Se busca plasmar la conexión entre el béisbol y la vida, como cada regla del juego resulta una escuela de reflexión hasta para los seguidores más remotos cuando los sucesos del mundo indican que ciertas veces las normas de justicia son violadas; el transcurso de las sentencias de bolas y strikes reflejan la pertinencia y compromiso de cada pelotero en respetar la presencia del árbitro.Cada jugador deja lo mejor de sí sobre el campo de juego a pesar de lo complicado que pueda ser su vida.
viernes, 25 de octubre de 2024
La Hazaña de Sandy Amorós
De todas las once Series Mundiales efectuadas entre Yankees y Dodgers las primeras siete fueron mientras aun se jugaba en el Ebbetts Field de Brooklyn, y una de ellas, la de 1955, sobresale por la manera como se decidió.
En 1941 los mulos de Manhattan ganaron cuatro juegos a uno liderados por Joe DiMaggio, Tommi Henrich y Charlie Keller.
En 1947 los Yankees se imponen cuatro juegos a tres. DiMaggio largó cuadrangular en la apertura del quinto inning para aportar la carrera que decidiría la victoria 2-1 para su equipo y así regresar adelante en la serie a Yankee Stadium.
En 1949 los Yankees vuelven a llevarse la serie cuatro juegos a uno. Un cuadrangular de Tommy Henrich en el cierre del noveno inning del primer juego, dejó a los Dodgers sobre el terreno. Allie Reynolds se apunto la victoria y Don Newcombe cargó con el revés.
En 1952 de nuevo los Yankees salieron victoriosos cuando en el séptimo inning del séptimo juego Billy Martin con las bases llenas y el juego 4-2 realizó una jugada espeluznante al atrapar un elevadito a la derecha del montículo que mantuvo la ventaja y la victoria de los neoyorquinos.
En 1953 fue Billy Martin otra vez quien con un sencillo en el cierre del noveno inning del sexto juego sentenció el campeonato para los Yankees cuatro juegos a dos.
En 1956 Don Larsen lanza perfecto en el quinto juego, luego Clem Labine vence a los Yankees 1-0 en 10 innings en el sexto juego, pero los mulos de Manhattan se acreditan el séptimo juego para ganar la última Serie Mundial entre Yankees y Dodgers de Brooklyn.
En 1963 Sandy Koufax se apunta victorias en los juegos uno y cuatro para decretar la barrida de los Dodgers de Los Angeles ante los Yankees.
En 1977 Reggie Jackson larga tres vuelacercas en el sexto juego ante tres pitchers diferentes para coronar a los Yankees con victoria 8-4 sobe los Dodgers.
En 1978 Graig Nettles con varias jugadas fabulosas en tercera base, Brian Doyle con defensa y bate oportuno y Reggie Jackson con su poder comandaron otra victoria de los Yankees cuatro juegos a dos versus Dodgers.
En 1981 Fernando Valenzuela ganó el tercer juego 5-4 para iniciar una seguidilla de cuatro triufos ue le devolvió la Serie Mundial a los Dodgers.
La Serie Mundial de 1955 fue especial por aquel robo del plato que ejecutase Jackie Robinson que fue largamente reclamado por el catcher Yogi Berra, ese juego lo ganaron los Yankees 6-5, pero de alguna manera los Summer Boys empezaban a mostrar que este definitivamente sería su año. El séptimo juego llegó al cierre del sexto inning con los Dodgers y Johnny Podres arriba en el marcador 2-0. Billy Martin negoció boleto, Gil McDougald se embasó por imparable de piernas. El 4 de octubre de 1955, en la parte baja del sexto inning del séptimo juego de la Serie Mundial, el casi desconocido Sandy Amorós de los Dodgers de Brooklyn trotó hacia el jardín izquierdo del Yankee Stadium como sustituto defensivo de Junior Gilliam. Nadie le dio mucha importancia. En un equipo lleno de atletas vibrantes y efusivos, el jardinero izquierdo ocasional quién hablaba poco inglés era casi tan anónimo como cualquier Dodger.
Pero no por mucho tiempo. La pizarra estaba 2-0 ganando los Dodgers, había dos Yanquis en base, y Yogi Berra, el bateador más oportuno del juego, al bate. Berra despachó una línea tendida hacia la línea del jardín izquierdo, un seguro doble que empataría el juego. Amorós corrió hacia la línea de foul, donde convergieron pelota, cerca y jardinero. Estiró su brazo derecho y atrapó la pelota a la altura de la cintura, giró y lanzó la pelota al shortstop Pee Wee Reese, quién estaba en territorio corto del jardín izquierdo cerca de tercera base, este la pasó al primera base Gil Hodges para el dobleplay.
En efecto, la serie había terminado, ningún equipo volvió a anotar. “Nunca hubiera hecho esa atrapada”, dijo Gilliam. Cuando los periodistas abordaron a Amorós, éste sonrió y ladeó la cabeza, “Sortario, tuve mucha suerte”.
Treinta y cuatro años después, Amorós, 59, está sentado en la mesa del comedor de su apartamento de dos habitaciones en Tampa. Aunque es una tarde soleada y caliente, las ventanas están cerradas y el lugar huele a humedad. Amorós tiene una medalla de oro religiosa en el cuello. Su barriga sobresale bajo una guardacamisa blanca, sobre la pretina de sus viejos pantalones azules. “Creo en Dios”, dice Amorós en español, todavía el lenguaje con el cual se siente mejor. “Pero no creo que Dios me puso en esta situación. Viviendo de esta forma, no me siento bien de la cabeza. Oigo ruidos en mi mente. Es de locos. Por lo menos cuando comienza la temporada de beisbol me concentro en ella. No sé porque vivo aquí. No tengo nada, y nadie me puede dar lo que quiero. Quiero sentirme sano. Así puedo buscar un trabajo y conseguir compañía. Tampoco puedo caminar por el parque y ver a los niños jugar como antes. No me puedo sentir feliz, no puedo moverme”.
Amorós mira hacia el extremo vacío de la pierna izquierda de sus pantalones. Parte de su pierna fue amputada en 1987. “Dijeron que tenía algunos problemas de circulación. Estaba al límite de la gangrena. Los dedos de los pies se me empezaron a dormir. Cortaron debajo de la rodilla. Todo vino al mismo tiempo. Nunca le deseé a nadie algo malo. ¿A quién pude haber dañado para que me pasara esto?”
En verdad, las cosas son mejores para Amorós de lo que habían sido. Hace un año vivía de una pensión mensual del béisbol de 495 $ en la sección Ybor City de Tampa. Estaba inmóvil, pasando los días balanceando su muñón vendado sobre su andadera, mientras se sentaba en una silla plegable a la entrada de su casa. A menudo tenía hambre.
Al menos este nuevo apartamento es limpio y sin plagas. Hay arroz amarillo y pollo en la nevera y una muda de ropa interior junto a las camisas y pantalones que Don Zimmer envió cuando supo de las penurias de su antíguo compañero. Amorós dice, “Tengo suerte de vivir en Florida. No se necesita mucha ropa.” A menudo ve televisión todo el día mientras se recuesta en un sofá desgastado. Luego de un año con el muñón vendado, ahora tiene una prótesis en su pierna izquierda y un suplemento mensual de 400 $ a su pensión, ambos cortesía del Baseball Alumni Team (BAT), una organización dedicada a asistir peloteros retirados que pasen por situaciones difíciles. El amigo de Amorós, Mario Núñez, el maitre de at the Tampa Bay Downs racetrack restaurant, dice, “Para un hombre de su calibre, vivir así es una locura”. Amorós dice, “Mi vida está dentro de mí. No sé que le hice a ese tipo para merecerme esto”.
El tipo de quién habla Amorós es Fidel Castro.
Edmundo Amorós creció en Matanzas, un suburbio de La Habana, donde su padre era un trabajador a destajo. Amorós se hizo de un nombre en los juegos de béisbol efectuados a un lado de los cañaverales, y en 1950, a los 20 años, salió de Cuba para jugar en los jardines con los Cubans de New York de las ligas negras. Ese invierno regresó a Cuba, donde destacó con La Habana en la liga invernal cubana. En la temporada de 1951, el scout de los Dodgers Al Campanis lo observó en La Habana. “Lo vi batear una pelota de un bote al segunda base y casi se embasa”, dice Campanis. “Eso me abrió los ojos”. Pronto Amorós tenía un puesto en el roster del equipo de ligas menores de los Dodgers en St. Paul. Sus nuevos compañeros lo llamaban Sandy, por su parecido con el campeón peso pluma Sandy Saddler. Luego de batear .337 con St. Paul en 1952, Amorós fue subido a Brooklyn, lo presentaron como el próximo Willie Mays.
No lo fue. Amorós pasó los próximos cinco años oscilando entre Brooklyn y el equipo AAA de los Dodgers en Montreal. Lideró la Liga Internacional con promedio de bateo de .353 en 1953, pero su inconsistencia en el plato cuando subía a Grandes Ligas le impidió ganarse la regularidad. En Brooklyn, Amorós era inolvidable por su estilo de bateo poco común. “Evidentemente agita las muñecas cuando espera por el pitcheo”, escribió Bill Roeder en el New York World-Telegram, “lo que causa que el bate vibre en el otro extremo y este pequeño movimiento tiene un extraño efecto refrescante en los que en el palco de prensa podemos salirnos de nuestros suplementos de comiquitas”.
Además de la atrapada salvadora de la serie, Amorós tuvo otros momentos especiales. Bateó tres jonrones en tres días mientras los Dodgers aseguraban el banderín en los momentos culminantes de la temporada de 1956. En el juego inaugural de la serie de ese año le bateó un sencillo impulsor clave a Whitey Ford, y en el quinto juego casi le rompe el juego perfecto a Don Larsen con una línea que curveó hacia el lado equivocado del poste de foul. Pero en 1958, cuando tenía 28 años, estaba fuera del equipo, pasó toda la temporada y la mayor parte de la siguiente con Montreal antes de ser cambiado a Detroit. Un año con los Tigres, una temporada de 1961 con el equipo filial en Denver, y luego el único trabajo disponible para Amorós fue como jardinero en la Liga Mexicana. En 517 juegos en Grandes Ligas, Amorós bateó .255 con 43 jonrones. Falló por una semana para calificar por una pensión de Grandes Ligas.
Fue un héroe en Cuba. Los Dodgers habían tenido entrenamientos primaverales en La Habana en los años ’40, lo que hizo a los aficionados de Brooklyn pertenecer a las grandes multitudes que iban a ver practicar los equipos de Leo Durocher. Para un cubano haber jugado con los Dodgers y destacado con ellos en la Serie Mundial era un asunto de orgullo nacional. Aún cuando su carrera de Grandes Ligas desmejoró, Amorós tenía una mansión de 30000 $, compraba un carro nuevo cada año y tenía mucho dinero en el banco. Los chiquillos lo seguían en las calles de La Habana.
En 1959, un tipo llamado Castro, que una vez fue pitcher, se apoderó del gobierno cubano. Entre otras cosas, se hizo muy conocido por su afecto por el béisbol y por su confianza en sus destrezas peloteriles. Un día de 1960, Amorós se lo topó cuando Castro fue a una caimanera donde jugaban Amorós y sus amigos en Santa María del Mar. Castro pidió jugar. “Antes que llegara Castro íbamos a tener un buen juego”, dice Amorós. “Cuando él llegó, tuvimos que jugar de otra manera. Éramos mejores jugadores, no fue nada divertido”.
Dos años después las cosas empeoraron. Por mucho tiempo había habido rumores de que Cuba podría ser premiada con una franquicia de Grandes Ligas. Castro, sin embargo , decidió crear una liga profesional de verano en Cuba. Le pidió a Amorós, quién como siempre, pasaba sus vacaciones en Cuba, quedarse en el pais para dirigir uno de los equipos en vez de regresar a México ese verano. “Le dije a Castro que no sabía dirigir”, dice Amorós. “Si puedo jugar, ¿por qué tengo que dirigir?” En privado, Amorós tenía reservas sobre trabajar para el gobierno. Castro no se tomó a la ligera la negativa de Amorós. Expropió a Amorós de su mansión, carro y dinero. Amorós fue detenido en Cuba y no se le permitió reportarse a la temporada de 1962 en la Liga Mexicana. “Castro no me dejó salir”, dice. “No quiero hablar de él”. En 1981, Amorós le dijo al Sporting News, “No me simpatiza ese tipo. Pensé que estaba loco. Cuando me negué a dirigir, allí empezaron los problemas”.
Cinco años después, en 1967, Castro le permitió a Amorós salir con otros 64000 cubanos hacia los Estados Unidos. Amorós llegó a Miami con su esposa, Migdalia, y su hija Eloisa, sin un centavo, 15 kilos por debajo de su peso cuando jugaba y todavía hablando poco inglés. Sus únicas posesiones eran dos fluxes desgastados, cuatro camisas, ropa interior y un par de zapatos viejos.
Cuando le preguntaron como había pasado esos cinco años, dijo, “Casi no salía de la casa, excepto para ir a la esquina. No iba a restaurantes o cabarets. Algunas veces al cine. Pero todo lo que exhiben son películas rusas o checas, y no las entendía bien. Vivíamos con un kilo de arroz al mes en Cuba. Medio kilo de carne quincenal. ¿Caraotas? Un kilo mensual. Para mí, Cuba era mejor antes. Castro quería que mi hija se uniera a una organización juvenil, pero no la dejé.
Amorós se llevó su familia al South Bronx y empezó a buscar trabajo. El gerente general de los Dodgers, Buzzie Bavasi, al conocer la situación de Amorós, decidió colocarlo en el roster del equipo por una semana, para que Amorós pudiera empezar a recibir una pensión de Grandes Ligas. Amorós apareció otra vez en el banco de los Dodgers mientras el equipo jugaba ante los Filis y los Astros. Cuando terminó la semana, regresó a Nueva York y empezó a vender televisores en una tienda.
En diciembre de 1967, Migdalia se divorció de él, y se llevó a Eloísa. Luego de tres años, la tienda donde trabajaba se quemó. Amorós estuvo seis meses desempleado, hasta que un amigo del New York Post, quién tenía contactos en la oficina del alcalde de Nueva York, John Lindsay, lo ayudó a conseguir un trabajo en el departamento de parques del Bronx. Cuando terminó el período de Lindsay, también fue igual para Amorós. Vinieron dos años de desempleo.
En 1977, Amorós recibió el primer cheque de su pensión de Grandes Ligas y se mudó a Tampa, donde vivía sólo, del dinero que ganaba de una variedad de trabajos como mayordomo y de su pensión. Finalmente, su pierna le dolía tanto que a menudo no podía caminar, en la próxima década, el orgulloso hombre no le dijo nada a nadie sobre eso. “¿A quién se lo iba a decir? Pensaba que ellos no podrían hacer nada por mí”, dice. “Si llamaba a un viejo compañero, podía pensar que le estaba mintiendo. Cuando la gente de las caimaneras de Ybor City me llamaban para jugar y yo no podía, pensaban que era porque había jugado en Grandes Ligas y era muy grande para jugar con ellos”.
Finalmente, en septiembre de 1987 el dolor se hizo intolerable, y Amorós fue llevado al Memorial Hospital. Le removieron la parte inferior de la pierna. Debido a que Amorós todavía era ciudadano cubano, no pudo recibir el seguro social. El hospital absorbió sus gastos médicos.
Alfonso L. Tusa C. 25 octubre 2024.10.25
Fuentes:
- Nicholas Dawidoff. Julio 10, 1989. Sports Illustrated.
Sandy Amorós, un héroe de la Serie Mundial de 1955, fue degradado por Fidel
jueves, 24 de octubre de 2024
Fernando Valenzuela: Uno de Aquellos Pitchers Mitológicos.
Lo primero que me vino a la mente luego de leer la noticia del fallecimiento de Valenzuela este 22 de octubre de 2024 fue una fotografía en la portada de la página deportiva de El Nacional el 28 de diciembre de 1981, lo otro fue un artículo que escribí hace unos años cuando Noah Syndergaard lanzó blanqueo (en juego completo) y ganó 1-0, la única carrera fue un jonrón del propio pitcher.
Al empezar aquella temporada de grandes ligas en 1981 había grandes expectativas con un pitcher novato zurdo mexicano de los Dodgers de Los Angeles. Algunos confiaban en que el jovencito respondería al reto, otros más cautos reflexionaban que la Gran Carpa no es cualquier cosa y tendría que demostrar en el montículo los grandes atributos que se le endilgaban
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Los escépticos empezaron a bajar la guardia y la mirada cuando Fernando ganó sus primeras ocho decisiones, siete fueron jugos completos y de esos cinco fueron blanqueadas, su efectividad apenas era de .50, algo solo reservado para pitchers de ese algo extra y especial que les concede el aura de líderes de sus equipos cual Sandy Koufax, Tom Seaver, Don Drysdale, Bob Gibson, Juan Marichal, Whitey Ford, Nolan Ryan, entre otros.Esa temporada Valenzuela ganó los premios Novato del Año, Cy Young y fue campeón de la Serie Mundial
Luego en la postemporada, Valenzuela ganó el cuarto juego de la serie divisional ante los Astros de Houston y Vern Ruhle 2-1. Retiró los primeros trece Astros que enfrentó. La única carrera que permitió ocurrió en la parte alta del noveno episodio,mediante doble de Terry Puhl y Sencillo de Tony Scott.
En la Serie de campeonato de la Liga Nacional ante Expos de Montreal, perdió el segundo juego 3-0 ante Ray Burris, pero luego se reivindicó al imponerse en el quinto y decisivo encuentro para apuntarse la victoria 2-1 en trabajo completo, empujó la carrera del empate para su equipo en el quinto episodio.
Después en la Serie Mundial ante los Yankees de Nueva York, luego que los Dodgers perdieron los dos primeros juegos en Yankee Stadium ante Ron Guidry 5-3 y versus Tommy John 3-0; Valenzuela subió al montículo en Dodger Stadium para llevarse la victoria 5-4 en trabajo completo, a partir de allí los Dodgers ganaron los próximos tres desafíos apara apuntarse el campeonato.
Fernando Valenzuela fue uno de esos pitchers que bateaba muy bien y de eso pueden hablar sus rivales más enconados como Dwight Gooden. A mediados de los años 1980s, Fernando Valenzuela y Dwight Gooden se enfrentaron en varios duelos de pitcheo que incluso fueron a extra inning sin que se anotara alguna carrera. Ambos pitchers eran bateadores respetables, lucían tan enfocados, tan comprometidos, tan concentrados mientras se enfrentaban como pitcher y bateador como cuando debían lanzarle al tercer o cuarto bate. El 6 de septiembre de 1985, Valenzuela enfrentó a Gooden en Dodger Stadium. Fernie lanzó 11 innings, permitió seis imparables, tres boletos, y salió del juego cuando todavía la pizarra estaba 0-0. Doc pitcheó nueve innings, permitió cinco imparables, ponchó 10, sin conceder boletos. Valenzuela retiró el undécimo inning a paso de conga con tres roletazos al cuadro. Gooden permitió imparables a Mike Scioscia y Greg Brock en el octavo inning. Pero Steve Sax la rodó por el montículo y Gooden lanzó a tercera base para lograr el out forzado. Valenzuela enseñó el toque, pero luego bateó rodado al campo corto para otro out forzado. Mariano Duncan fue el último out. Gooden bateó un sencillo en el tercer inning, luego que Valenzuela había retirado a Santana, era el tercer imparable que Valenzuela permitía. Luego en el quinto inning, Gooden, consiguió el próximo imparable de su equipo ante Valenzuela, luego que este retirase a los dos primeros bateadores. Ese día Valenzuela se fue de 3-0 como bateador ante Gooden.
Cuando Syndergaard ganó aquel juego 1-0 con un jonrón propio, el 2 de mayo de 2019 ante los Rojos de Cincinnati para unirse a unos pocos pitchers que ganaron con jonrón un blanqueo 1-0, estuve investigando con la esperanza perteneciera a ese grupo, no estaba en ese grupo. Pero si encontré este momento: Un ejemplo de cuan respetable era Valenzuela como bateador ocurrió el 6 de julio de 1984 en Dodger Stadium ante los Cardenales de San Luis y Dave LaPoint. Valenzuela lanzó ocho innings y salió del juego con la pizarra igualada 2-2. Permitió dos carreras limpias, seis imparables, tres boletos, ponchó cuatro, y enfrentó 31 bateadores. En la conclusión del sexto inning, Valenzuela jonroneó para poner a su equipo adelante 1-0.
Aquel 28 de diciembre los Navegantes del Magallanes estaban casi eliminados de toda oportunidad de clasificar a los playoffs de la temporada 1981-82, y el encabezado de aquella fotografía del Toro Valenzuela me emocionó: Fernando Valenzuela reforzará al Magallanes, de inmediato soñé con la clasificiación de la mano del tirabuzón de Valenzuela, el sueño solo duró las líneas que ilustraban la leyenda que remataban la sentencia: “Cayeron por inocentes”.
Alfonso L. Tusa C. 24 octubre 2024.
miércoles, 23 de octubre de 2024
Un vínculo entrañable.
Veía a mis dos hermanos mayores como lejanos, extraños, desconocidos, dos marcianos cuya nave espacial esperaba en el porche para despegar en cualquier momento hacia algún remoto cerro del valle de Cumanacoa. Tal vez era por la diferencia de edad, Felipe me llevaba nueve años, Jesús Mario siete. Papá me llamó y me explicó que eran mis hermanos, que confiara en ellos. Me costó mucho dirigirles la palabra, además a un niño de cinco años se le pueden atragantar las palabras cuando empieza a conocer a otras personas aunque le digan que son sus hermanos. Esos primeros días los veía como aliados del gato negro que merodeaba mi habitación alrededor de medianoche, sus ojos fosforescentes me helaban la sangre y ni se me ocurría llamar a mis hermanos porque pensaba que ellos se burlarían de mí. Felipe me llevaba algunas veces a la escuela de la maestra Teodosia en su bicicleta que me parecía un monstruo transoceánico por aquel azul entre oscuro y verdoso.
A veces nos parábamos en la curva que empalma la calle La Florida con la calle Pichincha, Felipe dejaba la bicicleta apoyada en unos arbustos y me enseñaba los cucaracheros que saltaban entre los hierbajos y los ratones silvestres que huían despavoridos. Yo permanecía mudo, distante, con las mandíbulas tensas. En otras oportunidades iba con Jesús Mario a comer barquillas de ron con pasas en la heladería frente a la Plaza Montes, durante el trayecto de ida y vuelta desde la casa, apenas si intercambiábamos cuatro palabras, y todas las pronunciaba él, yo respondía con gestos. En una ocasión salimos a pasear en su bicicleta y el pie se me enredó en los rayos de la rueda delantera, el rostro de Jesús Mario parecía de nieve, decía cien mil palabras por segundo porque pensaba que se lo iba a decir a papá. Me dolían mucho todos los dedos del pie derecho pero él hablaba tan rápido que terminé riendo. De regreso a casa desaparecieron las risas y la distancia fue aún mucho mayor.
A veces papá me llamaba a su oficina, las mañanas sabatinas, tenía más tiempo para compartir y sentados frente a una de sus máquinas de escribir preferida, una Olimpia de teclas rígidas y el oxido férrico matizando el verde que pintaba la carcasa, luego de varios suspiros escalonados él casi masticaba las palabras, la mirada oscilaba desde la severidad a la tristeza. El subconsciente siempre le hacía empezar con dos o tres palabras italianas. El vapor de la transpiración condensaba en los anteojos y se los quitó, entonces su mirada era más tenebrosa, hacía crujir el piso. ¨¿Por qué sigues tan alejado de tus hermanos? Si, ellos tienen otra madre, pero son tus hermanos, tus hermanos completos, no creo en esas pendejadas de medio-hermanos, solo tienes que darles una oportunidad y verás como te defienden de cualquier maldad ¿capisci?¨ Pasaba horas intentando descifrar la crudeza, la intensidad, el filo de aquellas palabras y se me hacía difícil digerirlas, reprocesarlas, masticarlas.
Hasta que una de aquellas noches difíciles de la revista paterna cada hora para verificar que estudiábamos para el examen de la mañana siguiente, capturé a Felipe haciéndole una seña a Jesús Mario, sacaban un radiecito que cabía en la palma de sus manos y corrían hasta el baño de la habitación, justo debajo de la regadera se escuchaba una voz pausada y enfebrecida: ¨Cuando se han jugado tres entradas completas, Caracas vence a Magallanes tres carreras por una…¨ Los ojos hundidos y el radiecito a punto de resbalarse de las manos descorrían un cortinaje emocional que desconocía en Felipe y Jesús Mario. Nunca los había visto tan callados, concentrados, ilusionados. Sin conocerlos llegué a conectarme con ellos a través de aquella señal a veces afectada por interferencias radioeléctricas o por las intervenciones intempestivas de papá cuando los sorprendía escuchando el radiecito. El ambiente se tornaba tétrico, la intensidad de papá crecía tanto que asustaba.
Aún no logro explicarme como desde mi miedo y timidez me planté entre papá y mis hermanos cuando estaba a punto de arrebatarles el radiecito. ¨¿Por qué se lo vas a quitar? Me gusta ese juego¨. Cuando papá me preguntó de que trataba el juego y no supe que decir, dijo que no podía gustarme algo que no entendía. Seguí plantado entre él y mis hermanos, sin bajar la mirada, sin parpadear aunque sentía que el corazón martillaba las costillas. Papá terminó arrancando el radiecito de debajo de la almohada. Pasé como media hora sumergido bajo la almohada. En algún momento ensayé un grito ahogado: ¨No es justo…ustedes están estudiando, Felipe solo prende el radio cada media hora. Él no tiene porque quitarles el radio…¨ De pronto se abrió la puerta y el rostro sudoroso de papá asomó. Tomó los cuadernos e interrogó sobre el tema del examen. Mis hermanos titubearon en algunas respuestas y papá masculló un lamento en italiano mientras empezaba a retirarse.
Aún tratando de contenerme y asustado reclamé que ellos estaban estudiando, ¿por qué no les devolvía el radio? Cuando papá giró desde la puerta casi me lanzo al piso para esconderme bajo la cama. Sacó el transistor del bolsillo izquierdo del pantalón y lo devolvió. Mis hermanos pasaron el resto de la noche preguntándome de donde había sacado valor para responderle a papá, que me atuviera a las consecuencias, porque en lo sucesivo podía ajustarme cuentas. Aunque sentí algo de aprehensión, más intensa era la sensación de compartir con mis hermanos. En ese momento supe que entre nosotros había una química silenciosa que fraguaba en los momentos complicados. Felipe recordó que papá nunca le había permitido que le hiciera ningún tipo de observación de algo que no le gustaba, ni mucho menos que le reclamara con esa intensidad. ¨Lo mínimo a que me exponía era a unos días sin ir al cine¨, mientras activaba el radio me dirigió una mirada que no supe interpretar, parecía como inseguro.
Desde esa noche las palabras fueron más frecuentes, Jesús Mario empezó a compartir conmigo los suplementos de Batman y Kaliman que escondía en lugares que nunca pude descubrir. Hasta empezó a contestar mis preguntas, me sorprendía porque empezaba sus respuestas cuando casi me había olvidado de ellas. Pronto su voz dejó de parecer distante, lejana, propia de un extraño, de un tipo que se iba los viernes en la tarde y regresaba los domingos al anochecer. Cuando me contó que Batman era un huérfano que juró vengarse de los asesinos de sus padres, la voz empezó a recortar distancia; cuando explicó las técnicas de meditación de Kaliman hasta casi simular la muerte, aprecié asomos de confianza en sus gestos. Me dejaban sentarme con ellos en las sillas de extensión bajo el poste de la calle. Cuando venía papá me entregaban el radio, él carraspeaba como queriendo decir: ¨Se las saben todas¨. Nos mirábamos justo antes que papá detuviera sus pasos.
Ante los ojos desorbitados de papá mis hermanos contestaron las preguntas rebuscadas que siempre les hacía, nunca habían siquiera respondido ni una fracción de esas interrogantes y ahora aún con tartamudeos y suspiros habían contestado bien. Felipe me preguntó como sabía que papá iba a hacer ese tipo de pregunta. Luego de un silencio inquietante dije que había visto un libro de matemáticas abierto en su escritorio. Mis hermanos me dieron unas palmaditas en la espalda. ¨Que papá no te sorprenda husmeando su escritorio, te puede castigar muy feo¨. Lo más impresionante fue cuando papá preguntó como iba el juego. Felipe tuvo que pellizcarse el antebrazo izquierdo, no podía creer que aquel era el mismo hombre que había despreciado al beisbol por ser un juego de ¨flojos y holgazanes¨. Jesús Mario contestó que estaban cero a cero en el cierre del séptimo inning. Subí el volumen hasta que la voz del locutor se escuchó en toda la habitación.
La intensidad del tono, la profusión de adjetivos rebuscados emergentes de la corneta del radio hicieron que papá girase sobre sus talones. A partir de ese momento se abrió un espacio diario, un oasis en medio de las tareas escolares, de la dinámica de las máquinas de escribir, de los llamados a estudiar, de los regaños por interrumpir conversaciones ajenas, entonces preguntaba que era un dobleplay, que significaba jugar ¨cuadro adentro¨, cuantos innings tenía un extrainning. Mis hermanos intercambiaban miradas burlonas que casi de inmediato migraban al respeto, y después de esas conversaciones con papá volvían a preguntarme como se me había ocurrido reclamarle a papá por quitarle el radio a Felipe, no entendían ese giro, ese cambio de 180 grados de papá, un tipo que solo hablaba de futbol y dominó, y más aún que se sentara en la cama con nosotros a escuchar el final de un inning, eso no lo hubiera soñado Felipe en la más atrevida de sus fantasías.
Toda esa geografía emocional empezó a impregnar las relaciones padre-hijo y fraternales con una sustancia espectral que nos dejaba mudos mientras conversábamos, podíamos comunicarnos aún de espaldas, hasta cuando más dramáticas eran nuestras diferencias. Nadie lo reconocía, solo sentíamos una especie de armonía, una euforia incontrolable, una apertura de vías alternativas válidas para entendernos cuando escuchábamos el himno deportivo de Radio Rumbos, o cuando leíamos los reportajes de Sport Gráfico. Aún ahora con solo rememorar esos instantes cuando papá sonreía en medio de sus regaños más vehementes recupero la mejor actitud ante la vida y regreso hasta aquellas noches cuando Magallanes estaba perdiendo por quinta ocasión seguida en cinco días; Felipe iba hasta los arbustos del solar de asfalto y regresaba con unos tallos de verdolaga. Formaba una cruz en la acera y luego traía una piedra inmensa y aplastaba la cruz mientras se sentaba en ella a escuchar el juego.
De pronto Magallanes empezaba a jugar mejor hasta empatar el juego y ganarlo. Felipe me dijo que eso no se podía hacer todos los días, ¨no le puedo machacar las bolas al diablo muy seguido, hay que rezar el PadreNuestro todos los días y portarse bien y no estoy muy seguro de que yo haga eso todos los días¨. Tampoco me dejaba levantar la piedra para ver como había quedado la cruz de verdolaga después del juego, ¨hay que dejar eso así sin tocarlo, para que en el próximo juego se siga dando el resultado¨. Por eso cuando la temporada llegaba a sus semanas culminantes papá se extrañaba del comportamiento ejemplar de Felipe, una vez me sorprendió sonriendo y me preguntó: ¨¿Tú sabes porque tu hermano se está comportando tan bien?¨ Me quedaba mudo y papá ladeaba la cabeza.
En la calle, los caraquistas nos hacían un pasillo de bromas pesadas que terminaba en gritos destemplado cuando mis hermanos decidían alejarse. Hasta el banco más apartado de la plaza nos íbamos a sentar, eso sí, si alguno osaba decirme: ¨¿Y tú también sigues al equipito ese del barquito de papel? Felipe se paraba delante del banco hasta casi empujarlos y Jesús Mario los miraba hasta casi tumbarlos. Estuve a punto de gritarles que esa noche iba a ganar Magallanes, pero mis hermanos se llevaban el índice a los labios al tiempo que decían: ¨Si caes en provocaciones serás esclavo de la impulsividad¨.
El mapa de la comunicación emocional, de la fuerza de la confianza, del respeto mutuo tomaba matices más marcados con cada blanqueo que lanzaba Isaías Látigo Chávez, con cada jonrón agónico de Clarence Gaston, con cada atrapada de Dámaso Blanco zambulléndose sobre la línea de cal tras la tercera base, con cada pivoteo de Gustavo Gil sobre segunda base que los hacía exclamar ¨otro dobleplay del astronauta¨.
Alfonso L. Tusa C. 13 de octubre de 2022. ©
lunes, 21 de octubre de 2024
Tributo a Rayder Ascanio.
No te dieron la oportunidad de tomar un solo turno al bate, ni de salir a cubrir la antesala, el campocorto o la intermedia al final de los primeros cuatro juegos de esta temporada. Y luego esa pedrada en la mejilla de despedirte. Tal vez haya explicaciones, que para mí resbalan porque en más de una ocasión diste la cara y rescataste al Magallanes en el octavo, noveno o en extrainning, donde pocos peloteros resuelven. Es evidente que ahora no haya cabida para ti en el equipo; sigue siendo una trastada esperar que empezara la temporada para dejarte en libertad. Ahora entiendo mejor los argumentos de aquel autor de una reseña sobre barajitas de beisbolistas imperceptibles, obreros de salir a cubrir una posición al final del juego, o aparecer en la alineación de manera esporádica, o de ser regulares casi invisibles en la alineación aunque decidan juegos con su guante y habilidad con el madero. El tipo razonaba que precisamente eran esos pequeños detalles (tocar la bola, tomar un roletazo candente detrás de la almohadilla de tercera base, estrellar la pelota contra la cerca con dos outs en el cierre del noveno inning con tu equipo perdiendo por una) los que lo motivaron a escribir esa reseña. Sobre los caballos, los fenómenos, los grandes peloteros se escribe y habla todos los días, mientras que de los Dusty Rhodes, Dick Green, Sandy Amorós, Armando Ortíz, Bernie Carbo, Dámaso Blanco; apenas se comenta en momentos fugaces de sus hazañas escurridizas. Como el tráfago de Rayder Ascanio por los Navegantes del Magallanes. Muchos pequeños, resaltantes momentos que ahora solo refulgen en la curiosidad de los minuciosos, como quienes revisaron en sus apuntes cuando cierta voz autorizada reclamaba hace varios años como iban a elegir al Salón de la Fama del béisbol venezolano a Dámaso Blanco si apenas había bateado para .249 en su carrera en LVBP.
Entonces repasé en mi memoria con ayuda de videos y reseñas de libros y publicaciones periódicas, cada uno de los juegos donde Rayder Ascanio salió a dar lo mejor de sí por Navegantes del Magallanes. Cada atrapada en tercera base, paradas cortas o la adulterina; cada batazo emotivo en las postrimerías del juego para empatar o ganar. Volví a escuchar la sentencia de la voz especializada y vi el batazo de Dámaso Blanco para decidir el duelo de pitcheo de los Marcelinos (Sánchez y López), sus atrapadas incandescentes sobre la línea de cal detrás de tercera base, su actuación en la serie final de la temporada 1963-64 cuando fu líder en carrera anotadas (6) e imparables (11) para contribuir al título de Leones del Caracas, aquella lectura sobre la marcha de un toque de squeeze play de Santos Alomar padre que Dámaso tomó corriendo hacia adelante para sacar al corredor en la mascota de Ray Fosse, esa jugada valió más de la mitad de la Serie del Caribe de 1970; al menos cinco veces Dámaso fue el mejor tercera base o campocorto defensivo de LVBP.
Cada vez que vea a Rayder Ascanio salir al campo o tomar turno al bate por los Bravos de Margarita rememoraré los gratos momentos, su gran entrega con los Navegantes del Magallanes.
Alfonso L. Tusa. 21 octubre 2024.
viernes, 18 de octubre de 2024
¿Qué es un Caracas – Magallanes?
Más allá del enfrentamiento más esperado de la liga venezolana del beisbol profesional venezolano hay una historia de conexiones familiares, allende las chanzas y las bromas pesadas existe una bitácora de episodios de consecuencia entre amigos. Existe una atmósfera de referencias entrañables, ligadas a otras épocas que sigue vigente en la actualidad, un vaho de sobresalto, una electricidad espontanea única que ha hecho que muchas personas que saben de otras rivalidades en otros deportes concluyan que lo de Caracas versus Magallanes es una experiencia que trasciende el deporte hasta internarse en los confines de la idiosincrasia, en las profundidades de la consciencia en simultaneo con la fluidez de los sueños. Se trata de una experiencia que puede ir desde la intimidad de la relación padre-hijo, hasta la intensidad de los nexos fraternales, pasando por episodios hilarantes de cómo puede cambiar la actitud del dueño de una heladería o el propietario de un bar si su equipo pierde el juego.
Hay quien puede remontarse en investigaciones hemerográficas para puntualizar el momento cuando se intuye que empezó la rivalidad. Otros van un poco más cerca, por ejemplo a la temporada 1968-69. Y remarcan un fin de semana de diciembre cuando Clarence Gaston en menos de 24 horas no solo cazó leones sino que también pescó tiburones. Bromas de hermanos mayores que inciden en la incipiencia de quien apenas conocía el juego y la atmósfera emocional de aquel jonrón de cierre de décimo tercer inning para dejar en el terreno a los eternos rivales caraquistas, hace inclinar las simpatías del niño de siete años hacia las velas y el astrolabio ante una jornada heroica que Gaston extendió hasta el juego diurno del domingo siguiente cuando también sentenció a Tiburones de La Guaira. Remolino pasional cargado de vértigo.
Hay imágenes que ahora son solo referencias históricas, páginas de museo, reliquias prehistóricas, pero siguen definiendo la esencia de una rivalidad.
Siempre que había un Caracas-Magallanes fuese lunes o sábado, se escuchaba el tumulto de voces en esquinas opuestas, de un lado los caraquistas subían el volumen de Delio Amado León, en el otro frente los magallaneros se frotaban las manos cuando anunciaban que Ramón Monzant había ponchado a los tres bateadores del inning. La atmósfera de bromas subidas de tono matizaba las jugadas fenomenales y los batazos laberínticos. Cuando había duelo de lanzadores muchos seguían gritando que en el cierre del noveno los dejamos en el terreno. Si algún pitcher lanzaba sin permitir anotaciones, las alusiones a las arepas eran tan gráficas que casi siempre terminaban materializándose. Los amigos de toda la vida, los compañeros de escuela, los cófrades de travesuras, amanecían en casa de la señora de las arepas piladas y compraban nueve arepas si el blanqueo había sido en un juego normal y 10, 12 o catorce si la victoria del Caracas o el Magallanes había ocurrido en entradas adicionales. Entonces tocaban la puerta de la casa y lanzaban la bolsa de arepas por la ventana de la sala. Algunos sonreían ladeando el rostro, otros mascullaban gruñidos mientras la esposa les masajeaba el cuello y los hombros.
Desde el fervor más profundo que separaba a la mayoría de los caraquistas hacia la tribuna de la tercera base y a los magallaneros en los bancos de primera base, hay silbatinas y palabras destempladas para las parejas románticas y de amigos con gorras de uno y otro equipo. Los aludidos tratan de pasar por alto la afrenta, la burla, y ocupan sus asientos hasta que en medio de la intensidad del juego alguien celebra los logros de su equipo y la mayoría del equipo contrario le abuchea con sorna. La sirena truena entre vítores de viento en popa, la corneta de Lezama atormenta en la selva aterida de cánticos de reticencia campeonil. Entonces en medio de la perplejidad de sus correligionarios salta un magallanero para defender a su amigo caraquista por momentos el silencio serpentea la multitud. Los ortodoxos reclaman con vehemencia, recargan la atmósfera de epítetos absurdos que flotan ante la inminencia de un extrainning saturado de competitividad.
Terminaba la función vespertina del cine y el sonido de los radios transistores lanzaba la voz de Delio Amado León hasta que se mezclaba con la emotividad de Felo Ramírez. Así trasponían el umbral de la heladería los seguidores de un juego que parecía interminable. Si había paridad en el marcador, si el forcejeo era de frecuencia imperceptible en la aguja del sismógrafo de emociones contenidas, el dueño de la heladería mantenía una sonrisa nerviosa que sorprendía a los clientes asiduos porque la mayor parte del juego su rostro reflejaba las líneas más tortuosas del poema más profundo de José Antonio Ramos Sucre. Entonces los escalofríos escalaban las voces de los narradores radiofónicos con figuras de blanco y negro punteados en papel de fotografía, con trazos temblorosos de Modigliani encajándose en un lienzo de cierre de inning décimo tercero, con un sonido seco en parábola hacia el jardín central. “Me hacen el favor y salen ya de la heladería”, el dueño apagó el radio cuando Delio Amado ilustraba con voz emocionada como aquel jonrón de Clarence Gaston dejaba en el terreno a sus eternos rivales.
Muchos seguidores de otros equipos de LVBP se quejan de una supuesta preferencia que hay por los Caracas-Magallanes, que siempre los medios les dan más cobertura a aquellos. En todo caso ese pequeño margen de atención se lo han ganado a pulso, a competitividad pura, con zapatero caraquista, ventaja magallanera en finales, paridad en juegos sin hits ni carreras aunque los caraquistas dicen que la ventaja es de ellos porque el no hitter de Mel Nelson fue con Orientales, luego sigue el forcejeo de la serie particular histórica y las series por temporada. La atmósfera que se respira en un estadio donde jueguen Caracas y Magallanes es única, asfixiante, eufórica desde la compra de los boletos hasta el clímax de un noveno inning con la pizarra igualada y la carrera del triunfo en tercera base con dos outs. No se ve hacia otro lado que no sea el montículo y si hay ganas de orinar se le ordena al cerebro contención indefinida. La abstracción sigue varias horas luego del último out, es como si se bajara de una gran nave espacial.
Tal vez uno de los episodios más hilarantes y absurdos de la rivalidad se remonta a un bar administrado por un magallanero tan obstinado que hasta sus mismos correligionarios le gastaban bromas. Mediados de los 1970s era una época donde prevalecían muchos elementos que hicieron florecer y agudizar los chispazos de la rivalidad. Este dueño del bar era un tipo muy disciplinado con los asuntos comerciales, pero su pasión por el beisbol podía hacerlo cometer errores. En medio de aquella temporada donde los Navegantes contaban con Dave Parker, Don Baylor, Dámaso Blanco, Gustavo Gil, Wayne Garland y Larry Demery entre otros y los Leones afrontaban la transición de Tovar y Davalillo hacia Marcano Trillo, Antonio Armas y Baudilio Díaz. Cada juego de los eternos rivales parecía más encarnizado que el anterior. Para los innings finales los Leones zurraban al Magallanes por ventaja de más de siete carreras, entonces el dueño del bar se paró frente a un patio de más de doscientas mesas, llenas todas de clientes y les dijo que se retirasen que él iba a cerrar el bar. Cuando sus amigos magallaneros le preguntaron si sabía lo que estaba haciendo, este respondió: “Si, si Magallanes no gana, no me interesa ningún tipo de ganancia”.
La rivalidad puede emerger en cualquier día de abril, cuando pareciera más lejana y apagada. En cierta ocasión un simpatizante de Delio Amado León lo encontró en un centro comercial y luego de intercambiar saludos le preguntó esto: “¿Por qué a veces usted le da cierta entonación a unas jugadas y a otras aparentemente iguales no les da tanta emoción? El interlocutor resultó ser magallanero y reconoció ante Delio Amado que prefería su narración de los Caracas-Magallanes. El tipo refirió que sus amigos caraquistas se quejaban de que él narraba los jonrones de Davalillo, Tovar o Tartabull con cierta frialdad: “…batazo largo de Davalillo la bola se va, se va jonrón”. Y que luego cuando Clarence Gaston la sacaba por Magallanes, Delio Amado casi cantaba: “Allá va un batazo inmenso de Gaston, la bola se va, se va, se va, se va…jooooooooooooooooonrooooooooooon de Clarence Gaston. Que manera de terminar un juego de pelota”.
Delio Amado sonreía y reconocía que había algo de verdad en el reclamo de los caraquistas, pero que debían recordar que aunque él trabajaba en el circuito del Caracas sentía un compromiso de ética profesional al recordar que había seguidores de otros equipos que escuchaban su narración. Y sí, muchas veces subía de tono la descripción de los jonrones magallaneros con toda intención para azuzar la vehemencia de los caraquistas. “Es mi manera de engancharlos para seguir sintonizados hasta el próximo jonrón de Joe Ferguson o Tom Grieve. Y allí vuelvo a ponerle toda la intensidad a la narración”. Delio Amado León casi ahoga la carcajada cuando el interlocutor le refiere como los caraquistas rechistan . “Ese condenado Delio Amado ahora si narró el jonrón como tiene que hacerlo pero vamos a ver como va a describir el próximo, apuesto a que lo hace con un chorrito de voz”. “Esa es la idea, enganchar a los radioescuchas para que tengas motivos de escuchar nuestras transmisiones”.
Algunas personas valoran mucho la rivalidad porque está conectada con momentos especiales de la atmósfera familiar. Un señor de cierta edad contaba que en cierta ocasión su padre lo llamó para que lo ayudara a cambiar un neumático pinchado en medio de un juego muy cerrado entre Caracas-Magallanes. Fue casi a regañadientes, más cuando en el sitio donde se había accidentado el carro no había buena recepción de la transmisión radiofónica, estuvo a punto de reclamarle a su padre y casi se regresa a la casa. Cada vez que alguien le pide un favor difícil cuando él está en un momento agradable de su vida recuerda aquel llamado de su padre, y como se sintió al regresar a casa dos horas después (hubo que llevar a reparar el neumático para que su padre no se quedase sin repuesto) cuando el juego había terminado y ni siquiera pudo escuchar los comentarios finales. De regreso escuchó varios comentarios difusos acerca de las incidencias del juego, intuyó que habían ganado los Leones, porque varias de las personas que encontró, hablaban de un gran juego, que tuvieron que fajarse con todo. Como nunca decidió esperar con su padre a que transmitieran El Observador, cuando por lo general a las diez de la noche ya iba por el quinto sueño. Casi se encimó sobre la pantalla cuando el comentarista deportivo abundó los detalles de un juego donde Armando Ortíz hizo tres asistencias en el plato y además bateó doble y jonrón para conducir al Magallanes a una victoria 2-1 sobre el Caracas y de pasó arrebatarle el invicto a Diego Seguí que tenía marca de 8-0. La respiración de su padre le sorprendió a un costado.
Alfonso L. Tusa C. 12 de junio de 2024. ©
jueves, 17 de octubre de 2024
Willie Mays al cierre del décimo sexto inning.
Podía deleitarse con las historias de ese estadio donde aquella noche Juan Marichal por los Gigantes de San Francisco y Warren Spahn por los Bravos de Milwaukee saldrían a soltar sus mejores serpentinas, Willie Mays disfrutaba los cuentos del pájaro “candlestick” que abundó en una época en los parajes y árboles del parque nacional que adoptó su denominativo y acogió las instalaciones del nuevo estadio que se construyó para los Gigantes quienes habían jugado sus tres primeras temporadas en el Seals Stadium de San Francisco, pero nunca perdía la oportunidad para detallar las incomodidades del frío arrastrado hacia los confines de ese escenario por los constantes vientos que soplaban desde la bahía. “Jugar en Candlestick Park me costó al menos 10 o 12 jonrones al año, lo cual me quitó la oportunidad de batir la marca de Babe Ruth”. Sin embargo Mays asumía su realidad y cada vez que jugaba allí saltaba y volaba con tanta gracia y alegría como uno de esos “candlestick” antes de extinguirse.
Marichal y Spahn se enzarzaron en la más encarnizada, prolongada y profunda disputa de innings en blanco que se recuerde en los últimos sesenta y dos años. Si el dandy dominicano retiraba en orden a Henry Aaron, Norman Larker y Eddie Matthews; Spahn respondía anestesiando a Mays, Willie McCovey y Orlando Cepeda. El zurdo de los Bravos parecía en la plenitud de sus condiciones y en ese momento rondaba el ocaso de su carrera monticular, esa noche del 2 de julio de 1963 en Candlestick Park, Spahn acribillaba al más puro estilo del frente de guerra de su pelotón de la segunda guerra mundial y cada out magistral que realizaba parecía una recreación de sus momentos más épicos y resilientes ante la metralla que pasaba a sus costados en medio de la trinchera. Mays había intentado ajustarse a las serpentinas enrevesadas y le había costado encontrar la sincronía exacta para soltar una conexión profunda que burlara el alcance de los siete hombres dispersos tras Spahn.
En la acera de enfrente Marichal se fajaba con la misma intensidad de sus días en el equipo de la aviación dominicana cuando llevó a su equipo a resonantes victorias con el portento de su brazo derecho. Desde las caminatas alrededor de la caja de lanzar, el derecho quisqueyano observa la posición de su jardinero central, de pronto lo mira en las proximidades de la grama limítrofe con la arcilla posterior a la segunda base y hace como una señal con el guante para que Mays regrese un poco, luego recapacita y recuerda los embalajes vertiginosos que ha visto ejecutar a Mays desde ese lugar hasta la propia zona de seguridad del parque de los pájaros en peligro de extinción, si esos que llaman “candlestick” y dicen algunos que creen haberlos visto en lo que otros aseguran que no son más que visiones fantasmales como las que hace Mays tras los batazos más dantescos hasta alcanzarlos en medio de la volatilidad, de la efervescencia disparada de sus pies multiplicándose hasta levantar vuelo sobre la grama recortada.
A medida que el juego atraviesa los innings y la tensión carboniza la escala del termómetro con respiraciones asfixiadas y voces enronquecidas que recargan de pólvora la voluntad incansable de cada novena, Mays imagina, anticipa los batazos más bestiales hacia las coordenadas del jardín central y se carga hacia la derecha o corre hacia atrás sin dejar de ver los movimientos de Marichal sobre el montículo, en busca de la mínima seña que indique en cual dirección y con cual intensidad podría salir una conexión atrasada o adelantada, rítmica o descolocada por haberse fraguado en la punta del bate o en el inicio del mango. Entonces se queda a medio camino, erguido de lado, listo para arrancar hacia adelante o atrás, solo espera la clave del impacto del madero sobre el cuero de caballo ajustado por las 108 costuras bermejas, en medio de del silencio fugaz justo antes de que Marichal suelte la pelota, que parece suspenderse, flotar, oscilar mientras Mays voltea por instantes hacia el jardín a sus espaldas.
La electricidad en su anticipación hace que Mays salga disparado hacia detrás de la primera base cuando sale un roletazo al fondo del abanico, ha visto al cátcher correr a efectuar la asistencia pero Mays quiere estar ahí en caso de que al hombre de la armadura medieval se le escapara la pelota. A veces se presentan jugadas inesperadas cuando Mays se aproxima raudo a la segunda almohadilla cuando está montada la jugada de sorprender al corredor pero como el pitcher pareciera lanzar al plato tanto el camarero como el campo corto permanecen en sus posiciones y cuando el pitcher se voltea y suelta la pelota todo parece indicar que el corredor seguirá rumbo a tercera base, entonces entra Willie Mays y toma la pelota que deja petrificado al corredor con un reguero de pólvora que arranca aplausos y gritos ahogados en medio de la atmósfera de manos crispadas y frentes sudorosas de los innings postreros de un juego tan empatado que las costuras de la rivalidad son imperceptibles.
El juego traspasa el noveno inning y Spahn pareciera apretar más el brazo con cada inning, el manager Alvin Dark sale al montículo en pleno extrainning cuando Marichal concede algún boleto o aparece algún imparable resonante. El dominicano se retira del montículo y mientras frota la bolsa de la pez rubia mira fijo a los ojos, sin pestañear. Permanece cruzado de brazos a un costado del montículo y masculla varias palabras en castellano que luego traduce de inmediato al inglés. “Para sacarme de este juego van a tener que traer mil grúas, este juego es mío, nadie me lo va a quitar, y menos mientras esté lanzando ese viejo, si Spahn puede seguir lanzando yo también, si el puede seguir pitcheando un blanqueo, yo con más razón”. Dark ladeó la cabeza y dio dos palmadas en el hombro derecho de Marichal, hubo de reconocer que los niveles de competitividad en las palabras, en la actitud, en la manera como apretaba la pelota, eran los mejores que podía tener un pitcher en un juego como ese.
En el inning décimo quinto o al terminar la parte alta del décimo sexto Willie Mays alcanzó a Marichal en su caminata hacia el montículo y le comentó casi en susurros que él iba a decidir ese juego, que iba a inclinar la balanza hacia el quisqueyano. Marichal lo miró entre sonreído y solícito mientras se tocaba la visera de la gorra. Cuando Mays salió a tomar turno en el cierre de ese episodio 16, las tribunas estaban a más del setenta y cinco por ciento, algunas personas se había marchado porque hacia rato el reloj había pasado de la medianoche. Entonces Willie Mays esperó su envío y con aquel swing magistral estrelló impacto que todavía resuena en todo el parque nacional Candlestick mezclado con los graznidos de los pájaros que dieron nombre también al estadio. La pelota salió impulsada en parábola infinita hasta que se degradó en la oscuridad de aquella noche inolvidable para Juan Marichal, fantástica para los periodistas, maravillosa para la fanaticada, especial para Willie Mays.
Alfonso L. Tusa C. 29 junio 2024. ©
Metáfora del Beisbol y el boom de las películas basadas en el juego de finales de los años 1980s.
Siempre había visto al beisbol como un juego abstracto, alejado de la vida particular de las personas, desconectado de su cotidianidad, cargado de reglas, estadísticas y emociones inesperadas. La mayoría de las personas que conocía en mi niñez veía al beisbol como un pasatiempo, como una actividad recreativa, les costaba asimilarlo como un verdadero deporte porque la acción era muy lenta y porque la pelota la tenía el equipo que se defendía. Había una especie de abismo entre la dinámica del tipo atlético que lanzaba la pelota desde el montículo y la imagen de caballero de la edad media del personaje que permanecía agachado detrás del tipo que esgrimía el bate. Todo un laberinto de contrastes con algún asomo de ambiente ajedrecístico templado por las esporádicas pero regulares visitas al montículo del tipo que estaba en la cueva subterránea aledaña al campo de juego, para mí el juego trataba más de la frialdad de los números y la estrategia que del vértigo y la cinética del deporte.
Por eso me sorprendí mucho cuando empezaron a estrenar todas aquellas películas relacionadas al beisbol de finales de los años 1980s, era difícil asimilar que aquel juego anodino para muchos, especialmente en el ambiente de los estudios cinematográficos, de pronto se convirtiera en argumento atractivo para la industria. Si, es verdad que la razón fundamental de eso residía principalmente en la pasión por el beisbol que había desarrollado cada uno de los directores de esas películas, por eso muchos pensaron que aquel período solo sería algo muy circunstancial, un acontecimiento muy puntual. Todo empezó con la tensión de Eight Men Out y la resignación de Bull Durham en 1988. Seguidas por la emoción de Major League y la magia de Field of Dreams (El Campo de los Sueños) en 1989. Hasta ese momento no me había percatado de la metáfora del hogar ligada al beisbol.
Ver a un granjero con una esposa, una hija pequeña y la responsabilidad de hacer productivo un terreno de decenas o centenares de hectáreas, tumbar buena parte del maizal para construir un estadio de beisbol, por la descabellada razón de haber escuchado una voz que le aseguraba que si lo construía alguien vendría, resultaba algo escalofriante sin ser una película de terror, algo tan o más emociónate que un jonrón en extra inning para dejar sobre el terreno al rival, reformulaba, rediseñaba la noción que tenía hasta ese momento del beisbol. A partir de ese momento empecé a percibir todos esos detalles mimetizados en la aparente frialdad del juego hasta trastocarse en la más apasionante cartografía emocional con carreteras que atraviesan en todas direcciones, en medio de los paisajes más inverosímiles, todos los caminos de las relaciones familiares, todas las mesetas de la sensibilidad, toda la geografía del hogar. De pronto parecía que ese rombo de grama y arcilla estuviera enmarcado en la sala familiar.
Había experimentado muchos momentos especiales mediante el seguimiento de los juegos por radio, como cuando papá se acercó a la mesa del comedor donde yo permanecía adherido a las cornetas de aquel inmenso radio de bulbos incandescentes, ya era más de las once de la noche y mientras me recordaba que era hora de dormir, me sorprendió con aquella pregunta de si extra inning era algo similar a las prórrogas que había en los partidos decisivos de un campeonato mundial de futbol, papá solo seguía el futbol. O cuando jugaba con mis amigos en el solar de asfalto ubicado frente a la casa de mis padres y mi mamá salía en la penumbra del atardecer a buscarme para que fuese a bañarme y a cenar “¿es que acaso piensas pasar la noche jugando ese bendito juego?” O cuando me sumergieron en un tambor de agua en pleno carnaval la mañana cuando escuchaba el tercer juego de la serie final de la temporada 1969-70, mi radio se dañó al contacto con el agua y llegué llorando a la casa de mis abuelos. Mi abuelo, que era el tipo más celoso y quisquilloso con el radio de bulbos de la sala, encendió el reluciente armatoste y cuando la voz del narrador anunciaba la jugada culminante compartí una de las sonrisas más amplias que le hubiese visto a mi abuelo.
Sin embargo el escalofrío que avanzaba en paralelo con la acción de El Campo de los Sueños, resultaba tan punzante, tan asfixiante, tan invasivo que aún me paralizo viendo esa película como la primera vez, todavía imagino llegar a las cuatro de la tarde a ese descampado en medio del maizal y sentir aquel vendaval emociones de quien sueña con involucrarse en la dinámica contagiosa del juego hasta intercalarse con sus compañeros para experimentar la euforia más descomunal. Puedo recordar todas las conversaciones íntimas con mi papá que no me atrevía a iniciar pero que la curiosidad por conocer más de beisbol rompía el hielo del rostro adusto de papá, o me revestía de una irreverencia para hacer preguntas que nunca pensé que me atrevería a pronunciar. Seguía escuchando esa voz en el lecho de convalecencia de mi padre y me esforzaba por buscar la medicina que lo hiciera levantar para ir a compartir todos los juegos postergados por su trabajo o por mi rebeldía.
Cada vez que veo El Campo de los Sueños me encuentro con mi papá en algún lugar de su oficina, bajo el rugido del aparato de aire acondicionado, entre los armarios gigantes de papelería y las mesas dispuestas en zigzag, cada una con una máquina de escribir que solo él conocía a fondo y me hacía observaciones de como debía tocar las teclas, o como ganar un espacio antes de que sonara la campanita que indicaba el final de la línea. También lo veo en el garaje cuando me llamaba la atención por respirar el monóxido del tubo de escape, nunca le vi unos matices más bermejos en las mejillas que cuando alzaba la voz en esos momentos para regañarme. Regreso a las tardes dominicales cuando me iba a buscar al cuarto para preparar aquella salsa al pesto y aunque conocía la rutina, siempre había un detalle adicional, como agregar atún gradualmente en la maceración con el mortero, o hacer el pesto clásico solo con albahaca, aceite de oliva, ajo y nueces. O cuando el sabor del ajo era muy profundo en la lengua, sacaba una garrafa de vino blanco que guardaba en el gabinete más apartado de la cocina
Aquel boom de películas de finales de los ’80 no resultó algo circunstancial, quizás no haya películas de beisbol todos los años, pero cada cierto tiempo aparecen nuevas películas que recuerdan la metáfora del beisbol y el hogar, como la conexión de un padre y un hijo a través de la gesta de los Milagrosos Mets de 1969 en Frequency (2000), o la intensidad de las relaciones fraternales y grupales mostrada en A League of Their Own (1992), también el drama y la resiliencia de un grupo de niños que a través del beisbol logra restañar las heridas familiares en El Juego Perfecto (The Perfect game) (2010). Entonces resulta inevitable sentir que más que un juego, el beisbol es una filosofía de vida
Alfonso L. Tusa C. 28 de septiembre de 2020.
miércoles, 16 de octubre de 2024
Entre dos sueños.
Desde siempre quisiste estudiar comunicación social, porque así podías adquirir destrezas gramaticales necesarias para escribir, para adentrarte por los andariveles de la poesía, avanzar en medio del vértigo de la prosa, diseñar la estructura de los párrafos. Eso te serviría para escribir reseñas diarias con palabras cargadas de añil, revestidas de albahaca, impactadas de rocío matinal, encontrar esas visiones, esos ángulos especiales para apreciar el alma de la biografía, la osamenta de la nostalgia, la esencia de la tristeza. Nunca te atreviste a siquiera asomar que ibas a incluir como segunda opción de la reluciente ingeniería o la atractiva licenciatura química, Comunicación Social o Letras; temías que tus padres se desilusionaran de ti y pasaran horas o días sin dirigirte la palabra. Ese título te permitiría acceso directo a los juegos más decisivos de beisbol profesional, a escribir de lo que más te gustaba. Desde allí podrías acercarte a tu mayor aspiración de siempre: participar en la gerencia deportiva de los Navegantes del Magallanes. Dejar escuchar tu voz en el seno de la organización desde el mismo origen de un nuevo proyecto luego de haber fracasado hasta para clasificar a la serie semifinal.
Aquellas primeras temporadas como seguidor de los Navegantes te habían dejado la curiosidad de conocer como la gerencia se comunicaba con los peloteros. Siempre quisiste saber que hubiera pasado con el equipo en aquella temporada 1968-69, si en lugar de dejar marcharse a los pitchers Bo Belinsky y Salvatore Campisi, se hubiese hecho el intento de convencerlos y ofrecerle lo que estaba al alcance para permanecer con el equipo, no se compite intensamente en una temporada de 60 juegos para luego dejar ir como si nada a los dos mejores pitchers. Después nunca entendiste como Magallanes había salido de un pitcher como Roberto Muñoz sin intentar al menos cambiarlo. Te veías en medio de aquellas reuniones gerenciales preguntando, llamando la atención sobre porque se manejaba al equipo de manera tan desventajosa. Como te atisbas ahora en enero de 2024, en medio de las reuniones preliminares tendentes a elaborar el respecto, el plan de actividades pertinente y necesario para rescatar a los Navegantes del Magallanes del naufragio experimentado en todas las facetas del juego. Nada más alejado de la realidad, sabías y sabes que para tener acceso a esas instancias tenías por lo menos que haber quemado toda una trayectoria en la organización.
Ver al barco corcovear y topetear las velas contra las olas embravecidas traía imágenes de la década de los 1980s cuando el equipo si bien pudo alcanzar algunas clasificaciones, jamás se acercó al umbral de un serie final. En tus imaginaciones te veías entrando al salón de reuniones y tomar la palabra sin previo aviso. Si los Navegantes del Magallanes buscaban dejar atrás el triste desempeño de la temporada 2023-24, alguien tenía que tomar la palabra para recordar que el nuevo proyecto de trabajo tenía que empezar por nombrar al manager y su respectivo cuerpo técnico tan temprano como en febrero, ellos debían formar parte del análisis y decisiones en busca de llevar al equipo a la clasificación directa a la serie semifinal. Hay mucho trabajo por hacer para conseguir los peloteros que garanticen la esencia del juego: pitcheo y defensa. Que esos peloteros se mantengan al menos toda la temporada regular. Para eso es necesario trabajar 25 horas al dia 367 dias al año.
Siempre habías soñado con formar parte al menos como mensajero del equipo gerencial de Navegantes del Magallanes, luego entendiste que esa era una carrera muy exigente que tenía una arrancada muy intrincada porque hasta para ingresar como conserje o barrendero debes contar con contactos claves. Nunca terminabas de resignarte, insistías en que ese momento iba a llegar. Solo que nunca imaginaste que auxiliarías en una calle de Caracas a aquel señor que se le reventó un neumático en plena redoma de Plaza Venezuela. El tipo te invitó a una recepción en Valencia, de inmediato respondiste que te era muy difícil asistir, no tenías los medios económicos. Para tu sorpresa el señor te llamó un viernes al atardecer y te preguntó si podías estar en la redoma de Los Teques a las siete de la mañana del sábado. Con mucha aprensión y desconfianza fuiste a la redoma. El tipo debía organizar un evento donde discutirían el desempeño de Navegantes del Magallanes en la temporada 2023-24
No entendías porque el piso de aquel local estaba tan descuidado, hubieras esperado que una organización de beisbol profesional contratara unas mejores instalaciones para sus actos. Apenas escuchaba una conversación a la distancia: “Fueron demasiados errores, no recuerdo tantos desaciertos en una gerencia, ni cuando el Magallanes pasó aquella década de los 1980s sin ganar un campeonato, al menos aquellos equipos tenían vergüenza deportiva, se fajaban, las importaciones contaban con peloteros respetables, como Orel Hershiser, Brian Holton, Joe Orsulak, Benny Distefano, Mike Bielecki, Billy Hatcher… Esta gerencia, tanto la general como la deportiva no pueden perder tiempo, si normalmente se trabaja 25 horas al día entre febrero y octubre, estos señores deberán trabajar 30 horas diarias por lo menos, tienen que garantizar que por lo menos el equipo va a clasificar para el round robin, que van a contratar al manager a más tardar en marzo, que van a buscar con tiempo a los mejores peloteros criollos e importados”.
Te acercaste lo más que pudiste a la conversación, aprovechaste que había un desgaste pronunciado junto a una mancha anaranjada de óxido férrico a un costado del círculo de algunos siete hombres presumiblemente integrantes del consejo directivo de la organización. Te forzaste a recordar las preguntas básicas de cualquier comunicador social, mil quinientas reseñas, cuatrocientos reportajes, trescientos ensayos de beisbol, de atletismo, de tenis llegaron a tu mente, tenías que idear un texto, un plan, una bitácora para soltarla en la conversación. Los tipos gesticulaban con desespero y empezaban a exasperarse. Primero te vieron despectivos cuando asomaste que era urgente nombrar al manager de inmediato, que el manager debía formar parte de la estructuración del proyecto 2024-25 desde bien temprano. Uno de ellos estuvo a punto de llamarte, los demás lo templaron y se alejaron hasta encerrarse en una especie de oficina.
El hombre que te había invitado te dijo que ellos solo escuchaban opiniones especializadas, de personas con mucha experiencia en el tema y un gran bagaje académico de por lo menos títulos universitarios, o en su defecto peloteros de mucha trayectoria. Cuando casi te habías resignado a que habías metido la pata, uno de los tipos abrió la puerta y te llamó. Necesitaban alguien que llevara el derecho de palabra. Tenías que buscar la manera de idear una excusa, un subterfugio, una ocurrencia, era urgente que dijeras que no era justo que volvieran a reunirse, que dijeran las mil y una soluciones para lograr armar un equipo muy competitivo y luego todo se enfriase, que llegara agosto otra vez sin manager, sin importados y sin haber contactado a los peloteros que de verdad podían apoyar al equipo toda la temporada. Te ardían las manos, sentías una especie de volcán congelado en la garganta, tenías miles de observaciones que hacer y no aparecías en el orden de palabra.
Cada quince minutos, cuando sonaba la alarma del teléfono para indicar que había concluido el tiempo, los oyentes te clavaban la mirada y preguntaban quien seguía como expositor. Tenías aprensión de arriesgarte a pedir la oportunidad de aportar tu parecer, te parecía que tus ideas tenían más de la pasión de un fanático que de la sangre fría que debe tener un gerente dispuesto a conseguir resultados importantes. Y escribías en tu mente, garabateabas en el aire, hasta que en una de las pausas cargadas de tensión del expositor soltaste que el equipo, Magallanes, había tenido una temporada desastrosa, tal vez entre las tres peores en la historia de la organización y resultaba increíble que todavía no hubiera una acción, una decisión un pronunciamiento formal al respecto. Sin que te temblara el pulso ni se te entrecortase la voz dijiste que para ese momento de finales de febrero era más que pertinente, urgente decidir sobre la gerencia general, la deportiva, para que diseñen el proyecto, los reajustes para la temporada 2024-25.
Dijiste que se necesitaba empezar a trabajar 25 horas al día desde ya, que había que buscar tipos que además de conocer las interioridades del juego y la gerencia, sintieran en la médula el compromiso y la responsabilidad de dar lo mejor. Que si era cierto que Melvin Mora estaba en los planes para ocupar un cargo gerencial, bienvenido sea. Hace falta ese tipo de persona íntegra que salía a jugar 150% cada uno de los juegos. Los tipos te taladraron con la mirada cuando sacaste el papel del bolsillo de la camisa. Solo habría un párrafo de diez líneas. Al cabo de 10 minutos indicaste que esperabas que lo de Mora fuese verdad y que propusiera contratar como manager a Álvaro Espinoza, quien está esperando esa oportunidad hace rato y la merece, por toda su trayectoria como pelotero, como técnico y por todo lo que hizo por el equipo incluida aquella vez cuando le dijo al cuida cuartos que recortara la parte delantera de sus spikes para poder jugar con dos dedos del pie fracturados.
Luego agregaste que no te sorprenderías si Melvin Mora planteara y concretara el regreso de Gregorio Machado, pelotero y técnico que entregó todo al equipo para luego ser dejado a un lado desconsideradamente, sin tomar en cuenta ni reconocer todos sus logros. Solo un pelotero que vivió la temporada 1995-96, puede entender y saber lo que hizo Machado cuando se encargó del equipo en medio de una postemporada y logró enderezar el rumbo para ganar el campeonato, eso no se debe olvidar nunca en la historia y la gerencia de un equipo. Hubo alguien que casi te señaló la salida, solo que otros dos te dijeron que continuases, y recordaste tus mejores recursos literarios, plasmaste en el aire una mezcla de ensayo con reseña poética, sabías que te quedaba poco tiempo de ese sueño, por eso ensayaste un remate propio de Emil Zatopek en la maratón olímpica de 1952. Seguiste insistiendo en que era ya, antes de marzo que debían decidir la reestructuración gerencial.
Mientras callaste y dijiste que era todo lo que ibas a decir, imaginaste que Melvin Mora en reunión con Álvaro Espinoza había designado a José Francisco Malavé como coach de bateo. Algo debía quedarle de aquel jonrón que largó en el quinto juego de la serie final de la temporada 1995-96. Los tipos hacían señas para que terminaras y tu seguías visualizando la diligencia de Mora para insistir en que contrataran a Eddy Díaz como instructor de infielders y que trataran de traer a Endy Chávez para que trabajara en la técnica de cubrir los jardines y el corrido de bases. Cuando salías de la sala tropezaste con el marco de la puerta y abriste los ojos justo frente a la pared contigua a tu cama, habías lanzado al piso como siempre la almohada y lamentaste no saber como regresar a un sueño, querías al menos quedarte cerca de aquella habitación a ver lo que decidían aquellos señores.
Alfonso L. Tusa C. 27 febrero 2024.
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