiones de los juegos de los Medias Blancas. He visto mucho esa foto en los días recientes por una llamada telefónica que recibí hace como una semana. Había terminado otra sesión de diálisis y no estaba de muy buen humor que digamos.
Tomé el auricular…se trataba de un programa deportivo del canal 8 “Venezolana de Televisión” o mejor dicho, lo que alguna vez fue “Venezolana de Televisión”. De entrada me desagradó el tono altivo del tipo. Repitió varias veces mi nombre, como si no me escuchara y yo estaba hablando a un tono razonable porque no me gusta gritar, estuve a punto del colgar, quizás no lo hice por recordarme que no podía actuar igual que ellos”.
Cada cierto tiempo, Fernando se ausentaba para asistir a Ricardo pelando las vituallas, metiendo la basura en bolsas, sirviendo la sopa. Cuando regresaba permanecía callado, ensimismado, abstraído, hasta que le reclamaba la continuación de la historia. “Al final del juego, el gerente del equipo amenazaba con rescindir el contrato a los Antaños por interferir con el desarrollo del juego. El encargado del terreno confesó que él había sugerido a los músicos que cada vez que Carrasquelito hiciera una jugada al campo o batease un imparable, tocaran esa canción con mucho ahínco, con mucha intensidad, que se sintiera en todo el estadio. El gerente amonestó al encargado del terreno y le dijo que si aquello se volvía a repetir estaba despedido. Fue una discusión muy acalorada que se escuchó en todo el dugout aunque estaban encerrados en la gerencia. El Chico tocó la puerta y le dijo al gerente que si botaba al encargado del terreno él no jugaría más con el equipo. El gerente sonrió “¡Vamos a ver si es verdad!”
Se recostó en el sofá de cojines de satén rellenos de algodón y luego se inclinó sobre las rodillas. “Los tipos de la televisión querían entrevistarme en su programa, pretendían que yo tomara un taxi y me llegara a la sede del canal en Los Ruices. Tragué saliva como tres veces y les respondí que desde la parroquia San José hasta allá, había que atravesar media Caracas, que yo soy diabético y me están dializando y no estoy para esos trotes, que si ellos querían venían a buscarme y luego me traían o que me entrevistaran aquí en mi casa. Entonces vinieron las expresiones más desconsideradas y perversas. Siempre con el resentimiento injustificado por delante, con el manejo del complejo de víctima. Dijeron que seguro que si fueran los medios de Chicago de inmediato correría sumiso y apurado, porque ellos si enviarían una limosina a buscarme. Entonces si solté toda la intensidad de mi voz ‘claro que si me montaría de buenas a primeras en esa limosina, porque ellos si tienen consideración, aprecio y respeto por mí no solo como pelotero, sino como ser humano”.
La voz de Ricardo pendulaba desde el rancho. Fernando me hizo señas de que lo esperase pero lo acompañé. Luego de ayudar a Ricardo a servir y repartir el arroz con coco, regresamos a la playa con dos totumas repletas de arroz con coco. “Cuando el gerente notó la ausencia de Carrasquelito por tres días seguidos. Lo fue a buscar. Fueron juntos a la casa del encargado del terreno. Ese día Carrasquelito ayudó al encargado a recortar la grama del cuadro y los jardines y a nivelar la arcilla del cuadro. Y en la primera jugada que el Chico hizo detrás de segunda base, los Antaños tocaron con más intensidad la canción. Al final del juego el gerente discutió con el árbitro principal por no dejar que los Antaños tocaran siquiera quince segundos después de cada jugada de Carrasquelito.
Cuando me despedí, Carrasquelito me dijo que quería ver el libro de Isaías, que me recordara de llevarle un ejemplar “eso sí, con dedicatoria”. El día de su fallecimiento, casualmente hacía unas diligencias en Caracas. Corrí desde Plaza Venezuela hacia el puente de Las Acacias y entré al estadio Universitario junto al carro fúnebre. Una atmósfera de historia beisbolera reverberaba desde las tribunas. Bajé por el dugout de la derecha y en ese momento ubicaban el féretro al fondo del abanico, entre segunda y tercera base, en el territorio donde el Chico ejecutara las jugadas más electrizantes para evitar todas las carreras que permitieron ganar a su equipo. El libro resbalaba en mis manos. Allí presenté mis condolencias a Domingo Carrasquel y le entregué el libro. Se quedó mirando la primera página y apretó los labios “Cada jugada tuya en el campocorto fue una inspiración de vida. Gracias Chico por tantos momentos gratos y tan grandes gestos”.
Me bajé del brazo de la mecedora, de regreso de la mesa donde estaba el tocadiscos, le pregunté a abuelo por el forro del disco de los Antaños del Stadium. Abuelo sonrió y tamborileó los dedos sobre el pantalón de caqui. “Es uno de los tesoros más preciados de Fernando. Aunque él dice que no lo tiene, sé que tiene escondido el forro de ese disco en algún lugar de su cuarto, creo que lo cambia cada día desde debajo del colchón, hasta la última gaveta del escaparate o es capaz de mover un pedazo de cielo raso y meterlo ahí”.
No pude dejar de silbar esa canción en el trabajo ese ni muchos días, hasta que al volver a Cumaná para las vacaciones decembrinas de ese año, le pregunté a mamá donde guardaba mis discos de vinilo. Pasé como hora y media hurgando entre los envoltorios de cartón y allí estaba el dibujo del Estadio Cerveza Caracas de San Agustín, los colores estaban desgastados por el polvo y la telaraña. Entonces miré la contraportada y visualicé a Fernando llevando la aguja hasta el segundo surco del lado B. En la contraportada blanca, la mirada se me nubló ante la segunda canción del lado B: San José. Entonces saqué el disco y leí entre paréntesis el nombre del autor (Leonel Velasco).
Alfonso L. Tusa C. 07 de junio de 2019. ©
sábado, 21 de septiembre de 2024
Dwight Evans: Excelso jardinero derecho que palidece ante su dedicación como padre.
Uno de tus temas más recurrentes del beisbol es la defensiva y dentro de esta, la del jardín derecho, las destrezas con el guante y sobre todo la potencia y precisión que debe tener el defensor de esa posición. Siempre que te preguntan por tus tres jardineros derechos favoritos respondes: Roberto Clemente, Dwight Evans y Carl Furillo, en ese orden, en esa secuencia. Todos tenían un gran sentido de ubicación, una flexibilidad inesperada para recorrer los confines del rincón más tortuoso del diamante, y más que todo un brazalete, un cañón en el brazo derecho que fulminaba a los corredores. A quien habías visto jugar toda su carrera fue a Evans, siempre querías saber más de su rutina de preparación, de aquella jugada fantasmagórica del sexto juego de la Serie Mundial de 1975, de su liderazgo silencioso en el dugout de los Medias Rojas. Por eso te emocionabas tanto cada vez que hallabas nuevos reportajes o extractos de libros, ninguno tan impactante como los que hablaban de su dedicación como padre..
Aquella conversación con Dwight Evans había iniciado con una observación de uno de los conocedores más agudos del beisbol, Bill James considera que Evans debería estar en el Salón de la Fama de Cooperstown. Entre otros logros nadie bateó más extra bases que él en los 1980s y ganó ocho guantes de oro. James lo catalogó como “uno de los peloteros más subestimados en la historia del béisbol”.
Evans empezó por referir como antes de cada juego se llevaba un balde de pelotas hacia el jardín derecho y allí las colocaba en semicírculo, su ejercicio consistía en inclinarse para tomar cada una de esas pelotas y lanzar de inmediato al plato, justo al pecho de la mascota del cátcher.
"Let us start with the proposition that Dwight Evans is one of the most underrated players in baseball history," James writes at Grantland.com.
Su expresión facial empezaba a tomar trazos de las pinturas más espesas de Van Gogh, cuando recordó un episodio en el dugout cuando Don Baylor, en funciones de autoridad de la corte de los canguros, fue a consultarle a Evans como manejar una situación muy difícil con Jim Rice. Evans llegó el día siguiente con varios versículos de la Biblia referentes a evitar la violencia con tu compañero, tu hermano.
Tal vez el momento cumbre de la entrevista llegó con sus recuerdos de aquel sexto juego: “Era el úndécimo inning, y Ken Griffey estaba en primera base. Para ese momento, él era probablemente el tipo más rápido del beisbol. Joe Morgan está al bate, yo me imagino todos los escenarios: ‘¿Que tal si la batea sobre mi cabeza? ¿O si la batea entre dos?’ Pienso que puedo tener que meterme en la tribuna para atrapar la pelota, porque si perdemos, no hay mañana. Todos esos escenarios pasan por mi cabeza”.
“Todas las grandes jugadas en realidad se hacen en la mente antes de realizarlas en tiempo real. Tienes que anticipar. Un jugador como Ozzie Smith, con todas las grandes jugadas que hizo, pensaba en hacerlas antes de que ocurrieran. Eso es lo que yo hacía en el right field”.
“Cuando Morgan bateó la pelota, esta vino directo a mí, pero sobre mi cabeza. Normalmente una bola como esa empezará a curvear hacia la línea del right field, yendo desde mi derecha hacia mi izquierda, por eso siempre iba un poco hacia la línea cuando corría atrás. Esta pelota no curveó”.
“Cuando reviso las repeticiones, veo que la bola estaba sobre el plato pero afuera. Si hubiera estado más en el medio, el la hubiera enganchado, pero no lo hizo. La bateó de frente y la bola se mantuvo recta. Me volteo y veo la línea del right field, corro hacia atrás, y la pelota no está curveando, en realidad está detrás de mí. He ido muy lejos”.
“Si 10000 pelotas fueron bateadas hacia mi en el right field, 9997 de ellas curvearon hacia la línea. Esta se mantuvo recta. Solo hubo dos tipos con los que me ocurrió eso. Uno fue Tony Oliva, su batazo fue hacia el otro lado, hacia el center field. El otro fue Cecil Cooper. Esas fueron las únicas pelotas que fueron bateadas hacia mí como esta”.
“Voy hacia atrás, la pelota está detrás de mí, y la pierdo de vista. Perdí la pelota. Salté y lancé el guante detrás de mi cabeza. Por eso lucía tan torpe. La perdí por una fracción de segundo. Ese es un momento de terror en la mente de cualquier pelotero. De alguna manera, la pelota cayó en mi guante. Estaba sorprendido. El catcher de reserva de los Rojos, Bill Plummer, estaba en el bull pen del visitador, y dijo que la pelota hubiera aterrizado a dos o tres filas en la tribuna. La cerca por ese lado es baja, como de un metro de altura, y él dijo que la pelota habría pasado por encima de esta si yo no la atrapo”.
“Luego de atrapar la pelota, me volteé para lanzarla. Recuerdo que Fisk fue entrevistado luego de batear su jonrón en el duodécimo inning. Ellos preguntaron ‘¿Qué te pareció la atrapada de Evans?’ El respondió, ‘Si, fue una gran atrapada, pero el tiro fue defectuoso’.
“Mientras giraba, lo primero que miré fueron las luces. Fue como ver el sol por una fracción de segundo, como un flash repentino en los ojos. Lancé desviado hacia primera base como por siete metros. Yaz atrapó la pelota y se la pasó a Rick Burleson, quién vino a cubrir primera base. Fue un dobleplay. Fue una gran jugada. No fue la mejor atrapada que hice, pero fue la más importante de mi carrera”.
Luego Dewey habló del jonrón de Dave Henderson en el tercer juego de la serie de campeonato de la Liga American en 1986 cuando los Angelinos de California estaban a punto de barrer a los Medias Rojas de Boston: “Para mí, el jonrón de Dave Henderson fue más importante que el de Carlton Fisk. Mucho más importante. Íbamos a quedar fuera de la serie. El jonrón de Bernie Carbo fue más importante que el de Fisk. No estoy quitándole nada a Pudge. Su jonrón fue grande, fue para ganar un juego, pero el juego estaba empatado. El jonrón de Carbo llegó en el octavo inning cuando perdíamos por tres carreras. Fue inmenso. Fue el jonrón más largo que ví, justo delante del de Fisk”.
“Cuando Henderson bateó su jonrón, la policía del estadio nos había sacado fuera del dugout. Nos habían empujado hacia el pasillo. Veíamos a Dave Henderson batear a través de las piernas de los policías del estadio. Él bateaba fouls pitcheo tras pitcheo contra Donnie Moore, quién se suicidó pocos años después. Fouleaba tenedores cortantes, envíos difíciles, y entonces conectó uno para salvar el juego. Había 65000 personas en el estadio y ellos estaban eufóricos y listos para saltar al campo. Para ellos era como si todo se hubiese acabado. Había dos outs, dos strikes, y su relevista estrella en el montículo. Entonces ¡bam! Henderson engancha una y estamos de vuelta. Ganamos en extra inning, luego regresamos a Boston y ganamos los próximos dos fácilmente. Ese, para mí, es el jonrón más grande que vi”.
Sabías que Dewey tenía dos hijos que sufrían una enfermedad complicada, conocías cuan reservado era al respecto. Por eso te sorprendiste al verlo declarar sobre aquellos jonrones espirituales. “Mi hijo, Tim, tiene una enfermedad llamada neurofibromatosis. Él ha tenido 40 cirugías mayores y una de ellas ocurrió en 1982 cuando él tenía 12 años de edad. Estábamos en el hospital, donde él había pasado por una cirugía de seis o siete horas, y luego de recuperarse fue llevado a la habitación. Él estaba mareado, casi inconsciente, pero alerta de las cosas y capaz de comunicarse. Le dije, ‘Tim, tengo que ir al estadio. Te amo y hablamos después, nos vemos después del juego’. Entonces lo besé en la frente”.
“Cuando llegué a la puerta, el dijo, ‘Papá ¿me puedes hacer un favor?’ Le respondí, ‘Seguro, Tim ¿Qué quieres?’ El dijo, ‘¿Puedes batear un jonrón para mí esta noche?’ Yo odiaba decir que sí, porque obviamente eso no es fácil, pero regresé a su cama y le dije, ‘Tim, batearé un jonrón para ti esta noche’. Me despedí y regresé a la puerta, él dijo, ‘Papá, ¿puedes hacerme otro favor?’ Le dije, ‘Seguro, Tim, ¿qué es? Él dijo, ‘¿Puedes batear dos jonrones para mí esta noche?’ Ahora no sabía que decir. No había estado seguro de que debía haber prometido uno, y ahora él me pedía dos. Me tenía que ir al estadio, así que le dije, ‘Tim, batearé dos jonrones para ti esta noche’”.
“Esa noche, él y Susan, mi esposa, vieron el juego en el hospital. Él dormía y despertaba, Susan le dijo, ‘Tim, tu papá acaba de batear para ti un jonrón’. Dos veces. No me percaté de lo que había hecho hasta después del juego. Cuando estás en el momento, y estás enfocado en el juego, no piensas en, ‘Caramba, bateé un jonrón, y fue para Tim’. Pero después del juego, me di cuenta de lo que había pasado. Si hubo algún momento espiritual en mi vida, fue ese. Yo sabía que alguien había estado mirándome”.
“Cuando regresé al hospital, él todavía se dormía y despertaba, pero muy feliz de que yo hubiese bateado dos jonrones. Yo probablemente estaba más feliz. Algunas veces deseo que él me hubiese pedido batear un jonrón mil veces”.
Alfonso L. Tusa C. 27 mayo 2024. ©
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