Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
lunes, 23 de septiembre de 2024
La Canción de Alfonso Chico Carrasquel.
Hacia el final de la primera década de este siglo veintiuno, debía madrugar para asistir al trabajo, mientras manejaba un Hyundai Accent rumbo a Hoyo de La Puerta, escuchaba un programa de música venezolana moderado por Luis Julio Toro, el flautista de Ensamble Gurrufío. Si me quedaba algo de sueño a las cinco de la mañana, desaparecía por completo en medio de aquella sinfonía de joropos, bambucos, merengues, pasajes que repicaban por cada centímetro de la cabina. Una de esas madrugadas me espabilé más de lo normal. Los acordes de la canción me parecieron conocidos aunque no terminaba de precisarlos a través del estilo y ritmo de los virtuosos de Ensamble Gurrufío. A medida que se fue desarrollando la canción empecé a despegar el papel de aquel regalo. Para cuando la energía e intensidad de la intervención de flautista se hizo presente, ya silbaba la canción y además viajaba en una máquina cronológica en paralelo con el Accent.
Cada dos sábados viajaba con mis padres a Cumaná, en principio odiaba cuando mamá me iba a buscar al terreno baldío donde jugaba con mis amigos. Mientras empacaba la ropa aun apretaba los dientes con ganas de escaparme, solo cuando pasábamos Los Ipures y papá aceleraba el Malibú anaranjado hasta entrar a Cumaná y pasar frente a la iglesia Santa Inés, empezaba a cambiar mi semblante. Mientras bajábamos del carro la música de los Antaños del Stadium salía por las ventanas de la casa número treinta de la calle Ayacucho. Antes de salir para la playa papá jugaba dominó con mis tíos maternos, los perdedores debían aportar la mayor parte del dinero para comprar la comida y prepararla. Uno de mis tíos siempre se paraba de la mesa cuando venía esa canción y le subía el volumen al equipo de sonido. Los demás jugadores se molestaban porque no regresaba hasta que terminara la canción. Si ganaban el dominó, repetía la canción hasta tres veces.
No sabía que Gurrufío interpretara esa canción, la busqué en youtube y nada, luego revisaba todas las tiendas musicales y tampoco daba con ella. Mientras silbaba en el carro me encontré frente a la casa de Alfonso Carrasquel, si del Chico, de Carrasquelito, del campocorto de los Medias Blancas de Chicago y los Leones del Caracas. Un amigo había conseguido que me concediera una entrevista para un libro que escribía, a pesar de que para esa época ya lo estaban dializando y esas son sesiones muy extenuantes. Había decidido regresar a Venezuela luego de comentar en español por varios años los juegos de los patiblancos. Me recibió como si me conociese de toda la vida, con una amabilidad y hospitalidad propia de los amigos más íntimos. En menos de cinco segundos fue a la cocina y trajo una taza de café capuchino. Al enterarse que yo escribía un libro sobre el Látigo Chávez, se abrió los primeros botones de una chaqueta azul marino con el logo de Leones del Caracas al lado izquierdo del pecho.
Habían repetido tanto el surco que la canción sonaba con una especie de fondo de aceite hirviente cuando le cae alguna gota de agua. Ante el ambiente de solemnidad de aquellas partidas de dominó, me mantenía alejado de la mesa. Esperaba a que abuelo terminara de cargar los enseres que llevaría para el día de playa, cuando templaba la mecedora de mimbre y se sentaba bajo las matas de cambur del pasillo, me agachaba a su lado. “¿Por qué pone tanto esa canción, abuelo? ¿Nunca se cansa de ella?” Abuelo metía las manos en los bolsillos de su guayabera añil y se recostaba hasta que la mecedora se inclinaba totalmente hacia atrás. “Él dice que estuvo en el estadio Cerveza Caracas del barrio San Agustin caraqueño y vio a Carrasquelito jugar ahí con Cervecería Caracas, después de su primera temporada con los Medias Blancas de Chicago. Habla con tanta propiedad y convicción de eso, que parece que de verdad hubiese estado allí y hasta hubiera conversado con Carrasquelito como dice él”.
El Chico, me guiñó el ojo mientras saboreaba un sorbo de café. “Esto se pone bueno tocayo. ¡Isaías Chávez. Ese muchacho tenía un gran talento y mucho amor por el juego. Fui su manager con Magallanes, en la temporada 1964-65. Y por lo que vi, sabía que iba a llegar lejos. Era una persona muy respetuosa, muy enfocado en el juego. Cuando perdía, me preguntaba que había hecho mal, cuales eran los errores que había cometido. Pocas veces vi a un pelotero tan dedicado y persistente como él. Si ganaba, nunca se distraía con la victoria, igual me preguntaba si le había visto cometer algún error y nunca se conformaba con consultarme a mí, hablaba con sus compañeros y los coaches, si alguno le mencionaba algún detalle, se iba para el bull pen y allá pasaba una o dos horas intentando mejorar ese aspecto de su rutina. En medio de la conversación yo lanzaba visuales disimuladas hacia la pared cargada de reconocimientos, diplomas y premios. No podía irme de allí sin preguntarle de su carrera como jugador activo.
En medio de los sonidos de las piedras de dominó contra la mesa, me senté en el brazo de la mecedora. “¿Entonces él no conoció de verdad a Carrasquelito?” Abuelo abrió los ojos y estiró la barbilla hacia la mesa mientras se llevaba el dedo índice a los labios. “¡Qué va a estar conociendo él nada a Carrasquelito! Todo eso viene de sus conversaciones con el vecino del frente. Ricardo le contó de la vez que fue a ver un juego entre Cervecería y Magallanes en el estadio de San Agustín. A lo mejor le puso de más al relato, le metió un montón de cuentos en la cabeza y tu tío Fernando cada vez que escucha esa canción donde sea, dice que estaba en el estadio cuando el Chico regresó luego de su primera temporada con los Medias Blancas, que le autografió una pelota y que habló con él en el dugout cuando terminó el juego”. Desde la mesa llegaban gritos intensos. Ricardo le recriminaba a Fernando el error que les había costado el dominó.
Prefería hablar de los logros de sus compañeros o discípulos, cuando le pregunté por las 106 carreras anotadas y los 12 jonrones de la temporada de 1954, Carrasquelito sonrió y bajó la mirada. “Recuerdo mucho un campeonato nacional AA de mediados de los años ’60. Me contrataron como manager del estado Anzoateguí. Había un muchachito de algunos dieciséis años en las prácticas, se notaba que estaba muy subido de categoría, pero llegaba primero que todos al estadio, recogía más de trescientos roletazos diarios y tenía un alcance tremendo tanto hacia el “hueco” como hacia detrás de segunda base. Llegó un juego cuando lo metí a jugar en el séptimo inning y tomó un rolincito que se durmió detrás del montículo, de esos que solo Luis Aparicio tomaba, el jovencito avanzó como un relámpago y completó el out. De ahí en adelante se convirtió en mi short stop regular. Cuando el delegado del equipo me dijo que no podía llevar un campocorto juvenil a un nacional AA, le respondí que si ese muchacho no era el short de mi equipo yo renunciaba ¿Sabes quien era? Enzo Hernández, a quien el propio Aparicio lo puso a jugar en La Guaira y después fue regular con los Padres de San Diego en la Liga Nacional por su inmensa defensiva”.
Ese día Fernando estuvo aislado, alejado, retirado del grupo familiar en el rancho de la playa, aunque igual tenía que ayudar a Ricardo a limpiar el rancho y encender la leña para el sancocho de pescado. Intenté acercármele varias veces y él se iba varios metros más hacia la parte de la playa donde los pescadores estacionaban sus botes. Le llevé un plato con sopa de pescado y también, limón, casabe y aguacate. Solo entonces tragó profundo y se sentó en la arena. Casi se atraganta con una espina cuando le pregunté porque siempre repetía esa canción de los Antaños del Estadio cuando jugaban dominó. “Aunque digan que es algo que soñé, estuve en el estadio el día cuando Carrasquelito debutó en el campeonato venezolano después de su primera temporada en grandes ligas, llegué al estadio como tres horas antes del juego y hablé con el hombre que cuidaba el terreno, me contó como el Chico lo había ayudado a limpiar las tribunas y a mantener el terreno de juego en perfectas condiciones cuando solo era un muchacho que apenas jugaba caimaneras en la calle. Era tanta la vehemencia, la perseverancia y la obstinación de aquel muchacho que hubo un momento cuando el manager del Cervecería lo llamó para que practicara con los regulares del equipo y el manager tuvo que seguir llamándolo todos los días”.
En determinado momento señalé una fotografía donde aparecían el Chico y Luis Camaleón García con el uniforme de Orientales. La mirada del Chico se enciende y le pide a una de sus hermanas que le lleve la foto enmarcada. “Esto fue en la temporada 1963-64. Me nombraron manager y le dije a Camaleón que si no se fajaba le iba a dar su ración de banco. Puras bromas, fuimos muy buenos amigos desde los episodios más enconados de la rivalidad Caracas-Magallanes. Para mí es el mejor tercera base del beisbol venezolano. No fue grande liga por no adaptarse al estilo de vida estadounidense”. Cuando el Chico supo que yo era de Cumaná, me pidió que le consiguiera unas morcillas orientales, “esas son las más sabrosas, ese sabor dulce y picante es una delicia”. En cuanto se ausentó por un momento, su hermana se acercó. “Ni se le ocurra traerle esas morcillas. Es diabético, si se come eso se muere”. Cuando regresó el Chico, sonreía con las memorias de las arepas de chorizo y morcilla carupanera que se comió en el mercado con Camaleón García en una de aquellas giras de Orientales por Cumaná.
Solo después que le llevé un pedazo de naiboa y dos jobos de la India, Fernando siguió con su historia. “Cada vez que Carrasquelito hacía una jugada espectacular en el campocorto, los Antaños del Estadio, que estaban a un costado de la esquina del right field, empezaban a tocar esa canción. En seguida el árbitro principal ordenaba que dejaran de tocar. Una vez atrapó un elevadito que parecía caer como bala fría en el left field corto y los Antaños recorrieron toda la línea de cal desde la esquina hasta la almohadilla de primera base. El árbitro gesticulaba como un boxeador. Y en el octavo o noveno inning él solo hizo un dobleplay, las trompetas y el redoblante resonaron en todo el estadio por más de cinco minutos, el árbitro expulsó del juego a los Antaños y el juego estuvo detenido por unos quince minutos porque el público reclamaba que regresaran los músicos. Como el árbitro no cediera, todas las tribunas empezaron a entonar la canción. Nunca había visto a tanta gente cantando una canción instrumental”.
De pronto la sonrisa del Chico migró hacia cierta solemnidad de labios apretados. Su mirada permanecía clavada en otra fotografía ubicada en el extremo superior derecho de la pared. Compartía con varias personas a la salida de un restaurante, eran tres mujeres, dos tipos jóvenes y dos de mediana edad. “Ese era parte del equipo del circuito de transmisiones de los juegos de los Medias Blancas. He visto mucho esa foto en los días recientes por una llamada telefónica que recibí hace como una semana. Había terminado otra sesión de diálisis y no estaba de muy buen humor que digamos.
Tomé el auricular…se trataba de un programa deportivo del canal 8 “Venezolana de Televisión” o mejor dicho, lo que alguna vez fue “Venezolana de Televisión”. De entrada me desagradó el tono altivo del tipo. Repitió varias veces mi nombre, como si no me escuchara y yo estaba hablando a un tono razonable porque no me gusta gritar, estuve a punto del colgar, quizás no lo hice por recordarme que no podía actuar igual que ellos”.
Cada cierto tiempo, Fernando se ausentaba para asistir a Ricardo pelando las vituallas, metiendo la basura en bolsas, sirviendo la sopa. Cuando regresaba permanecía callado, ensimismado, abstraído, hasta que le reclamaba la continuación de la historia. “Al final del juego, el gerente del equipo amenazaba con rescindir el contrato a los Antaños por interferir con el desarrollo del juego. El encargado del terreno confesó que él había sugerido a los músicos que cada vez que Carrasquelito hiciera una jugada al campo o batease un imparable, tocaran esa canción con mucho ahínco, con mucha intensidad, que se sintiera en todo el estadio. El gerente amonestó al encargado del terreno y le dijo que si aquello se volvía a repetir estaba despedido. Fue una discusión muy acalorada que se escuchó en todo el dugout aunque estaban encerrados en la gerencia. El Chico tocó la puerta y le dijo al gerente que si botaba al encargado del terreno él no jugaría más con el equipo. El gerente sonrió “¡Vamos a ver si es verdad!”
Se recostó en el sofá de cojines de satén rellenos de algodón y luego se inclinó sobre las rodillas. “Los tipos de la televisión querían entrevistarme en su programa, pretendían que yo tomara un taxi y me llegara a la sede del canal en Los Ruices. Tragué saliva como tres veces y les respondí que desde la parroquia San José hasta allá, había que atravesar media Caracas, que yo soy diabético y me están dializando y no estoy para esos trotes, que si ellos querían venían a buscarme y luego me traían o que me entrevistaran aquí en mi casa. Entonces vinieron las expresiones más desconsideradas y perversas. Siempre con el resentimiento injustificado por delante, con el manejo del complejo de víctima. Dijeron que seguro que si fueran los medios de Chicago de inmediato correría sumiso y apurado, porque ellos si enviarían una limosina a buscarme. Entonces si solté toda la intensidad de mi voz ‘claro que si me montaría de buenas a primeras en esa limosina, porque ellos si tienen consideración, aprecio y respeto por mí no solo como pelotero, sino como ser humano”.
La voz de Ricardo pendulaba desde el rancho. Fernando me hizo señas de que lo esperase pero lo acompañé. Luego de ayudar a Ricardo a servir y repartir el arroz con coco, regresamos a la playa con dos totumas repletas de arroz con coco. “Cuando el gerente notó la ausencia de Carrasquelito por tres días seguidos. Lo fue a buscar. Fueron juntos a la casa del encargado del terreno. Ese día Carrasquelito ayudó al encargado a recortar la grama del cuadro y los jardines y a nivelar la arcilla del cuadro. Y en la primera jugada que el Chico hizo detrás de segunda base, los Antaños tocaron con más intensidad la canción. Al final del juego el gerente discutió con el árbitro principal por no dejar que los Antaños tocaran siquiera quince segundos después de cada jugada de Carrasquelito.
Cuando me despedí, Carrasquelito me dijo que quería ver el libro de Isaías, que me recordara de llevarle un ejemplar “eso sí, con dedicatoria”. El día de su fallecimiento, casualmente hacía unas diligencias en Caracas. Corrí desde Plaza Venezuela hacia el puente de Las Acacias y entré al estadio Universitario junto al carro fúnebre. Una atmósfera de historia beisbolera reverberaba desde las tribunas. Bajé por el dugout de la derecha y en ese momento ubicaban el féretro al fondo del abanico, entre segunda y tercera base, en el territorio donde el Chico ejecutara las jugadas más electrizantes para evitar todas las carreras que permitieron ganar a su equipo. El libro resbalaba en mis manos. Allí presenté mis condolencias a Domingo Carrasquel y le entregué el libro. Se quedó mirando la primera página y apretó los labios “Cada jugada tuya en el campocorto fue una inspiración de vida. Gracias Chico por tantos momentos gratos y tan grandes gestos”.
Me bajé del brazo de la mecedora, de regreso de la mesa donde estaba el tocadiscos, le pregunté a abuelo por el forro del disco de los Antaños del Stadium. Abuelo sonrió y tamborileó los dedos sobre el pantalón de caqui. “Es uno de los tesoros más preciados de Fernando. Aunque él dice que no lo tiene, sé que tiene escondido el forro de ese disco en algún lugar de su cuarto, creo que lo cambia cada día desde debajo del colchón, hasta la última gaveta del escaparate o es capaz de mover un pedazo de cielo raso y meterlo ahí”.
No pude dejar de silbar esa canción en el trabajo ese ni muchos días, hasta que al volver a Cumaná para las vacaciones decembrinas de ese año, le pregunté a mamá donde guardaba mis discos de vinilo. Pasé como hora y media hurgando entre los envoltorios de cartón y allí estaba el dibujo del Estadio Cerveza Caracas de San Agustín, los colores estaban desgastados por el polvo y la telaraña. Entonces miré la contraportada y visualicé a Fernando llevando la aguja hasta el segundo surco del lado B. En la contraportada blanca, la mirada se me nubló ante la segunda canción del lado B: San José. Entonces saqué el disco y leí entre paréntesis el nombre del autor (Leonel Velasco).
Alfonso L. Tusa C. 07 de junio de 2019. ©
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