miércoles, 9 de octubre de 2024

Las asperezas de una canción

Hay canciones que me llevan a reconocer que el calendario ha magnificado las experiencias y estrujado los sentimientos. Ciertas notas musicales desnudan las tristezas más telúricas que jamás se vislumbran desde la invencibilidad de la adolescencia. Una mezcla de dolor y asfixia sube por el esófago y aprieta el cuello hasta que es inevitable astringencia en la garganta y el incendio en las retinas. El piano y la flauta son como gemidos adicionales al sismo que estremece las costillas y perfora el esternón. Vienen imágenes de otros tiempos, otras actitudes, otro país, atrapadas en las resinas del pasado. Quiero gritar “¿Dónde quedó aquella mutualidad? ¿Qué fue de las tardes de cigarras y gurrufíos? ¿Dónde estarán los contemporáneos de las noches de serenatas?” Los acordes suenan como adagios entrecortados de excursiones meridianas entre olas indómitas: “Te manda el Ande altivo conmigo, su corona de nieve, te manda el Orinoco el beso fresco de su espuma que llueve,…” No sé como manejar ese raudal de alambres hirvientes en la cara, de pronto veo imágenes de una película de Andy García llamada si mal no recuerdo “La Ciudad Perdida” o de un documental del beisbolista Luis Tiant con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas cuando se acercaba en un taxi a los alrededores del barrio habanero donde creció antes que aterrizara la revolución castrista. Las imágenes venezolanas por supuesto que me duelen más, las hemos vivido en directo, en continua, sin anestesia por 24 años, son tan impactantes que las referencias o consejos cubanos de antes de 1998 se quedan descoloridas ante las puñaladas arteras y sádicas de una realidad que me hace hurgar con desesperación en las profundidades de una Atlántida cada vez más profunda, muy cargada de incidentes turbios, en búsqueda de aquellos recreos escolares donde las maestras nos iban a buscar para regresar a clase y nos hacían formar frente al aula tomando la distancia del brazo estirado.
A medida que avanza la canción corro por una calle de muchas cuadras con olores a majarete y pabellón, ignoro en que país me encuentro, ni si existió alguna vez, esfuerzo la mente para distanciar la fantasía de las raíces de un pasado borroso, apuñalado, corroído. “…te manda el ancho llano su corazón trenzado en cuatro cuerdas, de todos los rincones de mi tierra te traigo mil leyendas. Caracas libertadora, Caracas la encantadora…” Ya no sé si respiro vahos sulfúricos o agonizo. La desfiguración alcanza cotas tan profundas que el rostro de lo que tantas veces recorrimos parece tan desconocido como la cirugía plástica más grotesca. No encuentro aquella Caracas de pulsos en armonía, de humor sostenido, de ingenio agolpado en las esquinas, de una fruición por compartir eso que alguna vez fue el gentilicio: el ingenio sano, la mamadera de gallo, los gritos de los faramayeros, toda una pléyade de figuras que ahora forman parte de una venezolanidad fosilizada. Escuchar cada línea de esa canción es un ejercicio muy desgastante de contener las lágrimas con todas las fotografías en las manos, todos los domingos en familia convertidos en periódicos amarillentos a aquel país, aquellos cuarenta años de recuperación sostenida, de remontar la cuesta de oscurantismo militarista y oprobio de montoneras, perfidias y nomenclatura dictatorial. Que muchos no supieron valorar encandilados por la utopía de la cachucha, el tipo de mano dura, el autoritarismo. “Te traigo la canción del montañés y el polo marinero, te traigo el galerón del oriental y el joropo llanero, te traigo la emoción del canto marabino, del golpe tocuyano y del bambuco andino”. Todo un chubasco cargado de muchos residuos de aquel sonoro gentilicio de ir siempre a dar lo mejor, de nunca pasar de largo ante el desgarramiento del amigo. Ahora solo quedan guijarros esparcidos en el desierto de pedantería que reverbera en las horas más mudas del atardecer.
Escuchar a una persona en la calle pedir permiso, recoger algo que se te cayó y llamarte con respeto: “Señor esto es suyo”, son escenas remotas, lejanas, propias de un país que persiste en la nostalgia, en la obstinación por seguir aportando detalles ante la sorpresa, la burla, la incredulidad de las nuevas generaciones. Quisiera encontrar y conversar con mis amigos coetáneos para comprobar que no sueño todos los días, que aquello más que un soplo de cuarenta años, fue una realidad tan contundente como el papagayo más entusiasta que rasgaba el ozono del cielo añil aquellas tardes de marzo en el solar de asfalto de Cumanacoa, como las tres lochas entre verdes y marrones que tintineaban en el bolsillo del guardapolvo al correr hacia la cantina escolar para comprar empanada, pan, frescolita y hasta maní, Solo que esos amigos casi todos los topamos en nuestra memoria y cuando por casualidad los vemos nos quedamos paralizados como comprobando si no es un espejismo. Esos ecos truenan muy duro en las madrugadas, cuando despertamos cargados de sed, cual maratonistas de una carrera interminable, hablando solos de los consejos de los cubanos todos esos años antes de 1998. La mira de Luis Tiant se confunde con el desespero de Andy García al final de la película, ahora si comprendemos toda la intensidad de las voces lamentando la llegada de los barbudos a terminar con el burdel de Batista para implantar la casa de citas de Fidel. La sustancia corrosiva de la utopía asintótica del comunismo y el socialismo han plagado de episodios tan o más criminales El capítulo venezolano. Por eso crujen más lo huesos al seguir escuchando: “Los tambores morenos y las morenas manos en su ritmo, con todos los cantares de mi patria se vinieron conmigo, esperando llegar a estar contigo y buscar en tu cerro, tibio abrigo”. Y ya no sabemos si habitamos la Atlántida o flotamos.
Alfonso L. Tusa C. 07 octubre 2007. ©

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